Al no recibir respuesta, dejó un mensaje en el contestador.
—Voy a coger el avión, querida. Solo quería decirte que te quiero.
Ella seguía en Saint Moritz, pero debía partir pronto para Atenas.
Mientras estaba contemplando el descenso del sol rojo y ardiente hacia las aguas púrpuras del golfo, se detuvo ante él su limusina. El chófer le abrió la puerta, y Chapman subió a la parte trasera, donde ya lo esperaba su maletín. Al poco tiempo iban por la carretera Jeque Zayed, rodando hacia el este entre los edificios de la ciudad, al estilo de Manhattan, mientras el desierto y el golfo, que iban oscureciendo, se extendían, llanos y austeros, a ambos lados.
Llamó a su asistente de la Biblioteca de Oro. El proyecto de Jost era tan secreto, que Chapman dirigía la operación desde allí.
—¿Cómo vamos? —le preguntó.
—Los uniformes y los equipos militares han llegado a Karachi.
Este puerto, en el mar Arábigo, tenía fama por su penetrabilidad.
—Preston lo ha llevado todo de manera impecable. La reunión de usted con el señor de la guerra se ha acordado para mañana, en Peshawar.
—¿Y la seguridad?
—Estoy trabajando en ello con Preston. Será completa.
Después de colgar, Chapman hizo algunas llamadas telefónicas más, poniéndose al día con otros asuntos y, naturalmente, dando órdenes. Por muy buena que fuera la gente que trabajaba para uno, siempre necesitaba que la dirigieran.
Cuando la limusina llegó a la zona privada del aeropuerto internacional de Dubái, el chófer lo llevó hasta el Learjet. Los motores del aparato ya zumbaban. El chófer detuvo la limusina y corrió a abrir la puerta trasera.
Chapman bajó llevando su maletín. Entregó su pasaporte al agente de aduanas que lo estaba aguardando; no esperaba ningún problema, y no lo tuvo: el agente se limitó a sellar el pasaporte. Chapman caminó hacia el avión mientras el chófer descargaba su maleta.
Había dos hombres más esperándolo al pie de la escalerilla. Uno era el piloto; el otro era el hombre armado que le había preparado Preston. Este llevaba una bolsa pequeña.
—Me alegro de verle, señor —dijo el piloto, llevándose la mano a la visera de la gorra.
—¿Algún problema?
—No. Hemos seguido sus instrucciones, y no hemos hablado con ella.
Chapman asintió con la cabeza y subió a la esplendorosa aeronave. Esta tenía amplios asientos de cuero, decoración con colores personalizados y accesorios de alta tecnología. En la última fila iba sentada la única pasajera, Robin Miller.
—Hola, señor Chapman.
Robin lo miró desde el fondo del pasillo, con los ojos verdes rodeados de cercos rojizos, con la cara congestionada de llorar. Estaba desastrada. Tenía los largos cabellos rubios revueltos, el flequillo echado hacia los lados, el suéter blanco arrugado sobre el pecho.
Él no le hizo caso, y clavó la mirada en la mochila negra que estaba atada al asiento de la misma fila donde iba ella, al otro lado del pasillo. Se llenó de placer. Después, recordó que la CIA estaba empeñada en encontrar la Biblioteca de Oro. Con un gesto brusco, indicó al guardia armado que se sentara junto al mamparo de la cabina de mando.
Mientras el piloto cerraba la portezuela y la fijaba, Chapman caminó hasta el final del pasillo e hizo girar el asiento que estaba delante de Robin para colocarlo mirando hacia ella. Fijó el asiento en posición, se sentó en él y se abrochó el cinturón de seguridad. Todavía sin decir nada, plegó las manos sobre su regazo. Ahora tenía que enterarse de hasta qué punto estaba implicada ella en los engaños de Charles Sherback.
Mientras los motores del reactor se revolucionaban, Robin miraba nerviosamente al director. El rostro de este, libre de arrugas, era severo; sus labios delgados trazaban una línea recta, y tenía los largos dedos entrecruzados sobre la chaqueta de su traje como si controlara el universo con sus manos. Y era cierto que controlaba el universo de ella, la Biblioteca de Oro.
El silencio era inquietante. Ella ya había visto en otras ocasiones hacer aquello al director, no decir nada, animando a la otra persona a romper a hablar sin más, en muchos casos haciendo revelaciones de las que se arrepentía más tarde. Se forzó a sí misma a esperar.
El avión despegó y se elevó suavemente entre la noche estrellada de Dubái. Robin miró por su ventanilla. Por debajo de ellos se extendían a lo largo de la costa las luces de la ciudad, de colores rutilantes.
Después, oyó su propia voz, que llenaba el silencio insoportable.
—¿Todavía vamos a Atenas?
Aquello parecía bastante inocuo. El plan había sido que desde Atenas llevarían el
Libro de los Espías
a su sitio en helicóptero.
—Por supuesto. ¿Por qué no me llamaste por teléfono inmediatamente para decirme que Eva Blake había reconocido a Charles en el Museo Británico?
