Herve llegó a obsesionarse con las implicaciones metafóricas de la cuarta novela de la serie y acabó escribiendo un manuscrito sobre los pasajeros de aquel navío, que en su opinión no era ficticio. Su manuscrito, Árabes del mar del Norte, sostenía que la clave de la identidad estonia era un objeto de poder y valor incalculables que
Al-Idrisi
había llevado desde el centro de la tierra, Bagdad, hasta la inmensidad helada y tenebrosa que se extendía entre el mar Báltico y el lago Peipsi, Peipus en ruso. En las postrimerías de la Unión Soviética, cuando sanadores, videntes, tirománcicos y pirománcicos se convirtieron en guías temporales de tantos ciudadanos perdidos y ávidos de creer, la teoría de Hiima experimentó un breve auge en diversos pueblos al oeste de Tallinn. Incluso se atrevió a organizar un grupo de lectura y debate en la habitación trasera de su casita, cuyas paredes decoró con recuerdos marineros que heredó de su padre: un astrolabio, un sextante y una placa de cobre prendida a un viejo cabo.
Numerosos residentes celebraron un velatorio ilegal en la plaza mayor de Keila-Joa cuando Hiima fue hallado asesinado de un disparo en la nuca en el bosque que empezaba detrás de su casa, disparo efectuado con la clase de pistola que llevaban los policías locales. El velatorio fue pacífico, pero los ciudadanos no se dispersaron pese a que se les ordenó. La noticia de aquella desobediencia civil se propagó como un reguero de pólvora por todo el país y si bien no siguieron actos de violencia, disturbios ni tan siquiera manifestaciones de apoyo, todos los habitantes de Keila-Joa participaron en la cadena humana de protesta contra los soviéticos «Baltic Way» tres años más tarde.
Valor aproximado: Un cabo de novecientos años de antigüedad atado a un rectángulo de cobre verdoso puede costar 10 dólares en una quincallería o bien nada si se confunde con un trasto inútil. Sin embargo, también podría costar 30.000 dólares, como presuntamente sucedió en el caso de un kamal usado por el navegante en jefe de Vasco de Gama.
Así fue creado el mundo.
No reparé en lo asqueroso que estaba mi coche hasta que abrí la puerta para el profesor Jadid, que frunció el ceño y titubeó un instante antes de subir, como si se planteara la posibilidad de pedir un taxi. Recogí varios puñados de vasos de plástico, envoltorios de bocadillo y periódicos, así como dos paraguas rotos del asiento del acompañante y lo arrojé todo al asiento trasero. Luego empujé al suelo una lluvia de migas en todas las tonalidades posibles de beige. Por fin, el profesor se acomodó con cautela.
—Solo por curiosidad —dijo mientras salíamos del aparcamiento—, aunque en este caso no es curiosidad gratuita… ¿Te consideras una persona religiosa?
—¿A qué religión se refiere?
—Oh, la clase de fe en sí no importa. Supongo que la religión sería un punto de partida natural. Lo que quiero decir es si por naturaleza te consideras más inclinado a la creencia o al escepticismo. Claro que no son dos conceptos irreconciliables.
—Bueno, la verdad es que la religión nunca ha sido una parte esencial de mi vida. De niño iba a la iglesia de vez en cuando, pero nunca hice la confirmación ni nada. Nunca llegué a cogerle el tranquillo, y mis padres proceden de religiones distintas, así que nunca pertenecieron a una iglesia ni comunidad en particular. Tampoco a una familia en particular, aunque eso es otra historia.
—¿Y consideras que como consecuencia de ello te ha faltado algo?
—Supongo que estoy un poco celoso de la gente que siente algo, ya sabe, o incluso de la gente que integra los rituales en su vida.
—Comprendo. Imagino que aunque la religión no logre proporcionar consuelo ontológico, al menos sí puede aportar estructura. Estructura cronológica, si no espiritual.
Me eché a reír, y él me imitó. Le pregunté por qué había sacado a colación aquel tema.
