Dicho esto, se puso de pie y se marchó.
Preston lo alcanzó en la sala de estar.
—Lo tendré informado de la situación con Ryder y Andersen —le dijo.
Chapman asintió con la cabeza; mentalmente, ya había vuelto a la cena. En ese momento oyeron que se cerraba la puerta de uno de los ascensores. Se acercaron aprisa y vieron que se había detenido en el nivel más bajo, el número cuatro…, la Biblioteca de Oro. Pasaron inmediatamente al otro ascensor, y Preston pulsó el botón.
—¿Quién demonios puede ser? —dijo Preston, con gesto torvo.
La puerta del ascensor se abrió en una antesala elegante. Enfrente había un pórtico en forma de arco que conducía a despachos dispuestos a lo largo del pasillo exterior, con ventanas. Pero ellos corrieron a la izquierda, y Preston abrió una puerta de madera tallada que daba a la biblioteca y al banquete de aquella noche.
El sumiller caminaba hacia su botellero; veían su ancha espalda, vestida de esmoquin. Al oír la puerta se volvió. Vieron que llevaba en las manos dos botellas de vino tinto sin abrir.
Preston hizo un gesto seco, y el sumiller se les acercó. Aunque seguía teniendo el aspecto arrogante de antes, en sus ojos se leía un atisbo de culpabilidad. Levantó ante sí las botellas como si fueran un escudo.
—¿Qué hacías en el tercer piso? —le interrogó Preston.
—Lo siento mucho, señor. Tuve que ir a la cocina por más vino. Los caballeros son más aficionados de lo que yo había esperado. En las prisas por volver, me equivoqué de botón en el ascensor. Naturalmente, no me bajé del ascensor hasta llegar aquí.
Chapman notó que Preston se tranquilizaba.
—Sigue con tu trabajo —dijo Chapman.
El sumiller hizo una honda reverencia y se retiró. Chapman se apresuró a seguir con su cena.
Tucker y Judd estaban sentados en la sombra densa de un olivo retorcido, por encima del complejo. Mientras se limpiaban la cara y las manos y se cepillaban el pelo, estudiaban los edificios y a los quince hombres que estaban de patrulla, iluminados por las luces de seguridad del complejo. Todos llevaban fusiles M4 y observaban con atención el terreno y las colinas circundantes.
—Me pregunto cuántos hay en el edificio principal —dijo Tucker en voz baja.
—Con suerte, no nos notarán entre tantos guardias nuevos. Será una ventaja para nosotros.
—Me gusta estar de nuevo en un sitio. Se te exige menos —comentó Tucker. Revisó su Uzi, y después su cuchillo y su alambre para estrangular—. La puerta trasera tiene buen aspecto.
—Eso mismo creo yo. ¿Te animas a hacerlo?
—¿Y tú, todavía sabes montar en bicicleta?
—Como una fiera —dijo Judd.
Se echaron las Uzis en bandolera y se deslizaron sobre el vientre entre las altas hierbas y las matas de la ladera. Las piedras más pequeñas cortaban el traje de salto de Tucker. Después de detenerse en varios momentos de tensión en que los guardias miraron hacia la ladera, llegaron al borde de la meseta y se escondieron tras un seto bien cuidado.
Tras esperar a que los centinelas más próximos estuvieran mirando hacia otra parte, corrieron hasta detrás de la caseta de la piscina, y se agacharon. Judd se señaló a sí mismo. Tucker asintió con la cabeza. No le gustaba nada no ser el primero, pero había que ser realistas: Judd era más joven, más fuerte, y estaba en mejores condiciones para abatir al guardia que no tardaría en pasar por delante de la caseta.
Escuchando los pasos del centinela por el camino de mármol, Tucker siguió a Judd a gatas hasta el lado del fondo de la caseta. Judd se adelantó un poco y sacó un espejo montado sobre un largo brazo flexible. Extendió el brazo del espejo, miró por él y se lo arrojó después a Tucker; se puso de pie y sacó el alambre de estrangular.
Tucker, desde su posición baja, vio aparecer una pierna, primero, y después otra. Judd se adelantó inmediatamente, situándose justo detrás del guardia, le echó el alambre al cuello y tiró. El hombre cayó de espaldas. Se oyeron ruidos ahogados en su garganta mientras Judd tiraba de él para dejarlo detrás de la caseta. Tucker arrancó al centinela su M4 y lo esposó con bridas de plástico. El centinela abrió la boca, intentando gritar al parecer. Se resistía frenéticamente, a patadas y codazos, retorciendo el cuerpo.
Tucker se sirvió del espejo para observar si había más guardias, y después miró atrás. Judd tenía helada la cara, con gesto severo, mientras esquivaba los golpes del hombre que se debatía. Cuando el hombre quedó inerte, lo dejó en el suelo.
