—¿Sabes qué son? —preguntó.
—No tengo ni idea.
—Salidas de gas. Por lo visto, la caja está preparada para quemar el contenido si alguien intenta forzarla. ¿No te parece maravilloso? Es como una película de espías.
—¿Y cómo se las ha arreglado Joe para abrirla?
—Bueno, primero ha arrancado el panel inferior y luego los dos costados. Ha sacado los depósitos de gas y luego ha hecho algo espectacular con un estetoscopio y dos piezas largas de metal flexible, y la puerta se ha abierto.
—Genial.
—Tú lo has dicho. ¿Sabes? Su madre siempre quería que se hiciera médico. Y debo decir que la imagen de Joseph con bata blanca despotricando contra los peligros de la sobrealimentación con una hamburguesa en una mano y una cerveza en la otra me resulta encantadora. Mira, aquí tengo el contenido de la caja —anunció al tiempo que sostenía en alto una caja negra para guardar causas judiciales—. No ves nada más, ¿verdad?
Examiné el interior; parecía vacía. Estaba a punto de incorporarme y cerrar la puerta cuando distinguí algo brillante en el suelo de la caja.
—Un momento, aquí hay algo. ¿Podría pasarme un papel? Gracias. Vamos allá.
Empujé lo que parecían fragmentos de vidrio sobre el papel, aunque no me corté con ninguno de ellos. Era más bien arenilla que relucía verdosa a la luz del despacho. Alargué el papel a Jadid, cuyo rostro se iluminó a juego con el polvo verde.
—¿Qué es? —inquirí.
—Creo que es lo que mi sobrino llamaría una «pistola humeante». Vamos —instó, ayudándome a ponerme en pie—. Es hora de cenar.
Un hombre nunca puede decir «Es», tan solo «Creo que fue» y «Espero que sea». La transformación es la única constante. De la tierra venimos y a la tierra volveremos, pero sobre ella seremos informes y móviles, como el agua.
TANDU ARMAH CISSÉ,
So far, so far from home
Durante los Juegos Olímpicos de 1980, las regatas se disputaron en Pirita, un muelle situado en la bahía de Tallinn, concretamente en el extremo nororiental de la ciudad. Aun ocho años más tarde, al contemplar las zonas verdes que mediaban entre las murallas de la ciudad y la estación de ferrocarril, Voskresenyov todavía advertía las consecuencias del dinero que Moscú había enviado para embellecer la ciudad. Incluso los aparatchiki habían levantado por un instante la cabeza del comedero y permitido que parte de los recursos que manejaban fluyera hacia el noroeste a fin de presentar la mejor fachada posible a los invitados internacionales. Por supuesto, el invitado a quien más habían querido impresionar se quedó en casa, pero Voskresenyov recordaba con claridad las sonrisas radiantes de sus compañeros, sonrisas radiantes al estilo militar ruso, claro, mentón firme y sonrisa lánguida de trucha que nunca llega a alcanzar la superficie, voces roncas por el alcohol que espetan «¡Correcto!» al escuchar Radio Free Europe y el BBC World Service cantar las alabanzas de «la joya del Báltico».
Sin embargo, el proyecto de embellecimiento tuvo una consecuencia inintencionada, y es que los estonios se tornaron salvajemente orgullosos de su capital estonia, no soviética. Voskresenyov lo reconocía con claridad mientras atravesaba el barrio viejo de camino a la reunión. Después de tantos años, de tantas revoluciones y de tan pocos cambios, había desarrollado un sexto sentido para detectar la inestabilidad social.
Empiezan a suceder cosas. Una pintada cagándose en el gobierno de turno adorna un importante puente de la ciudad. Una piedra destroza una ventana de la residencia del gobernador en plena noche, aunque la calle está desierta. Antes de acatar la orden de un policía o de dar un soborno, un ciudadano vacila y se queda mirando el uniforme, porque eso es lo que ve, el uniforme, no al hombre, durante dos segundos más de lo habitual. Los documentos se traspapelan en lugar de llegar a su destino; las multas quedan impagadas; el gobernador despierta en plena noche por el olor a humo: su bandera, aún en lo alto de la asta, está ardiendo. Los presos políticos dejan de ser delincuentes para convertirse en símbolos, héroes en lugar de proscritos. Hombres grises, obesos, calvos y entrajados caminan apresurados, mientras que otros delgados y ataviados con cazadoras de cuero se toman la vida con calma. El tiempo se dobla por la mitad; un lado sigue avanzando, mientras que el otro intenta detenerlo, luego frenarlo, más tarde ocultarse tras él para al fin apartarse de su camino.
Voskresenyov percibía los inicios de aquel proceso en la mirada escéptica que un joven lanzó a sus medallas en Pühavaimu, en el arañazo de una llave que vio en el costado de un coche patrulla en Müürivahe, en el rasgueo de una guitarra procedente de una ventana en la segunda planta de un edificio de Pärnu maantee.
