La biblioteca de oro (57 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—Yitzhak —exclamó Roberto, corriendo por el borde de la sala y pasando por delante del sumiller.

El sumiller contemplaba la escena abriendo desmesuradamente los ojos. Era un hombre de sesenta y tantos años, con arrugas marcadas y gruesa nariz roja; se apreciaba su afición desmedida al vino.

—Chist —le advirtió Yitzhak.

Roberto se dejó caer al suelo junto al profesor. Preston miró hacia ellos, y Eva le tiró una patada a la pierna.

Preston retrocedió y la apuntó con su pistola.

—¡Arriba! —le gritó.

Judd advirtió que varios de los hombres de esmoquin se tambaleaban. Los que estaban más próximos a la mesa se apoyaban en ella.

Chapman también lo notó. Extrañado, miró la fila de hombres que tenía a izquierda y derecha.

A dos les fallaron las rodillas y cayeron.

—¿Qué demonios…? —dijo el de más edad. Se llevó la mano a la frente y se derrumbó.

—Maldita sea —exclamó otro, mirándose la mano con que empuñaba la pistola. Le temblaba sin control.

Dos más se esforzaban por mantenerse de pie. Por fin, los tres cayeron al suelo.

—El coñac… debía de estar envenenado —dijo el más joven a Chapman. Eran los dos últimos que seguían de pie. Ambos volvieron las pistolas hacia el sumiller.

El sumiller sacó la mano que tenía apoyada en el corazón, y, en ella, una Walther de nueve milímetros. De un solo movimiento regular, disparó dos veces. Una bala dio al hombre más joven en la cabeza, y la otra destrozó a Chapman la mano con que empuñaba la pistola.

Chapman, tambaleándose, cogió la M 4 con la otra mano.

Al mismo tiempo, Preston apartó a Eva de un empujón y echó a correr a lo largo de la pared cubierta de libros, apuntando al sumiller. Antes de que este pudiera volverse para disparar, Preston descargó un tiro que atravesó el hombro del sumiller. Judd, desde el otro lado de la sala, metió una ráfaga de tres proyectiles en el pecho de Preston.

Preston se quedó paralizado. Una expresión de furor se marcó en sus rasgos aristocráticos al ver la sangre que se le extendía sobre el corazón. Avanzó dos pasos más.

—No sabéis lo que hacéis —dijo—. Hay que proteger los libros…

Se derrumbó de frente, sobre el rostro, con los brazos flácidos a los costados. Relajó los dedos, y el fusil le cayó con ruido metálico al suelo de mármol.

El sumiller, haciendo caso omiso de Chapman, corrió hasta Preston y se apoderó de su pistola.

—Buen tiro, Judd, Gracias —dijo. Palpó la arteria carótida de Preston, mientras a él mismo le corría la sangre por la chaqueta.

—¡Idos todos al infierno! —gritó Martin Chapman mientras apuntaba a Judd con la M 4, con el dedo pálido en el gatillo.

Judd apuntó.

—¡No! —gritó el sumiller desde donde estaba agachado—. ¡Necesitamos a Chapman vivo!

Nadie se movió. Chapman frunció el ceño, apuntando con su arma a Judd, que lo tenía apuntado a su vez. Parecía que la sala vibraba con la tensión.

Después, Chapman desarrugó el ceño. Le asomó un brillo a los ojos y habló con tono más cálido.

—Judd, has de saber que tu padre siempre había albergado la esperanza de que tú llegases a ser miembro de nuestro club de bibliófilos.

Señaló con un ademán ampuloso de su mano libre ensangrentada la gran extensión de libros enjoyados.

—Estos también pueden ser tuyos. Piensa en la historia, en la misión que heredamos tu padre y yo. Es sagrada. Ahora que Brian ha muerto, nos faltan tres miembros. Únete a nosotros. A Jonathan le habría agradado muchísimo.