Le hizo la pregunta con tono de curiosidad, como la haría un tío interesándose por las cosas de una sobrina a la que aprecia.
—Preston se iba a ocupar de ella.
Robin pensó en el cadáver del pobre Charles, envuelto en una lona y que habían arrojado a la bodega de carga del reactor como si fueran los trastos viejos de alguien.
El director frunció el ceño levemente. El gesto fue pasajero, pero ella comprendió que había dado una respuesta equivocada. Preston debía de haberle dicho que Charles y ella le habían ocultado la información.
—Lo importante es que tenemos el
Libro de los Espías
—dijo Robin, señalando con la cabeza la mochila que estaba al otro lado del pasillo—. Es fabuloso, más todavía de lo que dicen nuestros registros. ¿No le gustaría verlo?
Cuando Chapman tuviera entre sus manos el manuscrito iluminado, podría olvidársele que ella no había avisado de inmediato de lo de Charles.
—Después. Cuéntame lo que pasó.
Tras armarse de valor, narró cuidadosamente todo lo que había pasado en Londres, asegurándose de contarlo con precisión. Tenía la sensación de que él iba comparando cada palabra con lo que le había dicho Preston.
Cuando hubo terminado, él le preguntó:
—¿Viste el tatuaje que tenía Charles en la cabeza?
—Sí.
—¿Qué significa?
—No lo sé. Ni siquiera sabía que lo tenía.
Él asintió con la cabeza.
—¿Por qué crees que quería tener un tatuaje secreto?
—No lo sé.
—Si te afeitaran a ti la cabeza, ¿me encontraría otro tatuaje?
Robin sintió un escalofrío de miedo.
—Desde luego que no.
—Entonces, no te importará que lo compruebe.
—¿No querrá decir que me va a cortar el pelo?
—No; lo hará Magus.
El director volvió la cabeza para hablar en voz alta hacia la parte delantera del avión.
—Estoy preparado para ti.
El guardia tomó su bolsita y caminó por el pasillo hacia ellos. Robin levantó la vista hacia él con impotencia.
Magus sacó de su bolsa unas tijeras, asió un puñado de pelo y cortó. Cayeron suavemente al suelo largos mechones rubios. Asió más pelo y cortó. Y más, y más. El pelo caía alrededor de ella. Robin sintió lágrimas que le quemaban los ojos. Enfadada consigo misma, pestañeó para contenerlas.
En el avión no se oía más que el chasquido de las tijeras y el rumor lejano de los motores. Mientras Robin se retiraba pelos de la cara con los dedos temblorosos, Magus guardó las tijeras y sacó una maquinilla eléctrica a batería. Ella sintió el frío del acero que le pasaba por el cuero cabelludo. La piel le vibraba y le picaba. Los pelillos volaban por el aire. Notaba la cabeza demasiado ligera. Se sentía desnuda, avergonzada.
—¿Ves algo, Magus? —preguntó el director—. ¿Alguna palabra, números o símbolos?
—No, señor.
Magus apagó la maquinilla y la echó en su bolsa.
—Vuelve a tu asiento.
El director clavó la mirada en Robin.
—¿Te habló alguna vez Charles de la ubicación de la biblioteca?
Sus ojos eran de hielo azul. Robin, al mirarlos, vio de pronto los ojos de su padre, que eran negros, pero igualmente helados. Recordó el momento en que había comprendido que debía marcharse para no regresar nunca más a Escocia. Lo había dejado todo, se había quitado el acento escocés y había pasado primero por la Sorbona y después por Cambridge, estudiando Arte Clásico y Biblioteconomía. Se había labrado una vida propia, trabajando primero con libros y manuscritos raros en la Biblioteca Houghton de Boston, y después en la Bibliothéque Nationale de France, en París, donde había oído hablar de la Biblioteca de Oro y se había impregnado de su historia mítica. Cuanto más descubría, más quería saber, hasta que llegó el momento emocionante en que Angelo Charbonier la reclutó para que formara parte del selecto personal de la biblioteca. Allí había conocido a Charles, y había creído que había encontrado un hogar, después de haber peregrinado durante diez años.
—Charles no habló nunca de la ubicación de la biblioteca —le dijo ella con frialdad.
—¿Lo desvela el tatuaje de Charles? —le preguntó el director.
—Ya le he dicho que no sé qué significa ese tatuaje.
—¿Sabes dónde está la Biblioteca de Oro?
—No. No se lo pregunté nunca a Charles; pero, en cualquier caso, no creo que él lo supiera. Yo no intenté enterarme por medio de nadie. Va en contra de las reglas.
Él volvió a asentir con la cabeza, aparentando que la respuesta le agradaba.
—Recuerda el viejo proverbio latino: «Lo que fue amargo de soportar, es dulce de recordar». Has validado tu postura, y volverá a crecerte el pelo. Ahora, tengo asuntos de que encargarme. Ve a la parte delantera del avión y siéntate cerca de Magus.