Lo despojaron de su ropa y de su equipo. Mientras Judd se ponía los pantalones negros y el suéter negro de cuello vuelto de microfibra del cadáver, Tucker puso al muerto el traje de salto de Judd y le embadurnó la cara y los dorsos de las manos de pintura grasa negra. Mirando cuidadosamente a un lado y otro, Tucker lo arrastró hasta el borde del complejo y lo echó a rodar hasta dejarlo bien hundido entre los matorrales.
Cuando regresó, Judd ya estaba vestido y equipado con la radio, la pistola, la linterna y la M 4 del guardia. Se colgó dos granadas de mano y consultó el aparato de seguimiento de la tobillera de Eva, que se echó después al bolsillo de los pantalones. Señaló hacia la casa, donde habría otro guardia de ronda. Después, se señaló a sí mismo.
Tucker asintió con la cabeza.
Judd se sirvió del espejo para elegir el momento de salir, y desapareció.
Tucker rodeó rápidamente la caseta. Sentado sobre los talones, vio que Judd se acercaba al objetivo siguiente caminando tranquilamente. En el momento mismo en que el guardia fruncía el ceño, Judd le clavó violentamente la M 4 en la barbilla, aplastándole la garganta. El guardia agitó la cabeza bruscamente y le asomó sangre a los labios. Mientras Tucker corría a reunirse con ellos, Judd asió al guardia y depositó silenciosamente en el suelo su cuerpo inerte.
Tucker palpó la arteria carótida del hombre.
—¿Muerto? —susurró Judd.
Tucker asintió con la cabeza.
Otearon a su alrededor. No se veían más centinelas a la vista, de momento, y no apareció ninguno en el cristal de la puerta trasera. Después de haber despojado al muerto, Tucker se puso su suéter de cuello vuelto y sus pantalones negros, que le venían holgados por una talla por lo menos, y se ciñó bien el cinturón. Judd dio los últimos toques al muerto y se lo llevó a rastras para ocultarlo cerca del otro cadáver.
Mientras esperaba a Judd, Tucker revisó la M 4 y examinó la radio… y percibió, más que vio, a alguien a través del cristal de la puerta. Adoptó una expresión formal de saludo en la cara y se volvió.
La puerta se abrió.
—¿Por qué no estás de patrulla?
El centinela era un hombre como un tronco de árbol, de pelo corto y mandíbula ancha. Le asomó a los ojos un brillo de desconfianza.
—¿Quién demonios eres…?
Tucker clavó la culata de su M4 en el vientre del hombre. Aquel golpe siempre resultaba más seguro para debilitar al adversario que el golpe a la barbilla. Cuando el hombre expulsó el aire de los pulmones y empezó a doblarse sobre sí mismo, Tucker subió la culata y le golpeó con ella en la tráquea. Al hombre le salió sangre por la boca y por la nariz. Tucker lo sostuvo, y lo llevó después a cuestas hacia la ladera, detrás de la caseta, donde estaban los demás cuerpos.
—Esto empieza a parecer una fiesta que ha terminado mal —dijo Judd.
Tucker echó al hombre a rodar por la hierba y vio cómo lo cubrían los altos matorrales.
—Vamos por Eva.
Provincia de Jost, Afganistán
Pasaba de la medianoche, y el capitán Sam Daradar caminaba a solas, con la M 4 sobre el brazo. Inspiró el dulce olor del aire de la noche en la montaña. Cuando llegó allí por primera vez, le picaba en la nariz; pero ahora no se cansaba de olerlo. A veces soñaba con trasladarse a Afganistán. Allí, la vida estaba en consonancia con los elementos, y le encontraba un sentido que no había encontrado nunca en ninguna ciudad ni en ninguna zona rural de Occidente.
Levantó la vista. Las estrellas rutilantes cubrían el cielo de la noche. Por algún motivo, el cielo le parecía demasiado vasto aquella noche. Lo invadía una vaga sensación de intranquilidad. Estudió las amplias extensiones de laderas y de montañas, donde se ocultaban aldeas remotas a las que era difícil llegar con efectivos numerosos de fuerzas convencionales. Él, con muchos de sus hombres, había pasado el día por allí, y en la población, hablando con la gente.
Aquella noche había hablado por teléfono con el mando, comunicando sus inquietudes. Pero solo había podido señalar rumores inquietos que corrían por el mercado local, y el hecho de que Syed Ullah había aparecido en la mezquita para la oración del mediodía, siendo un día entre semana, en vez de orar en su casa o por el camino, como solía hacer.
Sam dio la vuelta bajo la gran cubierta de redes de camuflaje especiales y siguió caminando ante los muros de piedra de la base secreta, de casi medio metro de grosor. Aquella base austera solo albergaba a quinientos soldados, pero bien entrenados y con experiencia. Se detuvo ante la puerta. Alzó la vista hacia la torreta de vigilancia, saludó con un gesto de cabeza y recibió otro gesto de saludo.
Procurando quitarse de encima su vaga inquietud, pasó al interior de la puerta y entró en la base. Todavía había dos Humvee fuera, vigilando, de patrulla. Debían volver al cabo de una hora. Quizá tuvieran algo para él; algo que podría no significar nada para ellos, pero que él sí entendería.