—Por pura curiosidad, pura curiosidad. Debo confesar que últimamente casi nunca pongo los pies en la sinagoga. Quizá sepas que mi esposa es una cristiana ortodoxa nacida en California, en el seno de una familia siria. Educamos a nuestras hijas en la iglesia, lo cual trastornó de forma notable a mi familia. Sin embargo, a mi edad me siento cada vez menos atraído por la cosmogonía y la sustancia teológica del judaísmo, y cada vez más por sus rituales, como comentabas antes, hacia el hecho de formar parte de algo ancestral e ininterrumpido. Con cierta vergüenza tengo la sensación de ser el eslabón defectuoso de una cadena de creyentes, de un linaje de hijos, padres y abuelos que se remonta varios siglos. Si fuera más indiferente, tal vez sabría apreciar la ironía de que la prosperidad haya conseguido lo que la adversidad jamás ha podido lograr. Abandonados por fin a la asimilación, supongo que eso es precisamente lo que hemos hecho, y por supuesto, cuando hablo de nosotros me refiero a mí. En fin, menuda verborrea. Por favor, sigue recto por Grover Street y tuerce a la izquierda en Appleman. Mi casa está justo después de Torrance.
Guardamos silencio durante unos diez minutos, hasta que Jadid sintonizó una emisora de música clásica en mi radio.
—Ya hemos llegado —anunció Jadid—. Entra en el sendero o aparca en la calle, como prefieras.
Dejé el coche en la calle delante de su casa, un edificio pequeño e inmaculado típico de Wickenden, con fachada de madera, porches en las tres plantas con escaleras que bajaban (o subían) de un porche a otro y una plataforma, de esas que llaman widow's walk, en torno a la casa. No era tan distinto de mi antigua casa ni de la actual residencia de Mia. No sé por qué había esperado algo diferente, pero así era, un castillo, tal vez, una mansión, un convento o una granja en pleno campo. Ver al profesor Jadid ataviado con parka y botas, pasando ante un cortacésped y deteniéndose para recoger junto a la entrada un ejemplar del periódico local gratuito me resultaba incongruente. Lo que tenía que hacer era desaparecer en un café vienés de finales del XIX al final de cada día.
La cocina de Jadid era alargada, de techo bajo, iluminación cálida y numerosas superficies de madera, la clase de cocina donde a todos nos gustaría pasar nuestra infancia. El profesor picó con destreza dos tomates y dos cebollitas rojas que luego machacó con el dorso de una cuchara de madera antes de añadir algunos dientes de ajo, unas hojas de mejorana que sacó de un tarro colocado sobre el alféizar de la ventana, un chorro de aceite de oliva y otra de vino blanco. Acto seguido troceó una pieza de cordero que agregó a la sala, lo vertió todo en una fuente de cerámica y la introdujo en el horno. Nos sirvió sendas copas de vino blanco e insistió en que brindáramos por el voluminoso maletín rectangular que había en el rincón.
—¿Por qué? —quise saber.
—Todo a su debido tiempo —repuso con un teatral arqueo de cejas.
Lancé un suspiro de impaciencia. Nos sentamos a una mesa redonda de madera ante dos puertas correderas que daban al jardín trasero, pero a causa de la oscuridad de la noche y de la iluminación de la casa, lo único que veíamos en el vidrio era nuestro reflejo. De repente se oyeron unos golpes en la puerta, y la desaparición momentánea de nuestra imagen a causa de la vibración me hizo dar un respingo y derramar el vino.
El profesor Jadid me dedicó una mueca compasiva («Joe siempre aparca en la parte de atrás») y se levantó para abrir la puerta corredera. Con seis cervezas Newport Storm en una mano y una carpeta en la otra, Joe deslizó su corpulencia por el hueco de la puerta, abrazó a su tío, que desapareció casi por completo entre aquella inmensidad, y lo besó tres veces en las mejillas. Lo seguía un joven alto y flaco ataviado con un traje granate impecablemente planchado, camisa de mil rayas, corbata granate con aguja de granate y americana de cuero colgada del brazo; tenía aspecto de músico preocupado y medio muerto de hambre en el Greenwich Village de los años cincuenta.
