En un pequeño y pintoresco enclave de Yorkshire, en plena campiña inglesa, se encuentra Stanbury House, la hermosa villa en la que, desde hace años, tres parejas de amigos alemanes pasan las vacaciones junto a sus hijos. Cuando la joven Jessica Wahlberg se une al grupo, no tarda en descubrir que la supuesta armonía que parece unirlos es en realidad una fachada tras la cual se esconden las envidias y los resentimientos, y donde, poco a poco, germina el odio.
Decepcionada, Jessica se refugia cada vez más en sus largos y solitarios paseos, durante los cuales conoce a Phillip Bowen, un misterioso y desarraigado individuo que se muestra obsesionado con demostrar que es el hijo ilegítimo de Kevin McGowan, abuelo de la propietaria de la finca. Y cuando la tensión entre los habitantes de la casa se hace más palpable, la paz del poético refugio se verá perturbada de forma brutal y los lazos que unían al pequeño grupo de presuntos amigos quedarán expuestos en toda su fragilidad.
Después del silencio
es un oscuro y trepidante thriller psicológico que indaga, con una prosa sobria y depurada, en lo esencial de las relaciones humanas y en la inquietante dinámica que las condiciona.
Charlotte Link
Después del silencio
ePUB v1.0
Crubiera22.04.12
Título original:
Das andere kind
Charlotte Link, 2009.
Traducción: Beatriz Galán
Diseño portada: Ediciones Salamandra
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Stanbury House estaba sumido en un extraño silencio.
Era un silencio intenso e inabarcable, como si el mundo hubiera dejado de respirar.
«Seguramente la casa está vacía —pensó—. Deben de haber ido a comprar».
Sin embargo, no dejaba de resultar extraño: nadie le había dicho nada aquella mañana, y ésa era la clase de cosas que ellos siempre comentaban. De hecho lo comentaban todo, excepto lo verdaderamente importante. Pero ir a comprar no era precisamente importante.
No. Aquel silencio era más profundo.
Intentó precisar qué lo hacía diferente, pero no lo logró. Quizá estaba demasiado cansada. Los últimos días habían sido agotadores: tenía náuseas por el embarazo y hacía demasiado calor. Aquel abril estaba siendo más caluroso de lo habitual. Unos días atrás todos habían pensado que iba a refrescar un poco, pero después volvió el bochorno.
Había paseado más rato de lo previsto y llegado más lejos de lo habitual. Atravesó el bosquecillo que quedaba al oeste de la casa y subió la colina por el sur. No se dio cuenta de que estaba sudando hasta que volvió. Tenía la cara húmeda, el pelo pegado a la nuca y la respiración entrecortada.
Barney
, su perro, trotaba de un lado a otro por delante de ella, y parecía tan feliz y descansado como si acabaran de iniciar el paseo. En teoría ella también estaba en forma, pero aquella noche no había dormido bien y en las últimas semanas había vomitado varias veces. Ahora, hacia el final del tercer mes, las cosas empezaban a mejorar, pero aún se sentía débil.
Además, había salido demasiado abrigada. Antes incluso de llegar al prado ya había tenido que atarse la chaqueta a la cintura.
En varias ocasiones se descubrió a sí misma mirando alrededor; buscándolo. A veces, durante sus largos y solitarios paseos, él salía a su encuentro, como si hubiera estado esperándola o sabido que iría. Intuía que en ella tenía una aliada, y quizá no anduviera del todo equivocado. De ser así, aquello implicaría traicionar al grupo, evidentemente; pero el caso es que llevaba varios días preguntándose si el grupo aún existía para ella, o, peor aún, si quería seguir formando parte de él.
Cruzó la imponente verja de hierro forjado que delimitaba la entrada de la propiedad. Estaba abierta, como casi siempre. No tenía sentido molestarse en cerrarla: varios tramos del muro que la rodeaba se habían desmoronado, y otros ya ni siquiera se veían.