Eva, a espaldas de Chapman, lo había estado observando. Judd, que aparentaba tener la vista clavada en Chapman, vio que Eva se estaba quitando los zapatos.

—¿Sagrada? —repuso Judd—. Lo que tenéis aquí no es una misión. Es un egoísmo horrible.

Eva, en calcetines, cruzó corriendo el suelo de mármol, con la cabellera negra al aire, los ojos entrecerrados. Se arrojó hacia delante, sobre el vientre, y se deslizó en silencio bajo la mesa del banquete.

Chapman dedicó a Judd una sonrisa irónica.

—Como dijo John Dryden, «Los secretos son armas afiladas, y no deben tocarlos los niños ni los necios». A ti se te crio enseñándote a apreciar el valor inmenso de esta biblioteca tan notable. Nadie puede cuidarla, estimarla, mejor que nosotros. Tienes la responsabilidad de ayudarnos…

Eva, incorporándose, arrojó los hombros contra las corvas de Chapman. Este vaciló, y cayó por fin con un gruñido, dándose un gran golpe contra el suelo. Perdió la M 4. Soltó una sonora maldición, e intentó recuperarlo a toda prisa.

Pero Eva lo recogió y rodó sobre sí misma, y Judd, Tucker y el sumiller cayeron sobre ellos. Los cuatro rodearon a Chapman, apuntándolo con sus armas.

Chapman, enrojecido, se cubrió con la mano sana la mano ensangrentada, que apoyaba a su vez en la pechera plisada de su camisa de esmoquin, y miró a su alrededor a sus compañeros caídos, y después, volviendo la cabeza, el cadáver de Preston. Por último, levantó la vista con rabia. En los ojos se le leía una furia profunda y un resentimiento extraño.

—¿Quién eres? —preguntó al sumiller.

—Llámame
Dominó
—dijo el sumiller con voz ronca. Tenía la cara ancha, y era bajo y fornido—. El Carnívoro te envía recuerdos —añadió—. Tengo la orden de recordarte que ya te advirtió de sus reglas. Después, debo quitarte de en medio.

—Todavía no estoy muerto, gilipollas. ¿Qué les has hecho?

—Ácido gamma-hidroxibutírico, GHB. Insípido, inodoro e incoloro. Una droga que usan los violadores. En el coñac, por supuesto, en el de la botella
nueva
. Se despertarán dentro de unas horas, con fuertes dolores de cabeza. Os he estado oyendo hablar. Dinos lo que va a pasar en Jost, en Afganistán.

—¿Por qué os lo iba a decir?

Judd no tenía idea de lo que quería decir Dominó; pero lo había enviado el Carnívoro, y aquello le bastaba. Las cuatro armas se movieron levemente, apuntando a la cabeza de Chapman.

—¡Dínoslo! —dijo Judd.

Chapman miró sucesivamente las armas.

—¿Y qué gano con decíroslo?

—Quizá salgas vivo, como un hijo de perra con suerte —dijo Judd—. Pero si tenemos que matarte ahora, tampoco tendrá importancia. Tus amigos se despertarán, y alguno de ellos hablará.

Chapman parpadeó despacio. Después, se sentó en el suelo y contó la historia de una mina de diamantes olvidada en Afganistán y de un señor de la guerra que iba a eliminar a los combatientes talibanes para que se cerrara la base militar y Chapman pudiera comprar aquella tierra.

—Ya es demasiado tarde para hacer nada al respecto —concluyó Chapman—. La acción se está produciendo ahora mismo. Además, en último extremo nos beneficia a todos. De hecho, beneficia a todo el mundo. No os interesa detenerla.

—¡Condenado estúpido! —explotó Tucker—. ¿Crees que puedes fiarte de las promesas de un señor de la guerra? Solo hará lo que le parezca que le interesa más. Las cosas pueden salir de una docena de maneras distintas, y ninguna nos va a gustar. Lo que es peor, los Estados Unidos mantenemos esas bases secretas porque Kabul nos necesita. Esto podría hacer caer el gobierno y hacer estallar otra guerra sangrienta. ¿Dónde hay un teléfono por satélite? —preguntó, recorriendo la sala con la vista.

