La biblioteca del cartógrafo (26 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Me propinó un juguetón puntapié en la pierna mientras yo me restregaba los ojos.

Cuando regresé al dormitorio, Hannah se había puesto el albornoz y preparado la ducha.

—Tengo que estar en la escuela dentro de una hora. ¿Qué horario haces hoy?

—Tengo una reunión a eso de las dos, pero hasta entonces nada. ¿Por qué?

—Por curiosidad. —Se apretó contra mí y me sonrió mientras le desabrochaba el cinturón—. No tenemos mucho tiempo.

—¿Estarás en casa esta noche?

—Sí, señor. ¿Quién lo pregunta?

—Traeré la cena, algo especial.

—Me muero de impaciencia. ¿A qué hora?

—¿A las siete? ¿Las siete y media?

—Cuando quieras, me muero de ganas. —Me apartó la mano y se abrochó de nuevo el cinturón—. Pero ahora mismo tienes que irte para que pueda transformarme de nuevo en una pulcra profesora. Nos vemos esta noche.

Me puse el abrigo y la besé durante largo rato en la puerta. Ella me acarició el rostro con la mano, y sentí sus dedos aun cuando dejó de tocarme. Me dedicó una última sonrisa, bajó la cabeza, me saludó levantando la mano y agitando los dedos, y cerró a mi espalda.

Me sentía en las nubes, tan bien que arrojé las llaves del coche al aire, di dos palmadas como en los entrenamientos de béisbol, me situé debajo de ellas y fallé estrepitosamente. Al agacharme para recogerlas, reparé en un pequeño dibujo hecho con tiza sobre la pizarra en la parte inferior del marco de la puerta. Era un bastón con dos serpientes enroscadas a su alrededor.

EL SHENG (AIRE)

—¿Oyes el viento acercarse?

—Se acerca raudo, violento, y no sé de dónde procede.

—Tampoco yo. Cierra los postigos. Conviene mantener el calor.

ARDAL GOGARTY,

Have I lived too long, too long?

Abulfaz Ajundov, cuya capacidad para aplanar y alargar las vocales, redondear las erres y distinguir entre la v y la w en todo momento le había granjeado el sobrenombre temporal de Chester «Chet» Muncie, se anudó la barata corbata roja de Kmart primero en un nudo cuádruple y luego en un Windsor hasta decantarse por fin, como sabía que debía, por un torpe medio Windsor deliberadamente ladeado tres centímetros hacia abajo y hacia la izquierda respecto al primer botón de la camisa. No había visto ningún otro tipo de nudo desde su llegada.

El torpe medio Windsor de Abulfaz era el nudo de alguien que acepta técnicamente llevar corbata, pero que nunca disfruta con ello, que considera que prestar excesiva atención a un nudo es de dandis o afeminados, que cree que prestar manifiestamente poca atención al nudo de la corbata demuestra el desprecio tácito que profesa a la prenda. De hecho, observó Abulfaz mientras contemplaba con una mueca su reflejo y pensaba en el desgraciado de su padre, lo único que demostraba era que era un dejado. La idea de que un hombre hiciera algo mal o a medias porque se oponía a ello era un rasgo muy común entre los adolescentes, los oficinistas americanos y los militares rusos. Agarró el nudo entre el pulgar y el dedo medio, y apretó al tiempo que tiraba en direcciones opuestas hasta que el nudo se tornó oblongo y se alejó aún más de su cuello. La viva imagen de un hombre al final de un largo día transcurrido bajo la luz de los fluorescentes. Se manchó con bolígrafo la base del dedo medio de la mano derecha y se practicó dos pequeños cortes en el índice y el anular de la mano izquierda. Luego se alisó el bigote rubio (teñido), se ajustó la enorme montura dorada de sus gafas estilo aviador, se puso la arrugada chaqueta del traje, apagó la luz de la habitación del motel y salió a la brumosa y tórrida tarde de verano.

