Sam levantó la vista hacia la torreta de vigilancia y gritó:
—¿Sigue allí fuera Ullah?
El soldado Castillo se asomó para responder.
—Sí, señor. Grabaron la entrada de los Humvee en la base; pero ahora se ha vuelto a apagar el piloto de la cámara.
Sam se abrió camino entre sus hombres para llegar hasta Jasim, el hijo de Ullah, cuya alta figura estaba apoyada contra el primer vehículo, abierta de brazos y de piernas. Tenía la cara hosca. Sam levantó la mano, asió un puñado de tela de la guerrera de Jasim y se la apretó contra la garganta.
—¿Quieres que muera tu padre? —dijo, amenazándolo—. Tengo un francotirador en la torreta —añadió, mintiendo—, y con solo dar la orden, Syed Ullah será una cagada de burro. Dime qué demonios está pasando.
El joven abrió mucho los ojos, pero siguió sin decir nada.
Sam le recordó con dureza que era un pastún.
—Tu primer deber es proteger a tu familia.
Jasim, con voz entrecortada, contó los detalles del plan para invadir la base y matar a todos los soldados.
Sam se encogió de hombros con furia. Dio un fuerte empellón a Jasim, y después lo soltó. Gritó una orden a sus hombres:
—Que os diga dónde han dejado los cuerpos de los nuestros; después, encerradlo. Vamos a salir.
Sam salió de la base a toda velocidad en un Humvee. Sus soldados, en otros Humvee o corriendo a pie, se extendieron en arco sobre la llanura. Los hombres de Ullah surgían de detrás de los arbustos, de agujeros en el terreno y de detrás de los árboles y huían por el paisaje desnudo. Capturarían a la mayoría, aunque alguno se escaparía. Pero Sam tenía clara una cosa: iba a atrapar a Ullah.
Se oyó el ruido lejano de un motor que se encendía, y el Land Cruiser de Ullah trazó una amplia curva.
El Humvee de Sam, y otros dos, avanzaban dando tumbos por aquel terreno a mucha mayor velocidad que el Land Cruiser, y le cortaron el paso cuando entraba en la carretera que conducía a las colinas y a la casa de Ullah.
Sam habló con un megáfono por su ventanilla abierta.
—Abajo. ¡Todo el mundo abajo! ¡Ya!
Se bajó de su Humvee con la M 4 en la mano, y se encontró con Ullah y los otros dos en la carretera de tierra. Acudieron inmediatamente a su lado sus hombres, con las armas levantadas.
La ancha cara de Ullah expresaba sorpresa, interés, amabilidad.
—Capitán Daradar, es muy tarde para que esté usted de patrulla —dijo.
—Buenas tardes, señor Ullah. En mi Humvee hay sitio para todos ustedes. Su hijo pregunta por usted.
Cuando Ullah oyó hablar de Jasim, alzó levemente las cejas, y arrugó después la frente. El gesto fue leve; pero, viniendo del pastún, lo decía todo. Teniendo preso a su hijo, no solo estaba derrotado por una fuerza superior, sino que estaba acorralado por el código Pashtunwali.
—Deme su fusil —le ordenó Sam.
Ullah hizo girar su AK-47 con gesto airoso, esbozó una sonrisa encantadora y se lo entregó ceremoniosamente, con la culata por delante, como el vencido que reconoce una derrota… de momento.
Lo que hubiera querido hacer Sam sería pegar un tiro al condenado señor de la guerra y brindar a los periodistas la entrevista de sus vidas; pero aquello no gustaría al Gobierno de Kabul ni al tío Sam.
—Suban. Nos volvemos a la base para tomarnos un té americano.
Isla de Pericles
Hubo una leve explosión, y la puerta de la Biblioteca de Oro se deformó. Los guardias tardarían pocos minutos en entrar. A pesar del potente sistema de ventilación, parecía que el aire de la sala estaba más cargado. Mientras Eva se ponía de pie y Tucker hablaba con Jost, Judd leyó algo en los ojos de Dominó.