Mientras Dominó le entregaba uno, se oyó un golpe sordo en la puerta. Los guardias ya debían de haberse abierto camino hasta la antesala y se disponían a acceder a la biblioteca por la fuerza. Volvió a reinar la preocupación en la sala.

—Puede que dispongan de algo más potente que las M4 —dijo Judd, escuchando.

Tucker asintió con la cabeza y se puso a marcar números en el teclado del teléfono, mientras los demás seguían en silencio, atrapados.

CAPÍTULO
74

Provincia de Jost, Afganistán

Sam Daradar empezaba a notar el frío penetrante de la noche de Jost. Estaba plantado ante la ventana abierta de la torreta de vigilancia, con los soldados Abe Meyer y Diego Castillo. Inspeccionó las luces de los faros de los Humvee que se veían a lo lejos y que venían hacia ellos uno tras otro. Entre la noche oscura daban impresión de soledad y de peligro.

—¿Alguna señal de problemas? —preguntó Sam.

—No, señor —dijo Meyer—. Todo tranquilo, como de costumbre.

—Llámalos por la radio.

Meyer encendió su aparato.

—Teniente, el capitán quiere hablar con usted.

Sam Daradar pulsó el botón de su propia radio.

—¿Por qué se han retrasado?

Se oyeron por la radio toses en el Humvee.

—Perdone, señor. Creo que me estoy resfriando. Hicimos un reconocimiento adicional por la Punta de los Contrabandistas. Tuve una corazonada y quise comprobarla; pero no había nadie allí ni en el valle.

El teniente hablaba con una voz tan tomada, que resultaba casi irreconocible.

Sam maldijo para sus adentros. Lo que menos le convenía en esos momentos era que se extendiera una enfermedad por la base.

—¿Han visto algo en alguna otra parte?

—No, señor. Todo tranquilo como una tumba.

El hombre carraspeó.

—Quiero un informe completo cuando lleguen —dijo Sam, y cortó la conexión.

—Voy a salir —dijo.

Bajó de la torreta y pasó ante los sacos terreros que estaban apilados contra el muro. Allí cerca estaban los barracones Sea Hut donde se albergaban los comedores y el Centro de Operaciones Tácticas, y, más allá, los otros, tipo Butler Hut, donde dormían sus hombres. Se desactivó el cierre de la puerta, y esta se entreabrió lo suficiente para que él pudiera salir al exterior.

Caminando aprisa por la zona iluminada, llegó a la oscuridad y redujo el paso. Esperó a que se le acostumbraran los ojos a la penumbra, y recorrió con la mirada las tierras altas que ascendían hasta convertirse en colinas, y, después, las montañas de altas cumbres. A su izquierda estaba la población. Apenas distinguía su silueta general. Había algunas luces. Nada fuera de lo común. La luz de la luna iluminaba los arbustos y los grupos de árboles de las proximidades de la base. Se había levantado un viento que suspiraba. Sam buscó movimientos con la vista, escuchó los sonidos, olfateó en busca de olores. Estaba retrocediendo al siglo XVI tanto como los demás habitantes de la región.

Dio media vuelta y se apresuró a volver al interior de la base y a subirse a la torreta. Cuando volvió a apostarse tras la ventana, advirtió un movimiento que procedía de la población. Era un vehículo de algún tipo; la luna iluminaba su superficie plateada. Era raro que no tuviera encendidos los faros.

Se puso unos prismáticos de infrarrojos y miró por ellos. Maldición: era el Toyota Land Cruiser de Syed. Mientras lo observaba, el vehículo se detuvo y se apearon tres personas, Ullah entre ellos. Hablaban entre sí, mirando hacia la base. Después, uno se llevó algo al hombro y apuntó con ello. Sam miró atentamente. Parecía una cámara de cine. ¿Qué demonios estaba pasando?