El barrio viejo parecía la visión americana de un amasijo de calles adoquinadas europeas serpenteando alrededor de edificios de tejado inclinado pintados en colores pastel, altos muros coronados de hierba y musgo, un castillo en lo alto de una colina. La influencia hanseática confería a la ciudad aspecto de fortaleza altoalemana, como Brujas o Danzig, de enclave civilizado, marítimo y a aquellas alturas del siglo XX, plácidamente irrelevante. Resultaba imposible amar Moscú y al mismo tiempo amar Tallinn. Uno podía hallar la energía grotesca de Moscú irresistible o inhumana, y considerar que la coquetería teutónica de Tallinn era reconfortante o tremendamente aburrida. Voskresenyov había llegado a encontrarla aburrida, aunque en tiempos había amado la ciudad y cabía la posibilidad de que volviera a amarla después de que otra revolución la transfiriera a manos de otro poder. Pasó bajo el arco de Raepteek y oyó las campanas de Pühavaimu dar las once de la mañana mientras se preguntaba qué quedaría y qué desaparecería en los años siguientes, agradecido por el hecho de poder observar desde lejos aquella futura revolución estonia.
Tomó el trolebús para recorrer el margen oriental del parque Kadriorg hasta Pirita Tee, donde subió a un autobús que atravesó los inmensos y descuidados suburbios, donde la ciudad perdía todo lustre y se tornaba soviética antes de terminar a las afueras de Keila-Joa. En cuanto se apeó oyó la cascada situada en el centro de la población y divisó el tejado de madera de la casona que se alzaba tras la cortina de agua. Detrás de la residencia empezaba un típico bosque estonio de pinos oscuros salpicados de abedules blancos que se extendía hasta la orilla del mar. Vio a una pareja de jóvenes desaparecer en el bosque cogidos de la mano. Ambos eran rubios y esbeltos, tan semejantes y de aspecto tan asombrosamente saludable que habrían suscitado sospechas en cualquier gran ciudad rusa.
Junto al lugar por el que se adentraron en el bosque empezaba una hilera de casitas de madera, de apariencia atractiva y lo bastante inocua para eludir las garras de los urbanistas soviéticos. Voskresenyov llamó a la puerta de la última y en aquel momento se dio cuenta de que desde allí podía entrever el centelleo del mar por un claro que se abría detrás de la casa.
El hombre que acudió a abrir tenía aspecto de gaviota curtida. Sacaba más de una cabeza al comandante y lo miraba desde encima de una nariz larga y fina bajo la que se asomaba una descuidada barba blanca. Uno de sus ojos aparecía lechoso por la edad y deambulaba por la órbita como una brújula estropeada, mientras que el otro era negro azabache. Ambos estaban engastados en una red de arrugas y surcos cual lagos en un mapa topográfico. El anciano se subió las mangas del holgado jersey como si se dispusiera a asestar un puñetazo y esperó a que su visitante hablara.
—¿Camarada Tiima? —preguntó Voskresenyov.
El anciano asintió, y Voskresenyov le mostró su identificación militar.
—Camarada Tiima, he venido para investigar una queja que sus vecinos han presentado contra usted. Documentación.
Voskresenyov alargó la mano y miró inexpresivo al anciano, que sacó del bolsillo un pasaporte nacional guardado en una funda de cuero sin apartar la mirada de Voskresenyov. El comandante fingió examinarlo, aunque en realidad estaba pensando en cuánto rato debía detenerse en cada página para hacer creer a Tiima que la inspeccionaba con atención. Por fin cerró el documento y se lo devolvió al anciano después de que este cambiara de lado el peso de su cuerpo por quinta vez.
—¿Puedo pasar? —le pidió.
—Depende —replicó Tiima mientras el ojo ciego desaparecía en la cuenca y el bueno se clavaba en la boca de Voskresenyov.
—¿De qué?
—De quién sea usted, del contenido de la queja y de lo que pueda pasarme si no le dejo pasar.
—Soy Voskresenyov, comandante del ejército soviético y jefe de las fuerzas bálticas. Si se niega a dejarme entrar, será culpable de obstrucción a la justicia.
El anciano arqueó las cejas con expresión cansina.
—¿Van a venir soldados a por mí?
—Ya veremos, pero que yo no sea policía no significa que no pueda detenerlo.
—Entonces será mejor que pase.
La casita olía a humo de tabaco de pipa, humo de leña, humo de carbón y brisa marina que el viento transportaba por la ventana posterior. La mezcla irritó los ojos de Voskresenyov, y el anciano sonrió al verlo quitarse las gafas para enjugarse las lágrimas.
Una pequeña victoria.
—¿Quiere volver a salir?
—No, tan solo necesito un momento para acostumbrarme. ¿Puedo sentarme?
—Como quiera, pero ¿no va a decírmelo antes?
—¿El qué?
—La queja.
—Sí, sus vecinos creen que celebra oficios religiosos aquí.
—Imposible —espetó el hombre—. Esto no es Moscú. Conozco a mis vecinos, y ellos me conocen a mí. No pueden haber dicho eso porque no es verdad.