—¿Hay algo más?
Dominó asintió con la cabeza y apoyó la Walther en el oído de Chapman.
—Dame tu teléfono por satélite.
Chapman se llevó la mano despacio a la chaqueta del esmoquin y sacó el teléfono.
—No saldréis vivos de aquí —dijo.
Dominó, sin hacerle caso, le arrebató el aparato.
—Yo no puedo hacer esto, Judd, pero tú sí puedes. En Creta hay una fuerza de despliegue inmediato que está preparada para un desembarco rápido. Una mujer llamada Gloria Feit está esperando una llamada tuya o de Tucker. Según me han dicho, no tiene otra manera de ponerse en contacto contigo, y no sabía con seguridad si necesitarías o querrías ayuda.
Mientras sonaba al fondo la voz de Tucker, que hablaba por el teléfono, Eva alzó las cejas con sorpresa.
—¿Cómo has oído hablar de Gloria Feit?
—Ya hablaremos de ello más tarde —dijo Dominó, entregando el teléfono a Judd.
—¡Arquímedes! —exclamó Yitzhak, que se había estado paseando a lo largo de la pared. Bajó un volumen y lo abrió con emoción—. Dios santo, tienen sus obras completas.
Judd ya estaba marcando.
Gloria respondió al instante.
—Ya se ha avisado a la bahía de Souda —dijo por el aparato—. Tres helicópteros Black Hawk con equipos de desembarco por cuerda, con todo su material. Despegarán dentro de cinco minutos. Calcula que tardarán media hora en llegar. Puede que algo más. ¿Podréis aguantar?
—No nos queda más remedio —dijo Judd, y puso fin a la conexión.
Mientras Judd les ponía al día, Tucker terminó su llamada y escuchó.
—Solo
media hora es una espera muy larga —dijo Roberto con preocupación—. Puede que vuestra gente necesite más tiempo para llegar a la isla; y además, claro está, nosotros estamos aquí abajo. Muy hondos.
Judd sintió una opresión en los pulmones. De pronto, se produjo otra explosión, más fuerte que la anterior. La puerta tembló hacia el interior de la sala, y volaron hacia ellos hilos de humo.
—La mesa —dijo escuetamente Tucker.
Judd, Dominó y Tucker volcaron la mesa sobre un costado. Los vasos y los candelabros se hicieron pedazos al caer al suelo. Hicieron girar la mesa entre los restos hasta que quedó colocada frente a la puerta. Su tablero era de ocho centímetros de mármol sobre diez centímetros de madera, un escudo bastante bueno.
—Meteos detrás —ordenó Judd—. Tú, no —dijo, obligando a Chapman a levantarse de un tirón—. Eva, ocúpate tú de Roberto y de Yitzhak.
Roberto asió a Yitzhak del brazo, lo apartó de los libros y lo metió detrás de la mesa. Eva lo siguió, con la M 4 de Chapman. Volvió la cabeza para echar una mirada a Judd. Este la miró a los ojos y asintió con la cabeza. Ella le dirigió una sonrisa tensa y asintió también.
De pronto, Yitzhak se asomó por encima de la mesa.
—¡No deben dañar la biblioteca!
—¡Ahora no, Yitzhak!
Eva le obligó a bajar la cabeza, y se agachó junto a él.
—Toma tú ese lado de la puerta —dijo Dominó, señalando y corriendo—. Yo defenderé el otro.
Tucker echó a correr inmediatamente. Tal como había hecho Dominó, se situó aplastado contra la pared, con el arma dispuesta. Judd, obligando a Chapman a que se pusiera junto a Tucker, se descolgó del cinturón una granada de fragmentación.