Cuando los Humvee estaban a unos cuarenta metros de la base, mandó abrir las puertas.

Sonó la radio. La cogió, esperando que sería el teniente, para decirle que también él había visto a Ullah.

En vez de ello, oyó la voz de un desconocido que le decía:

—Capitán Daradar, le paso con Tucker Andersen, de la CIA. Tiene una información importante para usted.

Un instante después, sonó una voz fuerte que anunció:

—Aquí, Andersen. Tengo que contarle una cosa. Abreviaré.

Sam lo escuchó con inquietud creciente.

Cuando Andersen hubo terminado, Sam dijo:

—No se han producido ataques en la población ni en ninguna de las chozas que se ven desde aquí. Ahora vuelve a la base una patrulla. He hablado hace un rato con el teniente, y me dijo que todo estaba en calma también por estos parajes. Pero Ullah está en la llanura, aquí cerca, con otras dos personas, y parece como si estuvieran grabando la base en película. Puede que sea el equipo de noticias pakistaní del que le habló a usted su informante.

—¿Conoce usted en persona a Syed Ullah?

—Todo lo bien que puede conocerlo una persona de fuera.

—¿De qué es capaz?

—De cualquier cosa —respondió Sam sin vacilar.

Puso fin a la comunicación, y ordenó escuetamente al soldado Meyer:

—Dé la alarma. Quiero a todos los hombres en sus puestos, y los demás, aquí. Cierre la puerta en cuanto hayan entrado los Humvee.

Mientras sonaba con estrépito la sirena de alarma y se transmitían las órdenes por los altavoces, Sam tomó su fusil de asalto y bajó aprisa de la torreta. Se apostó muy por detrás de ella, en un punto que no se veía desde la puerta. Los Humvee se detendrían en una zona bien iluminada, de tierra apisonada, ante él. A los pocos segundos acudieron a su lado un teniente y un cabo.

—¿Qué pasa, señor? —preguntó el teniente.

—Todavía no lo sé —dijo Sam. Tenía la sensación de que ya conocía la respuesta, pero esta no le gustaba—. ¿Algunos de los hombres tienen resfriados o infecciones por virus?

El teniente y el cabo negaron con la cabeza.

—Ya me figuraba que no. Puede que me equivoque, pero no podemos correr ningún riesgo. Creo que en esos Humvee pueden venir hombres de Ullah.

Sam dio instrucciones al teniente.

Cuando fueron llegando más soldados, el teniente ordenó a la mitad que se quedaran con Sam, y corrió con los demás hasta el otro lado de la puerta, donde también quedarían ocultos a la vista.

Los Humvee entraron en la base con rugido de motores. Sam se asomó por el borde de la torreta para mirarlos. Los tiradores que iban en las cúpulas llevaban uniformes y cascos del Ejército de los Estados Unidos. Iban con la cabeza baja sobre sus ametralladoras, como si dormitaran. Sam no les veía la cara, y los que iban en el interior tampoco resultaban visibles a través de los vidrios oscuros. Pero los vehículos tenían orificios de bala recientes. Las puertas se cerraron tras los Humvee con ruido metálico.

Sam hizo una señal y cuatrocientos soldados plenamente equipados, armados y con chalecos antibalas salieron en tropel, con tal rapidez que los servidores de las ametralladoras apenas tuvieron tiempo de levantar la cabeza antes de que los arrancaran de las torretas y los desarmaran. Era una exhibición abrumadora de fuerza, hilera tras hilera de fusiles de asalto que apuntaban a los Humvee desde todos los ángulos posibles.

No hubo ningún movimiento durante unos instantes. Después, se abrieron las puertas y salieron más hombres con uniformes del Ejército estadounidense, con M4 militares en las manos, que llevaban levantadas sobre las cabezas. Todos eran afganos. Los soldados estadounidenses les quitaron las armas de las manos y las pistolas de los cinturones.

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