Syed Ullah, tendido sobre el vientre, miraba ladera abajo. Los dos Humvee avanzaban velozmente por una pista de tierra, por encima de un valle, a dos riscos de distancia de la población. Los faros emitían conos de luz entre la noche, con lo que resultaba fácil detectar a los vehículos. Entre los pinos de la ladera del este, por encima de la carretera, estaban sus hombres, escondidos y vestidos con los uniformes americanos, con el material americano. Su hijo Jasim y él estaban apostados al norte, en una zona despejada lo bastante alta como para tener una vista excelente a la luz de la luna.
—No estoy tan seguro como tú de que esto vaya a dar resultado.
Jasim, de veintiocho años, acababa de volver de Peshawar, y también él iba ataviado con material americano. Tenía el mismo corpachón que su padre, y una barba negra espesa, recortada lo justo para que se le erizara en vez de colgarle. Había heredado los rasgos delicados de su madre, pero la cara ya se le empezaba a curtir con la edad, con la milicia y con la intemperie. Había sido un niño hermoso, y ahora era un hombre de verdad.
—¿Qué te inquieta, hijo mío?
—En la base militar son más del doble que nosotros.
—Ah; pero nuestros hombres cuentan con lo que no tienen ellos: la sorpresa. Van vestidos como ellos, y llevarán los cascos americanos. A excepción de los que estén de guardia en la base, los americanos están dormidos o jugando con sus videojuegos. Lo único dudoso es si podremos hacer entrar a los nuestros. Y la respuesta la conoceremos pronto.
Sin apartar la vista de la carretera, le explicó lo que iba a pasar.
Ante sus ojos, los Humvee blindados entraron en la zona de ataque. El ruido de sus grandes motores resonaba en el valle silencioso. En la torreta superior de cada vehículo iba un tirador en un arnés, protegido con planchas de acero, con su ametralladora M240B inmóvil entre sus manos. Las armas cubrían un campo de casi trescientos sesenta grados, pero las planchas no encajaban del todo. Dejaban en cada esquina cuatro espacios abiertos de varios centímetros.
De pronto, se produjeron dos explosiones seguidas de conflagraciones, en sendos claros que se habían despejado recientemente entre los árboles. Uno estaba por delante de los Humvee, y el otro por detrás. Desde los claros se despeñaron dos coches en llamas hacia la carretera. Cada coche iba dejando atrás una nube de humo, y ambos emitían chispas que prendían en la hierba seca. Los Humvee estaban entre los coches que se acercaban a la carretera, los recios pinos de la ladera superior, y el barranco al otro lado.
Los enormes vehículos militares redujeron la velocidad. Los americanos sospecharían en un principio que aquello sería un mero acto de hostigamiento, que los coches en llamas atravesarían la carretera y caerían después por el barranco. Pero los hombres de Ullah habían apilado montones de piedras formando muros al borde de la calzada.
Cuando los coches se detuvieron, cerrando el paso a los Humvee, los tiradores de ambos vehículos abrieron fuego con las ametralladoras, barriendo a ráfagas ardientes los árboles y la carretera. Los troncos de los árboles reventaban; las agujas de los pinos se desintegraban. Y, por último, se hizo el silencio. Las puertas de los Humvee se abrieron despacio. Mientras los tiradores montaban guardia arriba, buscando objetivos con sus armas, los infieles saltaron con sus M4 en las manos, dirigiéndose al vehículo en llamas que tenían delante.
En aquel momento, sus doscientos pastunes abrieron fuego desde detrás de la pared de piedra y desde agujeros que habían abierto en el terreno del pinar. Fue tan rápido y violento, que los infieles que estaban expuestos en la carretera solo consiguieron disparar unos cuantos tiros, mientras los servidores de las ametralladoras devolvían el fuego con furia. Los infieles cayeron en la carretera, entre gritos y lamentos, y seis pastunes de Ullah se deslizaron entre el polvo, escalaron los costados de los Humvee y dejaron caer granadas de aturdimiento por los espacios abiertos de las torretas. Sonaron dos fuertes explosiones. Y, después, no hubo más ruido que el de sus hombres, que acudían y remataban a los infieles de tiros en la cabeza.
Mientras arrastraban los cuerpos hasta los pinos, Ullah se puso de pie. Habían sacado a los servidores de las ametralladoras, inconscientes, de sus cúpulas, y los estaban matando.
—Ven —dijo, echando a correr.
Jasim lo adelantó con un grito de alegría.
—Alabado sea Alá —dijo Ullah al llegar al campo de batalla. Recobró el aliento—. ¿Cuántos de los nuestros han quedado muertos o heridos?
Hamid Qadeer, con su uniforme del Ejército de los Estados Unidos, se puso firme para informarle.
—Solo catorce.
—Bien, bien.
El señor de la guerra caminó alrededor de los Humvee, estudiando los vehículos. Estaban sucios y tenían orificios de bala; pero aquello no tenía importancia. Los centinelas de la base militar los dejarían pasar, que era lo que a él le hacía falta.