La puerta de la biblioteca se abrió con un ruido atronador; dio contra el mármol, y se deslizó a través de la sala. Una nube de humo gris pasó sobre ellos y empezó a extenderse retrocediendo hacia la antesala. Mientras Judd tiraba de la anilla y arrojaba la granada, bien alta entre el humo de la antesala, sonaron inmediatamente disparos; las balas silbaban ciegamente alrededor de ellos en ráfagas, e iban a dar en las sillas, en la mesa, y en los libros.
—¡No! —vociferó Chapman, volviendo la vista con frenesí mientras explotaban las cubiertas doradas y caían al suelo los volúmenes. Clavó un codo en el costado de Judd, intentando liberarse—. ¡Alto el fuego! Soy Martin Chapman. ¡Alto el fuego, es una orden!
Tucker echó un brazo al cuello de Chapman y lo hizo bajar de un tirón.
La fuerte explosión de la granada en la antesala hizo temblar la biblioteca. El humo era pesado y acre. Tosieron entre el silencio repentino. Se oían quejidos al otro lado de la puerta.
Judd hizo una señal con la cabeza a Dominó. En cuclillas, con las armas levantadas, giraron sobre sí mismos y vieron los cuerpos de media docena de hombres, dispersos por el suelo de la antesala. Las paredes estaban salpicadas de sangre. Unos cuatro hombres habían perdido miembros que habían salido despedidos, y estaban sobre otros hombres, contra los ascensores y ante las escaleras.
—Vámonos —dijo Judd, poniéndose de pie y gritando hacia la biblioteca—. ¡Deprisa!
Dominó llegó rápidamente a las escaleras; se había guardado la Walther y llevaba una M4 en los brazos. Judd rodeó los cuerpos amontonados y entró en las escaleras, mientras Tucker empujaba a Chapman hacia la antesala. Oyó a su espalda una exclamación de Eva. Después, los pasos rápidos de todos lo siguieron hacia arriba.
—Me parece que nos hemos librado de diez cuando veníamos —dijo Judd a Dominó, que caminaba delante de él—. Otros seis en la antesala. Entonces, quedan unos treinta y cuatro.
—Así es.
—¿Conoces la distribución?
—En el primer piso subterráneo hay un garaje. Está más allá de la cocina, al final del pasillo. No sabrán que lo conocéis vosotros.
—Es más seguro que atravesar la casa —asintió Judd.
De pronto, se oyeron fuertes pisadas que corrían escaleras abajo hacia ellos. Judd levantó la vista y vio un número uno grande pintado en la pared de piedra, que les anunciaba que casi habían alcanzado el primer nivel inferior. Apretaron juntos el paso hacia el rellano, y en ese momento aparecieron dos hombres de seguridad.
Judd, dejándose caer tendido sobre los escalones, se arrancó una granada, tiró de la anilla y la arrojó. Dominó se echó a su lado, y los dos se cubrieron la cabeza con los brazos. La explosión, contenida en el recinto estrecho de las escaleras, fue ensordecedora. Cayó una lluvia de esquirlas de piedra y ellos se levantaron de un salto, atravesaron el humo y empujaron la puerta, que daba acceso a una cocina de alta tecnología. Al principio parecía desierta, pero Judd vio después a los cocineros y camareros, acurrucados contra una pared del fondo.
—¡Al suelo! —gritó, apuntándolos con la M 4.
Mientras los hombres y mujeres se dejaban caer, Dominó corrió a una puerta lateral, la abrió y la dejó sujeta. Se veía por ella un largo pasillo. Volviendo la cabeza a un lado y a otro, corrió por el, observando las puertas cerradas ante las que iba pasando.
Judd abrió la puerta de la cocina y escuchó. Bajaban corriendo por las escaleras más guardias de seguridad.
—¿Estáis enteros? —preguntó Tucker, mientras empujaba a Chapman para hacerlo pasar delante.
Chapman tenía una expresión férrea; los ojos le echaban chispas de indignación.
—Cuando os atrapen mis hombres, os mataré yo en persona.
Judd no le hizo caso.