Se alojaba en un motel anónimo y aséptico que portaba el maravilloso nombre de «U.S. 30», situado cerca de un centro comercial con supermercado (que, por supuesto, nunca frecuentaba). En su tierra, los hoteles se bautizaban en honor de héroes de guerra, líderes políticos y míticas figuras histórico-literarias que presuntamente encarnaban algún rasgo nacional. Los hoteles de las provincias soviéticas solían ensalzar ideales potemkianos con una ironía exenta de toda intención. El hotel Amistad entre todos los Pueblos de Baku, por ejemplo, dotado del servicio más hosco de Azerbaiyán. O la Casa de Huéspedes Obreros por la Industrialización de las Masas a favor de la Paz Revolucionaria, de Yereván, con sus retretes estropeados, sin teléfono y con apuñalamientos constantes en el bar. El hecho de que un hotelero pusiera a su establecimiento un número se le antojaba absurdo, delicioso y tranquilizador a un tiempo.

El U.S. 30 se hallaba junto a la carretera 30, a la altura de LaGrange Park. Abulfaz había elegido aquel hotel en aquella población casi por casualidad, aunque poseía tres atributos importantes. En primer lugar, poca gente se alojaba en él. Cuando llegó, el aparcamiento estaba desierto, y a excepción de una familia de miembros rollizos y con aspecto de ameba que subían y bajaban de una furgoneta con matrícula de Ohio, nadie se había quedado más de dos noches. En segundo lugar, a diferencia de los hoteles de su tierra, donde había que mostrar papeles y presentar solicitudes formales a tres o cuatro viejas gordas con dientes de oro, en diversas fases de descomposición y mala leche, solo para obtener la llave de la habitación, aquí Abulfaz podía aparcar delante de la puerta y entrar sin hablar con nadie cuando y como le viniera en gana. En tercer lugar; trabajaba en Skokie, a cuarenta y cinco minutos en coche de LaGrange Park. Era un trayecto largo, por lo que nunca veía a las mismas personas en un lugar y en otro. Los residentes de LaGrange Park y de Skokie iban a Chicago, no a la otra población, y Abulfaz (que en las dos décadas anteriores se había hecho llamar Fiodor, Istvan, Cinar, Chester, Paul, Sudat, Jean-Pierre, José, João, Wim, Klaus, Yahya, Bradley, Niall, Hamid, Shmuel y, brevemente y solo por teléfono, Katia) podía vivir y trabajar en completa tranquilidad, anonimato y, por tanto y según sus propios cánones temporales, felicidad durante los veintiocho días que le llevaría completar su misión.

DÍA UNO: Entró en el aparcamiento del restaurante a las 12.12, en el primer segmento de la hora de comer típica del Medio Oeste. El restaurante era un establecimiento anodino y típicamente chinoamericano. Un rótulo luminoso rosa y verde anunciaba el nombre del restaurante («Pino y Bambú») en el escaparate. Había una pequeña marquesina roja y dorada sobre la puerta, y sendos leones dorados muy horteras rugiendo o bostezando a cada lado del vestíbulo que unía la entrada principal con el restaurante. Oficinistas de la zona y grupos de madres suburbanas acudían en busca de un exotismo previsible, y si bien a Abulfaz se le hizo la boca agua al ver el estofado de anguila y raíces de loto que un cocinero comía solo al final de la larga barra, se limitó a pedir sopa de huevo y pollo lo mein sentado a su mesa solitaria.

DÍAS DOS A CUATRO: Réplicas exactas del primer día, salvo el tercer día, cuando un accidente en Dempster Street retrasó su llegada hasta las 12.18. Pidió la misma comida, saludó con el mismo gesto cauto e inexpresivo al maître desaliñado y crepuscular, y leyó el Sunday Times sentado a la misma mesa, en la misma silla, cada día.

DÍAS CINCO Y SEIS: Sábado y domingo. No comió en el restaurante, pero el domingo aparcó en la acera de enfrente y observó que He-Li Yaofan parecía más canoso, delgado y encorvado que en la fotografía en blanco y negro que le habían proporcionado. La tarjeta del restaurante, que guardaba en la guantera, indicaba que el propietario se llamaba Harry Yaofan. Abulfaz sonrió y pensó en Chester.