Volvió a echar un vistazo en derredor. Si era cierto que se habían marchado todos, quizá alguno estuviera a punto de volver y podría acercarla en coche hasta la casa. El camino serpenteaba a lo largo de un kilómetro de ligera pero constante pendiente, y desde el año pasado no tenía árboles que le dieran sombra a derecha e izquierda; la mayoría había enfermado y los habían talado, de modo que el camino había perdido gran parte de su encanto. Los troncos tenían ahora un aspecto desolador, y el jardín, que siempre había exhalado una atmósfera de romanticismo, parecía de pronto triste y abandonado.
«Todo esto está hecho un desastre», pensó.
No vio a nadie por ninguna parte, y, tras detenerse una vez más para coger aliento, decidió encarar la última etapa de su paseo. El jersey de lana se le pegaba a la espalda y los pies le ardían, hinchados en las zapatillas de deporte. Empezó a obsesionarse con la idea de una ducha fría y un zumo de naranja bien fresco.
Pasaría el resto del día con las piernas en alto, sin moverse de su tumbona.
Y eso que el paseo había estado muy bien. La primavera inglesa podía levantar el ánimo a cualquiera. Había observado las pocas nubecillas difuminadas que se recortaban en el cielo azul; respirado el cálido aire reparador que mecía las flores, y olido su aroma; acariciado unas ovejas sueltas que se le habían aproximado, confiadas; admirado los narcisos que florecían en los valles, iluminando de amarillo intenso el austero paisaje; escuchado los pájaros que cantaban, piaban y trinaban con infinidad de tonos diferentes…
¡Los pájaros!
Se detuvo. De pronto lo supo. Supo a qué se debía aquel terrible silencio que planeaba sobre Stanbury.
No se oía ni un solo pájaro.
Como si hubieran enmudecido.
No recordaba haber experimentado nunca un silencio tan aplastante.
En cuestión de segundos, el sudor se le heló en la piel y sintió un estremecimiento. ¿Qué podía acallar a los pájaros en un día tan bonito y soleado? Algo tenía que haberlos alterado. Algo debía de haberlos impresionado tanto que ni siquiera les quedaban ganas de cantar. Quizá algún gato montés había cazado a uno de los suyos, cuyo último trino agonizante había desembocado en aquel silencio denso y tenebroso…
Aunque agotada, apretó el paso. Sintió una punzada en el costado. Le habría gustado correr como
Barney
, pero no le quedaban fuerzas. Unos meses más y estaría hinchada y deformada, y probablemente anadearía como un pato. ¿Recuperaría después su figura? Por absurdo o descabellado que pareciera, no dejó de repetirse aquella pregunta mientras cubría el último trecho que la separaba de la casa, aunque en realidad en ese momento su figura no le preocupaba lo más mínimo. Era como si no quisiera pensar en nada más. Como si evitara preguntarse por qué estaba helada pese al calor que hacía, o por qué sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo, o por qué tenía de pronto tanta prisa.
O por qué aquel claro día primaveral ya no le parecía tan claro.
Por fin pudo ver la hermosa fachada de la casa, estilo Tudor, y el reflejo del sol en los cristales ahumados de las ventanas. Como de costumbre, empezó a contar las ventanas del piso de arriba. Siempre lo hacía al volver de sus paseos. La cuarta por la izquierda correspondía a su habitación, y detrás de sus cristales creyó ver, medio difuminado, el ramo de narcisos que ella misma había cortado y puesto en un jarrón la noche anterior.
Se detuvo y sonrió.
La imagen de las flores le devolvió el optimismo.
Entonces vio a Patricia, arrodillada junto al enorme centro de madera repleto de flores que había delante de la entrada principal. En su tiempo probablemente había sido un abrevadero para ovejas o vacas, pero con posterioridad alguien, al encontrarlo abandonado en los terrenos de Stanbury, lo había colocado allí. Desde entonces hacía las veces de enorme macetero. Con flores en primavera, verano y otoño, y ramas de abeto en invierno, decoradas con lucecitas de Navidad.