—Este es Liosha Priyenko —presentó Joe.
Liosha cruzó el umbral con cautela, como si temiera ser visto, y nos tendió la huesuda mano al profesor y a mí.
—Liosha, te presento a mi tío Abe y a Paul, que empezó todo este asunto. Liosha trabaja en crimen organizado.
—Es un placer, Liosha. Entra —pidió el profesor—. ¿Qué te apetece beber?
Priyenko levantó la mano con la palma hacia fuera y la agitó adelante y atrás al tiempo que sacudía la cabeza. Los pómulos prominentes y en forma de hacha parecían dividir su rostro en un rectángulo colocado sobre un trapecio, y sus maneras algo tímidas conferían a ambas mitades una apariencia algo falta de sincronía.
—Esto… nada, señor, gracias. Todavía estoy de servicio.
Hablaba con leve acento extranjero, de vocales largas y pastosas, mientras que las consonantes chocaban entre sí de camino a la lengua desde la garganta, y se mantenía en la postura erguida y rígida de un recluta.
—Claro, claro. Por favor —invitó el profesor al tiempo que acercaba sendas sillas para Joe y Liosha, que se sentaron frente a nosotros. Joe abrió una botella de cerveza y rehusó el vaso que le ofreció su tío.
—¿Quién de nosotros empieza? —preguntó el profesor.
Joe se enjugó los labios con la manga.
—Liosha tiene que volver a su verdadero trabajo, así que empezaremos nosotros dos —propuso antes de rascarse el generoso abdomen y sorber por la nariz como si estuviera agraviado o pensativo—. Huele muy bien, Abe. ¿Cuándo cenaremos?
Anton chasqueó los dedos y se llevó uno a la sien.
—Gracias por recordármelo, Joseph. —Dispuso platos y cubiertos sobre la mesa, y luego abrió el horno para echar un vistazo al cordero—. La cena estará lista dentro de poco, pero hasta entonces, nada; ya conoces mis reglas —recordó a su sobrino mientras se acercaba a la encimera y empezaba a cortar hortalizas para la ensalada—. Os escucho —dijo por encima del hombro.
—Vale —suspiró Joe.
Abrió otra botella de cerveza y dejó la vacía en el suelo.
—¿Recuerdas que ayer fuimos al Lobo Solitario y te dije que nos llevamos un vaso para verificar las huellas?
—Sí.
—Bueno, pues Sally y Liosha lo han hecho. Por cierto, tío Abe, Sal dice que siente no haber podido pasar a verte un momento, pero es que uno de sus hijos actúa en una función esta noche.
Anton asintió y levantó el cuchillo para indicar que tomaba nota.
—Cuestión, que Liosha tiene un hermano… ¿hermano o primo?
—En realidad, dos hermanos —puntualizó Liosha, irguiéndose como si el profesor acabara de preguntarle la lección—. Uno trabaja como investigador en la oficina del fiscal de Moscú, y e] otro es asistente del ministro del Interior.
—Eso. Bueno, parece que nos codeamos con la realeza rusa, ¿verdad? ¿Esos tipos son peces gordos?
Liosha se encogió de hombros y bajó la mirada.
—Sí, peces gordos, creo que sí. Es lo que consigues con un buen empleo, digo yo. Llevaré muchos regalos a mis sobrinos y sobrinas la próxima vez que vaya de visita, así que nos han ayudado.
—Bueno, pues la cuestión es —prosiguió Jadid, inclinándose peligrosamente hacia adelante en su silla— que les envié las huellas del tal Eddie y una copia de las huellas de Pühapäev a él y a Sally. Ya sabes que Pühapäev estaba fichado por la policía local y que había sido testigo material en un caso federal. No es que eso signifique que los federales lo tuvieran fichado, pero sí que lo conocían.