DÍAS SIETE A ONCE: Empezó a retrasar su hora de llegada, de modo que para el jueves ya aparecía entre la una menos cuarto y la una. El lunes comenzó a pedir consejo a la camarera sobre qué platos pedir. El primer día, la mujer se limitó a encogerse de hombros; el segundo, esbozó una sonrisa tímida sin apartar la vista del cuaderno y dijo que no lo sabía; el tercero, le recomendó que no pidiera la sopa de huevo («no fresca, de sobre»); el cuarto, le preguntó qué le gustaba, a lo que él respondió que bueno, que cualquier cosa mientras estuviera bueno. La camarera asintió y el quinto día sustituyó el pollo lo mein por sepia y navajas.

DÍAS DOCE Y TRECE: El sábado por la noche, Abulfaz hizo un recado corto, lucrativo y excepcionalmente sucio en Waukeshaw, Wisconsin. El domingo siguió a las masas hasta Clark y Addison para ver perder a los Cubs contra los Phillies pese a las dos carreras completas de Jody Davis y una aguerrida actuación de Scott Sanderson en la octava entrada.

Día CATORCE: Al entrar en el restaurante a la 1.07, el maître lo saludó con un gesto, le sonrió y le preguntó:

—¿Ha tenido un buen fin de semana, señor?

—Sí, genial, gracias. Fui a ver un partido de los Cubs y me visitaron unos parientes de Mankato —repuso.

El maître sonrió de nuevo y bamboleó la cabeza sin decir nada antes de extender el brazo como un mago presentando a su ayudante cuando apareció la camarera de Chet.

DÍA QUINCE: —¿Le gusta nuestra comida, señor? —preguntó el maître a Chet.

—Sí, me encanta.

—Sí. Viene mucho por aquí. ¡Comida china muy sana!

—Es lo que siempre me dice mi mujer. Pero una cosa. Me gustaría ser un poco más… ya sabe, aventurero. Pedir cosas más exóticas. ¿Qué cree que debería comer? Porque tengo la impresión de que siempre me sirven lo mismo.

—¿Le gusta la comida picante, señor?

—Sí.

—Tengo un menú especial para usted, señor. Un momento, por favor. Quizá un poco más caro que el menú diario, pero solo un poco, ¿de acuerdo?

—Bueno, si solo es un poco, no hay problema.

DÍA DIECISÉIS: —Eh, amigo, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, señor. Sí, por favor —asintió el maître.

—¿Aquí tienen servicio de catering? Es que mi empresa, hacemos cajas de embalaje y cinta adhesiva, por cierto, tengo una pequeña empresa en Deaborn con una oficina aquí en Skokie… Cuestión, que hemos invitado a una gente de fuera, peces gordos de Omaha que tienen intención de hacer un pedido de los buenos, y lo que me gustaría saber es, como la comida aquí es buena, si podrían preparar una comida especial para unas dieciocho o veinte personas.

—Sí, señor, por supuesto. ¿Para cuándo?

—Esto… dentro de dos semanas, creo. Todavía no está del todo confirmado.

—De acuerdo, pues cuando confirma me lo dice. ¿O quiere hablar de la comida ahora?

—Podemos comentarlo más adelante. Solo quería asegurarme de que pueden hacerlo.

—Sí, señor.

—¿Lo comento con usted o con el dueño?

—Con cualquiera de los dos.

—Genial. Por cierto, ¿cómo se llama el dueño? ¿Y usted?

—Yo me llamo Wang, y todo el mundo llama Harry al propietario.

—Bueno, pues encantado de conocerlo, Wang. Soy Chet.

—Muy bien, señor Chet. Hoy le haré una sopa de Shanghai con cerdo y granos de mostaza encurtidos. No está en la carta. Solo para chinos, pero le gustará mucho, ya verá.