—Estamos bien —dijo a Tucker—. Dame una de tus granadas. Sigue a Dominó.
Mientras se ponían en camino, llegó Eva con Yitzhak y Roberto. Estos dos jadeaban y no dijeron nada. A Judd no le gustó el aspecto de Yitzhak. La cara redonda del profesor estaba gris, y una gruesa capa de sudor le cubría la calva.
Eva dedicó a Judd una sonrisa de ánimo exagerada, y siguió guiando a Yitzhak y a Roberto hacia el pasillo.
Cuando Judd se quedó solo, se puso en cuclillas, apuntando con la M 4 al personal de la cocina mientras escuchaba los pasos que descendían. En cuanto vio el primer par de pies, tiró de la anilla de la última granada, la hizo rodar hasta el rellano, cerró la puerta y echó a correr. El ruido de la explosión lo siguió a través de la cocina. Calculó mentalmente el número de guardias que quedaban en la escalera, y concluyó que serían dos o tres. No eran muchos. Habría creído que, al oír las primeras explosiones, les enviarían a todos sus efectivos.
Cerró de un portazo la puerta del pasillo y corrió por el mismo hacia el garaje. Pensó que ya habían transcurrido al menos treinta minutos. Roberto había tenido razón. Aunque hubieran llegado ya los helicópteros, tardarían más tiempo. Tendrían que pasar diez minutos, veinte quizá, para que los equipos superaran a los guardias que quedaban y los encontraran a ellos. Procuró quitarse de encima el temor a que no fueran capaces de aguantar tanto tiempo.
Empujó la puerta. Y se quedó helado. Contempló la escena. Dominó estaba arrodillado en el suelo, sujetándose con las manos la parte superior del pecho, donde se le veía una nueva herida de bala. Tenía la chaqueta del esmoquin empapada de sangre, y la cara magullada. Tucker lo estaba ayudando a ponerse de pie, mientras Eva encañonaba con su M4 a Martin Chapman. Mientras tanto, Yitzhak estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, derrumbado sobre su grueso vientre, jadeando, Roberto, preocupado, le frotaba la espalda. Seis hombres de seguridad yacían tendidos en el suelo de hormigón, muertos o inconscientes. Así se explicaba en parte dónde estaba el resto de los hombres de Chapman.
Judd comprobó la puerta al instante. No había manera de dejarla cerrada con llave ni cerrojo.
—Nos estaban esperando —dijo Dominó con calma mientras se levantaba, con la M 4 colgándole de una mano—. Debían de contar con algún sistema de seguimiento que yo no conocía. Tucker llegó justo a tiempo.
—Buen trabajo, los dos.
Dominó asintió con la cabeza. Tucker, con el fusil dispuesto, corrió a través del gran garaje, del que se habían llevado todos los
jeeps
de patrulla, hacia las fauces abiertas de la puerta corredera del garaje. Dominó lo siguió, cojeando.
Judd tenía ahora a un tirador herido, al profesor, que parecía estar en tan mal estado que no era capaz de andar, y a Chapman, al que había que vigilar constantemente. Maldijo para sus adentros. De pronto, se sintió agotado, y advirtió que la herida de su costado le producía un dolor punzante. Se apoderó de un carro para equipajes.
—Vamos, profesor —dijo—. Vas a ir en coche.
Entregó su fusil a Roberto, levantó con suavidad al hombre mayor y lo dejó en la cuna del carro.
—Sube a bordo, Roberto —dijo.
Roberto se sentó junto a Yitzhak.
—Estás bien, ¿verdad? —le preguntó.
El profesor no dijo nada; se limitó a bajar la cabeza una sola vez. Tenía los ojos turbios de dolor.
—Tú primero, Eva —dijo Judd, mirándole al rostro crispado.
—Encantada —dijo ella—. Adelante, Chapman. Estaré detrás de ti —advirtió a este—, y me encantaría pegarte un tiro.