—Me preocupan los rumores de que hay talibanes por aquí hoy —le dijo Sam.
—Ah; de modo que es a eso a lo que debo el honor.
—Y de que se está preparando algún tipo de acción, con talibanes o sin ellos.
Los talibanes eran principalmente pastunes, y tanto unos como otros eran, al igual que los de Al Qaeda, musulmanes suníes. En un país en que los hombres que tenían las armas reinventaban su lealtad a cada nuevo poder que iba llegando, era inevitable que hubiera en sus filas antiguos combatientes talibanes y de Al Qaeda. Hasta el propio Ullah se había declarado talibán en tiempos, hasta que los talibanes habían prohibido el tráfico de drogas cuando habían tomado el poder en el país. A partir de entonces, habían sido enemigos suyos.
—La culpa es de Pakistán —dictaminó el señor de la guerra—. Deberían impedir que los talibanes cruzaran la frontera. Los inventaron ellos.
—Estoy de acuerdo; pero ni Pakistán ni Afganistán lo consiguen —dijo Sam con suavidad—. Sé que usted no quiere más que lo mejor para su pueblo. Cuénteme lo que está pasando.
Ullah alzó las espesas cejas negras, y le tembló el grueso bigote. Le apareció en el rostro una expresión de inocencia absoluta.
—No he oído nada —dijo el señor de la guerra—. No dude que le llamaré si me entero de algo, aunque solo sea un rumor. ¿Quiere más té?
Los hombres que estaban en la mezquita de la población se pusieron de pie, se inclinaron y volvieron a ponerse de pie, concluyendo así la oración del mediodía. La sala estaba llena de un espíritu de veneración del que Ullah se enorgullecía. Era su mezquita; él había pagado hasta el último ladrillo y azulejo.
Pero entonces, el mulá del turbante blanco y el rostro joven, de barba bien recortada, mandó a todos que se sentaran. Los fieles se acomodaron en sus esteras de oración. Ullah soltó un suspiro y bajó el cuerpo, cruzando las piernas.
El mulá estaba de pie ante ellos con su vestidura negra, larga y suelta, con un Corán entre las manos.
—Cuando el Profeta y sus compañeros fueron a la yihad, llevaban banderas negras, porque la guerra no es cosa buena —dijo—. Hoy día, cuando vamos a la yihad, no debe ser porque queramos luchar, sino porque nos vemos obligados a luchar por el islam y por la libertad de Afganistán. Pero esa tarea corresponde al Ejército y a la Policía, no a los ciudadanos particulares.
Ullah acomodó mejor el trasero, soltando un quejido para sus adentros.
—No hay más Dios que Alá, y nuestra vida en la Tierra es servirle solo a Él —siguió diciendo el mulá. Miró fijamente a Ullah—. Pero el ser humano es débil; y hay mulás imprudentes con ideas equivocadas que han desobedecido las leyes del Corán y han enviado a la gente por caminos peligrosos. Estas luchas entre unos musulmanes y otros, y contra Occidente, son por el poder, no por Alá. Alá no quiere que nuestro pueblo mate. Hace mucho tiempo, el mundo musulmán sufrió los ataques de la Cruzada de los cristianos, que querían hacer desaparecer del planeta todo el islam. La yihad era entonces una guerra de supervivencia, un último recurso. Alá nos enseña que la mayor yihad es la lucha interior de cada uno de nosotros por el alma, la yihad del corazón. El corazón es un lugar sagrado, y debemos procurar siempre no hacernos daño unos a otros, jamás.
Cuando hubo concluido el sermón, Ullah, haciendo caso omiso del mulá ostensiblemente, tomó su AK-47 y caminó hacia la salida, seguido de cerca por sus dos guardias. Se dijo para sus adentros, con desagrado, que aquel mulá era nuevo y muy joven. Todavía le faltaba mucho que aprender acerca de lo que decía verdaderamente el Corán.
Por delante de él, salía también de la mezquita el jefe de la base avanzada, Sam Daradar. El militar debía de haber llegado tarde y se habría quedado en el fondo. Ullah redujo el paso, dejando que se adelantara. Después, salió al umbral y vio cómo se subía Daradar a un Humvee. Se saludaron con gestos de la cabeza y con sonrisas.
Ullah esperó con impaciencia mientras uno de sus hombres iba corriendo por el coche. Pero, cuando llegó el Toyota Land Cruiser plateado, advirtió una expresión extraña en el rostro de su conductor.
Frunciendo el ceño, subió al asiento del pasajero; el otro guardia pasó al asiento trasero y profirió inmediatamente un leve sonido en el fondo de la garganta. Ullah se volvió al instante. Tendido en el suelo del coche estaba Sher Chandar, con su turbante talibán negro a su lado y rodeado de su
shalwar kameez
y su chaleco, como las alas del ángel de la muerte.