DÍA DIECISIETE: No fue al restaurante para comprobar si reparaban en su ausencia. Por supuesto, salió de la habitación vestido de forma apropiada (camisa blanca de rayas, corbata a rayas azules y verdes, pantalones Sansabelt azul celeste y zapatos Dexter de dos colores) y a la hora de siempre. Asimismo, ocupó el tiempo del modo habitual, conduciendo, observando, empapándose de las breves conversaciones basadas en tópicos tan cruciales en la comunicación estadounidense. La semana pasada se centró en las expresiones «Lo que yo te diga» y «Hablando del rey de Roma», mientras que esta semana estudia «Lo que chuta, chuta» y «Esto es lo que hay». Dos expresiones de resignación, una de ellas de satisfacción respecto al presente que implicaba cierta esperanza de mejora, y la otra empleada para desviar la conversación del interlocutor hacia uno mismo. Abulfaz se juró no utilizar jamás la segunda.

DÍA DIECIOCHO: —Lo echamos de menos ayer, señor Chet —dijo Wang.

—Sí, es que tuve que trabajar durante la hora de la comida y no me pude ni levantar de la mesa.

—¿Tiene carta de platos para llevar? Puede llamar y le llevamos la comida.

—¿Ah, sí? Sería genial.

—¡No, genial para nosotros! Genial para nosotros tener un cliente que viene tanto. ¿Hoy come algo especial?

—Claro, claro, lo que quiera, ya sabe. Por cierto, me encanta la música que ponen aquí, llevo tiempo fijándome.

—Ah, sí, música muy buena. Música china. Canciones diferentes, instrumentos diferentes.

DÍA DIECINUEVE: Desde la acera de enfrente, Abulfaz vio a Harry Yaofan y a una mujer que suponía era su esposa, de figura rolliza, tez marcada y forma de lychee, entrar en el restaurante a las 6.08. Cuando se sentaron a una mesa unos siete minutos más tarde, eran los únicos comensales, y por lo que Abulfaz alcanzó a distinguir desde donde se encontraba, comieron en absoluto silencio. Wang les sirvió una sucesión de platos sin que ellos le pidieran nada y los iba colocando en el centro de la mesa con la gracia felina de un bailarín. Harry y su mujer comían pequeños bocados de cada plato. Ella bebía té, mientras que él tomaba lo que parecía brandy en un vasito lacado.

Veintiocho minutos después de su llegada, dos hombres entraron en el restaurante, hablaron con Wang en la recepción, se sentaron en sendas sillas junto a la entrada, tomaron unas cervezas, recibieron una bolsa de comida y se marcharon al cabo de once minutos. No se presentó ningún otro cliente. A las 7.15, Wang colgó el cartel de «Cerrado» en el escaparate. Harry y su esposa salieron al cabo de treinta y dos minutos, y después de retirar sus platos, Wang también se marchó tras cerrar con llave. Una hora y cincuenta y siete minutos más tarde, Abulfaz vio que la luz de la cocina se apagaba, y al cabo de otros dos minutos, un Datsun rojo con manchas de óxido y el tubo de escape a punto de desprenderse se alejó por la parte trasera del restaurante.

DÍA VEINTE: Abulfaz puso un galón de gasolina en once gasolineras distintas entre LaGrange Park y Skokie. En cada ocasión charlaba, o mejor dicho, Chet charlaba con el empleado que le comprobaba el motor y el aceite. Quería practicar su acento, tomarse el tiempo necesario para afianzarlo, cerciorarse de que las erres rodaban como debían y que las vocales largas brotaban planas con el típico deje del Medio Oeste. No advirtió error alguno en su habla, y por lo visto, tampoco notaron nada los empleados, aunque siete de ellos eran extranjeros y los otros cuatro, tan jóvenes, inexpertos e indiferentes que, con toda probabilidad, tampoco se habrían fijado de haber sido Abulfaz un hombrecillo verde con antenas en la frente. Como en todo potencial último día de una misión, defecó con frecuencia, en cada gasolinera, de hecho, hasta que por fin pidió a un cajero paquistaní «algo para mantener a raya a los caballos» mientras se palmeaba el vientre con una mueca.

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