—Es moscovita, ¿verdad? —Kulin asintió—. ¡Siempre lo adivino! —exclamó el conductor, golpeando el volante con una sonrisa de oreja a oreja—. En fin, no pretendía meterme donde no me llaman. Déjeme ver otra vez la dirección. Ah, ahí es. Cruzamos el puente, y es ese pueblo de la derecha.
El puente tendido sobre el río Sir Dariá marcaba el límite de Leninabad y, de hecho, el confín de la Unión Soviética. La nieve convertía la carretera estrecha y sin asfaltar que unía aquella zona y Tashkent, situado unas tres horas al norte, en un paso muy complicado entre octubre y mayo, mientras que los bandidos garantizaban que solo un batallón pudiera recorrerla de mayo a septiembre. Al sur se alzaban los montes Pamir, al este se abría el valle de Ferghana, morada de violentas facciones regionalistas de toda índole, y más allá empezaba China. Leninabad terminaba de un modo abrupto. Edificios de lúgubre arquitectura soviética abrazaban una orilla del río, y a lo largo de la otra asomaban entre la nieve picos montañosos que parecían pájaros agolpados y se extendían hasta la lejana cordillera de Tien Shan. Una fotografía tomada desde el norte tendría aspecto de montaje, como si hubieran pegado la imagen de una ciudad sobre la de un valle.
Kravchuk señaló las nueve casitas que salpicaban la colina más cercana, dispuestas alrededor de un marronoso afluente del Sir Dariá.
—Casi todos aún viven así, en estas aldeas…
—Kishlaks.
—¿Qué?
Kulin abrió el manual de conversación para corregir su error.
—Aquí dice que kishlak significa «pueblo» en tayiko.
—Pues eso. En fin, se llamen como se llamen, desde luego son más bonitos que Leninabad.
La carretera moría al pie de la colina, y Kravchuk apagó el motor. Ambos se apearon del coche y echaron a andar juntos, pero Kulin pidió al conductor que esperara junto al vehículo.
—Por si acaso. Nunca se sabe lo que puede pasar si el coche se queda solo.
Kravchuk asintió, a todas luces satisfecho con la decisión.
—Grite si me necesita, ingeniero. Iré en un santiamén.
Kulin asintió, lo saludó con la mano y siguió subiendo la cuesta. Tres niños salieron de la primera casa por la que pasó.
—¡Ruso! ¡Ruso! —gritaron—. ¡Venid a ver al extranjero!
Para cuando llegó al centro del pueblo, los gritos habían cesado, y se vio rodeado de niños morenos y callados que lo observaban con los ojos abiertos como platos.
—Assalom u aleykum —empezó, pero de inmediato lo interrumpió una voz rasposa que hablaba en ruso.
—¿Por qué no habla su lengua materna? Nosotros la hablamos. Algunos de nosotros tenemos azotes, cicatrices y quemaduras que lo demuestran.
La voz, que poseía un deje irónico rayano en la amenaza, pertenecía a un hombre alto de rostro arrugado y penetrantes ojos verdes. Lucía un turpan a rayas multicolores sujeto con una faja a la cintura y permanecía inmóvil, sin dar la bienvenida ni pretender ahuyentar a Kulin.
—Gracias —repuso Yuri con torpeza.
Aguardó la respuesta del hombre, pero este se limitó a seguir observándolo en silencio y sin cambiar de expresión.
—Querría hablar con Porat Badhmadullaev. Tengo entendido que vive en este pueblo.
—Así es. Ahora se llama Hayi Porat. Realizó el viaje el año pasado con su hijo. Muy difícil y muy ilegal. Pero si es usted quien creo que es, entonces sin duda ya lo sabe.
—No soy de la KGB, si es eso lo que piensa. Soy ingeniero y he venido a buscar un emplazamiento apropiado para un museo dedicado a la cultura tayika, a su cultura —explicó Kulin.