—En marcha —ordenó el jefe talibán.
—Debería haberte matado hace mucho tiempo —gruñó Ullah.
Cuando el vehículo hubo adquirido velocidad por la calle, saltando sobre los baches, Chandar se rio e indicó el camino. La calle se convirtió en una pista de tierra y, más adelante, en una senda que los conducía ladera arriba, alejándose de la casa de Ullah. Cuando empezaron a bajar por la ladera opuesta, habiendo perdido de vista la población, la base militar y la casa, Chandar se incorporó en el asiento, recorrió con la vista las estribaciones montañosas desnudas y dio más instrucciones.
Regresaron, trazando un amplio círculo, hacia la parte trasera de la finca de Ullah, y descendieron por fin, dando tumbos, a una vaguada profunda por donde transcurría un pequeño arroyo que regaba una extensión amplia de cipreses y de pinos. El señor de la guerra se intranquilizó: aquel bosque era donde debían reunirse sus hombres aquella misma noche.
Chandar ordenó que se adentraran entre los árboles y que detuvieran el Toyota junto a las cajas americanas, que estaban cubiertas de lonas negras. Media docena de hombres con turbantes negros aparecieron de entre la espesura, como si se hubieran materializado, apuntando con fusiles de asalto. Hombres de Chandar.
—Apaga el motor.
Cuando los hubo rodeado el silencio, Chandar señaló el montículo de cajas.
—¿Un regalo para los talibanes?
Ullah no dijo nada.
—Hay un cambio de planes —le dijo Chandar—. Sé lo que ibais a hacer esta noche. No mataréis a los lugareños…, algunos son talibanes. En vez de ello, tus hombres se pondrán los uniformes americanos y se armarán con las armas americanas, como esperaban. Una vez disfrazados de ese modo, podrán acceder al interior de la base militar. Y allí matarán a todos los infieles.
A Ullah se le secó la garganta.
—No es posible —dijo.
Chandar rio por lo bajo.
—Tú tienes un poco más de imaginación que todo eso. Tus periodistas pakistaníes lo grabarán desde lejos. Creerán que los americanos están en guerra unos con otros, por una rencilla tribal como las que tenemos aquí. Eso te proporcionará la publicidad que necesitas para conseguir que se cierre la base. Eso es lo que quieres, ¿no?
Ullah soltaba maldiciones para sus adentros.
—Esos infieles americanos no cuentan con la bendición de Alá —siguió diciendo Chandar—. Nosotros hemos trabajado contigo en estos últimos años. Tú nos has hecho favores. Nosotros te hemos hecho favores. Si Kabul se enterara de nuestros tratos…
Dejó la frase sin concluir, pero Ullah comprendió inmediatamente la amenaza. A pesar de toda su debilidad, el Gobierno de Kabul todavía tenía dientes. Si se enviaban allí las tropas suficientes, podrían borrar de la superficie de la tierra a su familia y a él.
—Los americanos harán investigaciones —alegó Ullah—. En lugar de ello, te ofrezco un compromiso. Dejaré ilesos a todos los lugareños que quieras.
—No basta. Queremos la muerte de los soldados americanos. La orden procede directamente del sur de Waziristán.
En otras palabras, de Al Qaeda.
Ullah volvió la cabeza para echar una ojeada al rostro pétreo de Chandar. Después, recorrió con la vista a los seis hombres armados que lo apuntaban inflexiblemente con sus fusiles.
El problema era que, aunque hubiera matado a Chandar cuando tuvo la ocasión, habría ocupado su lugar otro, que habría venido a asesinarlo a él. No había manera de vencer en aquella lucha. Cuando hubo llegado a esta conclusión, sintió un momento de alivio. El plan de Chandar podía llegar a dar resultado.
—Haré lo que queréis, si vosotros os prestáis a ayudarme más tarde —decidió—. Los americanos me van a comprar el terreno de la base militar para poner en marcha un negocio. Todavía no sé en qué consiste. Necesito que me garanticéis su seguridad.
—Si está bien pagada…
Ullah sonrió.
—Por supuesto. Bien pagada.
Una vez concluido su trato de negocios, el jefe talibán bajó del coche y se reunió con sus hombres en la arboleda. Y desaparecieron.
—A casa —ordenó Ullah.
Volvía a oler mentalmente de nuevo el dulce aroma del cordero que se asaba en la cocina. El plan nuevo empezaba a gustarle, lo que le permitiría disfrutar de una buena comida.