—Hola —dijo—. Qué calor hace hoy, ¿no?
Patricia no pareció oírla, porque no contestó ni movió su cuerpo esbelto y menudo, enfundado en unos tejanos gastados, una camisa de cuadros blancos y azules y unas botas altas de goma.
Barney
gruñó sordamente y se detuvo de golpe.
Ella avanzó unos pasos más.
Patricia no estaba de rodillas junto al abrevadero, como había creído, sino inclinada sobre él y con la cara hundida en la tierra fresca y húmeda. Su brazo izquierdo colgaba hacia un lado en una extraña postura y tenía el otro pegado a la cabeza. Los dedos de aquella mano estaban tensos y se hundían en la tierra, como si hubieran encontrado algo valioso y no quisieran soltarlo.
Bajo su cuerpo, sobre el suelo adoquinado, un charco de sangre descartaba la primera impresión de que pudiera haberse desmayado o sufrido una repentina bajada de tensión.
Había sucedido algo mucho peor. Algo tan horrible que ni siquiera se atrevió a pensarlo.
Reunió valor y apartó con cuidado el cuerpo del abrevadero. No le costó demasiado porque no era mayor ni más pesado que el de una adolescente. Al moverlo, la cabeza cayó hacia un lado como si sólo estuviera sujeta al cuerpo por una cinta de seda. Había sangre por todas partes: en su camisa, en su pelo, entre las flores. Y lo que hacía que la tierra estuviera tan húmeda, era también, probablemente, sangre.
Alguien había degollado a Patricia y la había dejado en el mismo lugar en que la había encontrado, trabajando, sacando ramas de abeto y reponiendo tierra para plantar flores. Había muerto desangrada, y en su postrera desesperación había clavado los dedos en la tierra.
El aire olía a sangre.
Los pájaros habían enmudecido de consternación.
Pensó que aquel silencio ya nunca abandonaría Stanbury House. No volverían a oírse más palabras, más risas. Ni siquiera los niños volverían a jugar.
Se pasó instintivamente la mano por el vientre y se preguntó hasta qué punto afectaría a un bebé que su madre sufriera una conmoción semejante (si en aquel momento estaba segura de algo, era de que «conmoción» era la palabra más suave para describir lo que se siente al ver a una amiga degollada y desplomada sobre un parterre), y si podría perder a su pequeño por ello.
Sólo entonces se le ocurrió que la persona que había cometido aquella atrocidad podía seguir por allí. Y eso la dejó paralizada. No podía mover las piernas y lo único que oía en aquel silencio de muerte era su propia respiración, entrecortada y sin aliento.
Sábado 12 de abril - Jueves 24 de abril
Phillip Bowen se quedó atónito al constatar que nunca había sentido odio por nadie. Obviamente, algunas veces había creído odiar a alguien (a Sheila, por ejemplo, a quien, pese a todas las promesas y juramentos, siempre volvía a pillar con una jeringuilla en el brazo), pero ahora comprendía que aquellas emociones estaban más relacionadas con la rabia, el dolor, la ira o la tristeza que con el odio.
Porque odio era lo que sentía justo en aquel momento, frente a aquella casa, de la que por ahora no le pertenecía ni un solo ladrillo. Y aquel sentimiento era tan fuerte, tan intenso, que comprendió que nunca había experimentado nada parecido.
Se trataba de una construcción sencilla, sin adornos ni arabescos, de líneas claras y rectas, como él mismo la habría visualizado si alguna vez lo hubiera intentado. Tenía una planta baja y un primer piso con pequeños voladizos y ventanas de cristal ahumado. Junto a la pesada puerta de entrada, de roble, la hiedra trepaba por la fachada y se perdía en la barandilla de hierro forjado de uno de los balcones del primer piso.