Intentó esbozar una sonrisa, pero de inmediato comprendió que ese gesto le confería un aspecto débil e inestable en lugar de cálido y confiado. Su interlocutor inclinó la cabeza y la ladeó un ápice, ademán cuyo significado Kulin no alcanzó a captar.
—¿Podría llevarme hasta él, por favor?
El hombre señaló la última casa del pueblo, situada en lo alto de la colina, y se volvió sin decir palabra. A dos palmadas suyas, los niños se dispersaron. Kulin percibió numerosas miradas clavadas en él desde el interior de las moradas, pero nadie salió a saludarlo, amenazarlo ni echarle un vistazo. Al llegar a la última casa, se detuvo un instante antes de llamar a la puerta de madera.
Una voz lo invitó a pasar. Kulin empujó la puerta y entró en una casucha de una sola habitación, en cuyo centro se veía un pequeño fuego dentro de una estufa de piedra. A su alrededor se sentaban cuatro hombres, todos ellos con barba blanca y sin bigote. Llevaban túnicas y turbantes blancos, eran de rostro alargado y ojos hundidos y vidriosos. Daban la impresión de llevar siglos allí sentados, figuras intemporales curtidas por el fuego, observadores y guardianes de secretos.
—¿Busca a Hayi Porat? —inquirió uno de ellos en tayiko.
Kulin asintió. Tres de los hombres se levantaron y salieron sin decir palabra ni cambiar de expresión. El cuarto alzó la mirada y lo observó con seriedad.
—Soy Porat. Por favor, siéntese y tome un poco de té.
Dicho aquello le sirvió un poco de té flojo de un abollado cazo de aluminio en un mugriento cuenco de cerámica que le alargó con ambas manos.
—¿Le han dicho quién soy y por qué estoy aquí? —quiso saber Yuri.
—Por supuesto. Ha venido en busca de un lugar para construir un museo de cultura tayika. Me parece una elección inusual, tan lejos de la ciudad, en una zona montañosa proclive a las avalanchas y las riadas. Un emplazamiento muy poco apropiado.
De repente, Kulin se sintió incómodo ante la idea de tener que explicar la situación a Porat. El hombre que le había encomendado aquella misión le había asegurado que Porat entendía y aceptaba las condiciones del canje. Kulin no era más que un correo, un hombre elegido por su inteligencia, su anonimato, su ambición y su dominio de las lenguas regionales. Carraspeó para iniciar la explicación, pero Porat lo interrumpió con un gesto.
—No es necesario que diga nada. Conozco los verdaderos motivos de su visita. Me dijeron que traería una fotografía de Akbarjan. ¿Me permite verla, por favor?
—Hayi Porat, no sé si querrá…
Porat levantó el bastón con ambas manos e hizo añicos el cuenco de Kulin.
—Ya imagino qué aspecto tendrá y lo que le habrán hecho los suyos. Estoy preparado. Muéstreme la fotografía.
Kulin sacó la fotografía de entre dos páginas del manual de conversación y se la alargó a Porat. Mostraba a un joven tendido en una cama de hospital, con una mano sujetándole la cabeza. Tenía la piel negra y violeta alrededor de los ojos cerrados por la hinchazón. La nariz aparecía casi plana, rota por innumerables sitios, los labios partidos y tumefactos entreabiertos, dejando al descubierto la dentadura rota y ensangrentada. Daba la sensación de que lo habían sumergido en vino y le habían inflado la cabeza. Los cardenales continuaban hasta los hombros, donde terminaba la fotografía. Porat intentó contener un sollozo, pero se le escapó un suspiro tembloroso que le hundió el pecho. Kulin no se movió.
—¿De qué se le acusa? —inquirió Porat al tiempo que se erguía en la silla y se enderezaba el turbante.
—No lo sé, Hayi, pero le prometo que…
—Las promesas de un agente del gobierno soviético valen menos que el aire necesario para pronunciarlas. Pero ¿acaso tengo elección? —Kulin calló—. ¿Lo ve?