Asentí. El profesor Jadid trajo una enorme ensalada a la mesa con la misma mueca de desaprobación que helaba la sangre de los estudiantes y los hacía arder de vergüenza.
—Sí, ayer se lo conté a tío Abe, y no le hizo demasiada gracia enterarse de que Jaan intentó robar las joyas que él había ayudado a traer a Estados Unidos —explicó Joe—. Resulta que Eddie también estaba fichado por los federales. Figura en sus archivos como… vamos a ver… —murmuró, desdoblando un papel que Liosha le entregó—. Edouard Ivanov, condenado el 4 de febrero de 1992 en Kings County, Nueva York, por recepción de mercancía robada. Cumplió una condena de sesenta a noventa días en Ossining, veía con regularidad a su agente de la condicional, buena conducta, ninguna queja, bla, bla, bla. Nunca volvieron a tener noticias de él en el juzgado del Kings County ni en ningún tribunal federal.
—¿Qué clase de mercancía robada? —inquirí.
—Oro. Iconos de oro robados en una iglesia ortodoxa ucraniana a las afueras de Bridgeport, Connecticut. Lo detuvieron en otro estado, de ahí los cargos federales. Parece lo mismo que Pühapäev. El gilipollas de ladrón al que pagaron fue detenido con la mercancía encima y declaró que Ivanov había encargado el robo. Por lo visto, a Eddie lo defendió un espantapájaros de oficio con traje en lugar de nuestro querido Vernum Sickle. ¿Por qué coño recurrieron los dos a abogados de pena?
Joe alzó la mirada hacia nosotros como si esperara una respuesta, pero lo único que se oía era el chisporroteo del cordero en el horno.
—¿Por dinero? —aventuró Liosha—. Quizá eran los típicos soviéticos agarrados.
—Puede —convino Joe sin convicción—. ¿Así que nunca te has cruzado con ninguno de los dos? Es que Liosha trabaja en asuntos de la mafia rusa en la ciudad y alrededores —nos explicó a su tío y a mí.
—No, nunca había oído hablar de ellos. Pero también es cierto que ninguno de los dos vivía en Wickenden y que solo llevo nueve o diez meses aquí.
Se sacó un paquete de Parliament del bolsillo de la camisa con dedos largos y femeninos, y miró con expresión interrogante al profesor Jadid, que le puso delante un cenicero y un sobre de cerillas.
Joe asintió filosófico y se rascó la cara inferior del mentón. Todo hombre tiene una zona en el rostro condenada al olvido durante el afeitado, y en el caso de Joe era un parche oblongo de barba espesa que crecía como musgo en el pliegue entre la papada y el cuello.
—Pero cuéntale lo mejor —instó.
Nadie sabía a quién se dirigía. Su tío nos sirvió un plato de cordero a cada uno, y Jadid se abalanzó sobre la comida como un lobo hambriento. Al poco propinó a Liosha un codazo amigable que a punto estuvo de derribarlo de la silla.
—Venga —urgió mientras un hilillo de salsa rosada le resbalaba por el cuello de la camisa—. Cuéntaselo.
—Ah, te refieres a mí. Vale, vale. Bueno, pues resulta que Ivanov y ese tal Pühapäev están fichados en Rusia.
Ninguno de nosotros dijo nada. Priyenko agitó la mano con la que estaba fumando; aún no había probado bocado.
—Claro que no es de extrañar, porque cualquiera que haya servido en el ejército o estado en un komsomol o vivido en una gran ciudad tiene las huellas digitales controladas. Lo que sí es de extrañar es haberlo averiguado en un día —añadió con una risita—. Mi hermano, el que trabaja en la oficina del fiscal, me dijo que acababan de introducir los expedientes más recientes en el ordenador, pero que los más antiguos siguen enterrados en la misma sala inmensa de los sótanos de la Novokuznetskaya, donde siempre han estado. Por suerte ha estado liado con cuatro de las seis empleadas del archivo, y con tres de ellas acabó bien. Es el único hombre de todo Moscú capaz de averiguar lo que necesitamos saber.