Ella se llenó de temor, a pesar de estas palabras. Tenía la sensación de estar condenada, y condenada, paradójicamente, por el tatuaje de Charles. Si el director había sido incapaz de confiar en Charles, que parecía amar a la biblioteca más que a su propia vida, ¿cómo podría confiar en serio en ella, que había estado enamorada de Charles de una manera tan evidente?
Había cometido un inmenso error…, no al enamorarse de Charles, sino al relacionarse con la biblioteca en un primer momento. Cuando comprendió lo que debía hacer, se le secó la boca. Debía volver a marcharse, como se había marchado del lado de su padre. Cuando el Learjet aterrizara en Atenas, debía buscar el modo de escapar.
Roma, Italia
Judd seguía a Yitzhak, Eva, Roberto y Bash por el interior del oscuro túnel de tierra. Mientras avanzaban, los zapatos se les encenagaban y se les hundían, les patinaban y les resbalaban por la estrecha cornisa embarrada que transcurría a tres palmos por encima del nivel del agua. A medida que transcurría el tiempo, aquel recinto producía claustrofobia, y el estruendo de la corriente se volvía opresivo.
Judd, después de ordenar a todos que se detuvieran y guardaran silencio para dejarle escuchar, comprobó de nuevo la situación a su espalda. Había transcurrido media hora y seguía sin haber indicios de persecución. Volvieron a emprender el camino a paso lento. Roberto respiraba con dificultad.
—¿Cómo vas, Roberto? —pregunto Judd en voz alta, hablando por encima de los hombros que tenía delante.
—Estoy tembloroso, pero bien.
—Cuando quieras tomarte un descanso, avísanos.
Roberto asintió con la cabeza; después, preguntó con inquietud:
—¿Cómo crees que es de profunda el agua, Yitzhak?
—No hay manera de saberlo —respondió el profesor.
Después de hacer una pausa, añadió:
—Eva, ya es hora de que nos expliques qué está pasando.
—Si os lo explicara, solo serviría para poneros en más peligro.
—Cuando salgamos de aquí, Bash os llevará a Roberto y a ti a un médico privado que sabrá callar —dijo Judd para tranquilizarlo—. Después, cuando hayan tratado a Roberto, os buscará un lugar donde estar escondidos. No volváis a casa hasta que el médico os diga que no hay peligro. Él tiene su propia labor que hacer, de modo que no contéis nada a nadie de él… ni de nosotros.
El profesor se lo pensó.
—¿Quién eres tú, Judd? —preguntó por fin—. ¿Quiénes sois Bash y tú?
—Lo único que necesitas saber por el momento es que estamos ayudando a Eva. Hice venir a Bash y a un par de personas más para que nos sirvieran de apoyo.
A Yitzhak se le endureció la voz.
—En la cocina, Angelo dijo que él podía ser un
patrocinador
de la Biblioteca de Oro. Miembro del club de bibliófilos. ¿Qué significa eso?
—Eso es otra cosa de la que deberías olvidarte —le dijo Eva.
El profesor titubeó.
—Me pedís mucho; pero haré lo que me decís.
Mientras seguían adelante, la luz de sus linternas ponía al descubierto la Roma antigua incrustada en las paredes de tierra: fragmentos de cerámica, puntas de lanza, trozos de losas de mármol y pedazos de ladrillo. Hicieron un alto para que descansara Roberto, y emprendieron de nuevo su arriesgado viaje.
Cuando oyeron correr ratas, Bash dijo:
—Alguien me dijo que las ratas del subsuelo de Roma son del tamaño de gatos.
Llevaba el monopatín contra el pecho, a baja altura, rodeándolo con un brazo.
Yitzhak se rio por lo bajo.
—Has estado tomando copas con gente indeseable —dijo.
—No me gustan las ratas —reconoció Bash—. ¿Es que hay alguien a quien le gusten las ratas, si no es a los locos de los laboratorios?
—A mí me inquietan más las criaturas albinas —dijo el profesor para chincharlo.
—¿Ratas albinas? —dijo Roberto. Se apoyó con la palma de la mano en la pared. Después, se miró la mano embarrada.
—Sí, pero no están aquí; están en la Cloaca Máxima —dijo Yitzhak—. En cualquier caso, no nos hace falta llegar tan lejos. Para los que no lo sepáis, la Cloaca Máxima no es una alcantarilla corriente; es un gran río veloz de mierda. Se construyó hace dos mil quinientos años, pero Roma la sigue utilizando. Cualquiera que quiera entrar en ella sin peligro debe cubrirse hasta el último centímetro con botas, guantes, traje de buzo y mascarilla.
—Ojalá lo hubiera sabido —dijo Eva—. Me habría traído el traje de neopreno.
—Me recuerda a una endodoncia que me hicieron una vez —dijo Bash—. Salió mal.
—La peste es memorable —prosiguió Yitzhak—. Un aroma a barro, gasoil, heces y cadáveres en descomposición. Cadáveres de ratas.
Bash soltó un quejido.