Porat se dirigió hacia un ornamentado cofre de cobre situado en un rincón.
—Estoy seguro de que le pagarán bien por las molestias que se ha tomado. Un joven como usted puede tener coches, buenos trabajos, mujeres, una buena casa para su madre… Pero cualquier privilegio que reciba tendrá menos valor que lo que se llevará de aquí. Y tenga por seguro que lo que se llevará se lo daría mil veces con tal de que me devuelvan a Akbarjan, mi hijo, mi único hijo. Akbarjan es el último descendiente varón del científico y músico samaní Ferahid. Nuestro linaje se remonta más de mil años. ¿Qué me dice de su familia? ¿Quién es usted? —espetó Porat, clavándole una mirada penetrante.
El padre de Kulin trabajaba en una fábrica de jabón y su madre era secretaria en una sección local del partido. Sus abuelos eran campesinos, y allí terminaba su linaje, de modo que guardó silencio.
—Supongo que no importa —prosiguió Porat al tiempo que abría el cofre y sacaba un paquete cuidadosamente envuelto—. A mí, a mi padre, al padre de mi padre y a todos los padres de nuestra familia nos ha llevado siglos encontrar estas flautas. Ahora son suyas. El tesoro más valioso de nuestra familia a cambio de su continuidad. Una elección dolorosa pero muy, muy fácil en el fondo.
Kulin desenvolvió el paquete y vio dos pequeñas flautas, una de oro y la otra de plata. Les dio la vuelta para verificar las inscripciones, pero Porat golpeó la estufa con el bastón.
—Guárdelas y escuche con atención. No es usted un invitado. Espero que esta noche envíe un telegrama a quien corresponda para que mi hijo quede en libertad de inmediato. Maldito sea si no lo hace. Quiero que mi hijo vuelva a casa. Y ahora váyase —ordenó, dándole la espalda aun antes de terminar la frase.
Nadie se dirigió a Kulin en el camino de vuelta al coche. Nadie salió siquiera de ninguna casa, pero en todas ellas se oía el mismo sonido, el chasqueo de desaprobación que su madre emitía cuando Kulin hacía algo mal, lo cual era cierto en aquel caso, por supuesto. El hecho de ser una pieza insignificante del asunto no representaba ningún consuelo. Llevaba toda la vida deseando viajar a la región de Ferghana. Por fin lo había conseguido, y los primeros tayikos a los que había conocido lo odiaban. O bien el hijo era un criminal y Yuri debía entregar un soborno para ponerlo en libertad, o bien lo habían secuestrado para conseguir aquellas dos flautas que ahora llevaba en la bolsa. Se preguntó por qué las flautas significarían tanto para alguien lo bastante poderoso para sacar de la cárcel a un preso y garantizar un futuro opulento a un lingüista apolítico. Sin embargo, Kulin sabía por experiencia que las preguntas tendían a ocasionar más problemas que beneficios, de modo que las desterró de su mente.
Cuando llegó junto al coche, Kravchuk estaba sentado sobre el capó leyendo un libro y tomando una cerveza. Al ver a Yuri apuró la cerveza y arrojó la botella todo lo lejos que pudo. Se hundió en el Sir Dariá con un satisfactorio chasquido.
—¿Ha tenido algún problema?
—Ninguno. ¿Qué estaba leyendo?
Kravchuk sostuvo el libro en alto y leyó el título de la cubierta. —Historia de Uzbekistán, del Comité Soviético para la Hermandad del Cáucaso y Asia Central.
Kulin conocía el libro, un cuento previsible, tedioso y típicamente soviético en el que las bondades del marxismo-leninismo salvaban a los desafortunados pueblos de Asia Central de la superstición y la barbarie.
—¿Interesante? —preguntó sin el más mínimo interés.
—Mucho. Ahora estaba leyendo sobre el hoyo de alimañas.