—Aquí tengo una declaración firmada según la cual…
—Las declaraciones pueden decir cualquier cosa, pero eso no significa que sea verdad. Se puede conseguir que cualquiera confiese lo que sea.
Voskresenyov siguió hablando, la voz más alta y los labios fruncidos en lo que esperaba fuera un rictus de desprecio. Hablaba con la mirada clavada en el papel para que el anciano no viera el ansia y la codicia reflejadas en sus ojos.
—Según la cual celebra usted reuniones ilegales en su casa y que se han visto con claridad «símbolos icónicos y objetos eclesiásticos» a través de la ventana trasera. Por lo visto, el bosque que empieza detrás de su casa es un lugar muy frecuentado.
—Siempre lo ha sido. Yo mismo despejé esos senderos hace cincuenta o sesenta años. Llevan hasta el mar.
—¿Y obtuvo los permisos pertinentes para despejarlos?
El anciano hizo una mueca, sacudió la cabeza con incredulidad, aunque sin sorpresa, y guardó silencio.
—¿Podría ver la habitación del fondo, por favor? Será fácil verificar si la declaración es veraz o falsa.
—No es una iglesia —afirmó el anciano sin moverse.
Voskresenyov se levantó y miró en derredor. La casa podía tener más de doscientos años o tan solo veinte. Los detalles de madera eran demasiado refinados para ser de factura soviética, y los pocos objetos decorativos (el colorido tapiz, una pintura del sol naciente sobre el litoral báltico, una hilera de barcos tallados en madera colocados sobre la tosca repisa que remataba la estufa panzuda) eran sencillos y rústicos, más acordes con los siglos XIX y XX. Voskresenyov experimentaba un cosquilleo en los muslos y en las yemas de los dedos, como siempre que se encontraba cerca de algo que quería. Por supuesto, si se equivocaba siempre estaba a tiempo de disculparse y desaparecer, pero no se equivocaba. Incluso en la Unión Soviética, la combinación mágica de dinero y privilegios garantizaba una información precisa.
—De acuerdo con los principios nacionales y el bienestar del pueblo soviético, yo decidiré si es una iglesia o no, señor Tiima. Usted limítese a llevarme hasta esa habitación.
Objeto 12: Un cabo de color indefinido, algunos trozos podridos, 35 centímetros de longitud y ocho pequeños nudos. Uno de los extremos termina en nudo, mientras que el otro estaba atado a una placa de cobre del tamaño de un naipe y verdosa por el paso del tiempo. Se trata de un utensilio de navegación árabe conocido por el nombre de kamal, que servía para mantener una latitud concreta en una travesía conocida.
La alquimia puede incrementar el número de años que vive una persona, pero no alargar una vida de forma indefinida. Por muchas precauciones que se tomen, las vidas son del dominio público, y la gente siempre empieza a hacerse preguntas cuando un vecino, un conocido, una persona a la que ven con frecuencia o incluso (en ocasiones) un amigo no envejece. Los alquimistas no veneran a Nabucodonosor ni a Titón, sino a Mercurio, por una sencilla razón: los alquimistas escapan. Ninguno de ellos se ha hecho ni se hace famoso por su extraordinaria longevidad. Cuando su edad o su aspecto físico se tornan demasiado llamativos, se limitan a desaparecer, a desprenderse de su vida como las serpientes mudan la piel, para reaparecer en otra parte con una nueva identidad. Una brújula, o en este caso un kamal que cuenta una historia, recuerda a su portador que a la larga deberá reconciliarse con su vida y abandonarla, aunque bien es cierto que ello es distinto y mucho menos doloroso y definitivo en su caso que en el de la mayoría de la gente.
Fecha de fabricación: 7 Jumada 'I-'ula 538. En el calendario occidental, esta fecha corresponde al período de Adviento del año 1150 de nuestra era.
Fabricante: En el margen de la placa de cobre se ve la siguiente inscripción: «En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo. En tus manos obra el kamal de Yahva Rifaat al-Hashemi, artesano de Umm Qasr. Sus manos tejieron la última hebra y acabaron de moldear el cobre de esta placa el 7 Jumada T-'ula 538. Que ella traiga la bendición de Dios a quien la use y lo guíe por mares serenos y brisas suaves a dondequiera que a Dios le plazca llevarlo».
Lugar de origen: [Véase apartado anterior].
Ultimo propietario conocido: Herve Tiima, hojalatero, sastre, soldado, marino, cocinero de galera, ermitaño, sacerdote y proveedor de extrañas y no corroboradas teorías históricas.
Tiima era hijo del alcalde de Paldiski, Jaan-Uus, que escribió pero no llegó a publicar un «hexadecálogo» de novelas que contaban la historia de Estonia desde la perspectiva de una serie de olas atrapadas entre el mar Báltico y la bahía de Matsalu, que sueñan con océanos pero llevan siglos zarandeadas entre Hiiumaa y la costa occidental de Rohukula. La única ola que escapó de ese purgatorio era la protagonista de la cuarta novela, que llevó un navío danés de la corte del rey Sven hasta Hiiuma, en el oeste de Estonia, durante una tempestad invernal.