Muzafar Jan, un dirigente uzbeko de mediados del siglo XIX, se había hecho famoso por arrojar a sus oponentes a un profundo hoyo alfombrado de roedores, escorpiones y gusanos. De vez en cuando ordenaba a su apicultor real que añadiera un nido de avispones al mejunje. A los historiadores soviéticos les encantaban aquellos relatos y les dedicaban mucho más tiempo que al Bujara de Rudaki, Avicena y Firdusi (y por lo visto, a Ferahid. Kulin se prometió mentalmente consultar el nombre cuando regresara a Moscú).
—Hay formas mucho más limpias de resolver una disputa y desembarazarse de un oponente —comentó Kravchuk con una amplia sonrisa.
Kulin asintió con aire ausente, subió al vehículo y cerró los ojos. No reparó en que Kravchuk deslizaba la mano bajo el asiento del conductor y sacaba un objeto de metal gris. Si oyó el chasquido metálico, probablemente creyó que Kravchuk estaba ajustando el asiento. Al sentir algo frío contra la base de la mandíbula, abrió los ojos y no vio más que un cegador destello blanco.
Objeto 3: Un ney: flauta vertical de forma cilíndrica, 28,3 centímetros de longitud y 2,1 centímetros de diámetro, con seis orificios en un lado y uno para el pulgar en el anverso. Justo debajo de la boquilla se ve un sol tallado al estilo persa, así como una inscripción en farsi que dice «Oro, pero no nuestro oro». La flauta es de oro, o mejor dicho, se trata de un cilindro hueco de oro relleno de azufre en polvo y sellado en ambos extremos y alrededor de los bordes de los orificios.
El azufre amortigua los sonidos del ney, tornándolos tan pesados que casi ningún músico puede tocarlo. El hecho de que Ferahid utilizara azufre en esta flauta se descubrió porque muy pocos músicos versados lograban arrancarle nota alguna, tal como explica el historiador samaní
Ghazi Yafar Sharaf
:
«El exaltado Ismail, tras recibir de su músico Ferahid una resplandeciente flauta de oro, intentó durante largo tiempo y en vano tocar el instrumento. Exasperado, arrojó la flauta a su músico; el instrumento chocó contra uno de los pilares del castillo y de él cayó un polvo amarillento, parte del cual se derramó sobre las llamas, desprendiendo un fétido hedor. Ferahid lo defendió como "una cosa secreta y milagrosa para lograr toda suerte de transformaciones y medicinas sublimes". Acto seguido fundió varios de sus tesoros para reparar la flauta, que devolvió a Ismail, flor estival de Bujara, que quedó profundamente complacido por el gesto. Ferahid reunió al tañedor de ud y los maestros de doura y doira para interpretar con gran esfuerzo una melodía compuesta por él mismo, y el sonido que emitía el ney de Ismail se distinguía del sonido de cualquier otro como la uva más dulce de un puñado de arena del desierto».
Como tantos otros objetos en el taller de un alquimista, el ney recuerda más que interpreta; se trata de una representación de principios y una metáfora tripartita:
1. El oro, por supuesto, es un metal precioso y desde hace largo tiempo se asocia a los alquimistas (correcta o erróneamente) con la transmutación de metales insignificantes en otros de gran valor. Como tal, el oro representa la fase final del proceso alquímico, la sustancia definitiva mutada e inmutable.
2. El sol representa tanto el oro como el fuego de la transformación. Es el padre alquímico, la fuerza activa, ardiente y penetrante que impulsa el proceso.
3. El azufre, material con que Ferahid rellenó la flauta, representa los mismos principios masculinos que el sol. Según la teoría de los metales de Kabeljauw, el azufre es la «forma raíz de todos los metales. Hiede como el demonio, pero debemos comerciar con él, pues un breve conocimiento de los principios puede permitirnos triunfar sobre la perdición activa, es decir, la tentación, y la perdición pasiva de la ignorancia».