Mientras volvían a la casa dando un rodeo, sonó su teléfono vía satélite. Atendió la llamada, y oyó la voz de Martin Chapman. Él lo saludó en pastún.
—¿Va todo según lo planeado? —le preguntó Chapman.
—Por supuesto —le aseguró tranquilamente el señor de la guerra, pensando en los infieles que morirían—. Será una gran noche, para mayor gloria de Alá.
Atenas, Grecia
Mientras entraba por la ventana una brisa fresca, Judd estaba sentado con Eva y Tucker a la mesa de la habitación del hotel, con el ordenador portátil de Eva ante los tres. Estudiaban las fotos y la información geográfica que les había facilitado la NSA sobre la isla sin nombre donde podía estar alojada la Biblioteca de Oro.
Había riscos rocosos, anchos valles y colinas onduladas. La isla tenía veinticinco kilómetros cuadrados de hermosa naturaleza virgen, a excepción de unas plantaciones de frutales y una meseta en su parte sur sobre la que se alzaban los tres edificios que había descrito Robin.
—La biblioteca podría estar en el edificio grande —dijo Eva—. Pero si viven allí veinte personas todo el año, ¿dónde se alojan? No parece lo bastante grande.
Judd repasó las fotos pequeñas que aparecían en la pantalla hasta que encontró tres en las que se veía la meseta en ángulo. Trabajando rápidamente, amplió las imágenes y eligió la mejor. Tenía una resolución excelente; se apreciaban detalles de hasta quince centímetros. Todas las fotos se habían tomado hacía solo una hora.
—Cuatro pisos subterráneos —anunció Tucker—. Esto responde a una de las preguntas. Lástima que los cristales sean oscuros. No hay manera de ver el interior.
—Ahora se entiende. Apuesto a que la biblioteca está allí abajo en alguna parte. Sería lo óptimo para evitar la luz del sol y controlar la humedad, la temperatura, etcétera.
Ya habían visto guardias armados de patrulla en
jeeps
(treinta hombres, dos en cada vehículo) por las pistas de tierra que recorrían la isla y que daban acceso a sus zonas más remotas. Judd se centró en una de las parejas.
—Fusiles de asalto M4. No se andan con bromas. ¿Reconoces a alguien, Tucker? —le preguntó, mostrándole una foto tras otra.
—No; son todos desconocidos —dijo Tucker—. Mira alguna de las playas. Vamos a ver qué otras medidas de seguridad tiene la isla.
Judd picó en una foto y la fue ampliando cada vez más.
—Ahí están tus cámaras de seguridad, Tucker. Y mira: detectores con sensor de movimiento y de calor.
—Estupendo.
—Hemos visto ardillas y aves. ¿No dispararían las alarmas de los detectores? —preguntó Eva.
—El sistema se puede programar para que no se active con la fauna silvestre —explicó Judd.
Analizaron las demás playas y los acantilados que rodeaban la isla, y encontraron por todas partes la misma protección estricta.
—Es una fortaleza —dijo Eva con voz de desánimo.
Judd se centró en el muelle, donde estaba atracado un carguero. Había hombres que transportaban cajas al barco.
—Están cargando algo —dijo Eva, mirando atentamente—. Me pregunto qué significa esto.
—¿Habéis visto perros guardianes, alguno de los dos? —preguntó Judd, mientras se acomodaba en su silla, quitándose de la mente el dolor de la herida de bala que tenía en el costado.
Ambos negaron con la cabeza.
—Ya es algo. De acuerdo; vamos a centrarnos en el acantilado que está por debajo del complejo.
Estudiaron las fotos.
—Muy empinado —dijo Tucker—. Yo diría que tiene al menos ciento cincuenta metros de altura. Si intentásemos escalarlo, sería imposible esquivar las cámaras y los detectores.
—Tienes razón. Vamos a comprobar la parte superior de la meseta.
Judd amplió más fotos en las que se apreciaba la piscina, una zona de merendero y una antena parabólica. Un jardinero regaba las plantas de un patio exterior, y una mujer disponía cubos de pelotas en las pistas de tenis. Dos pistas de tierra que procedían del este y del oeste convergían al norte del complejo y se convertían en una carretera de hormigón de dos carriles que transcurría hacia el sur, pasaba junto a la antena parabólica y descendía bajo el flanco este de la casa principal. Allí, en la extensión llana contigua a la casa, había una montaña de cajas y de cajones. Unos hombres las cargaban en un camión. Judd siguió la carretera hacia el este y vio que no solo se desviaba hacia el norte, sino también hacia el sur, hasta el muelle.
—Esto no me gusta —murmuró. Seleccionó fotos del exterior de los edificios.
—No hay monitores —dijo Tucker—. Debieron de figurarse que nadie que representara una amenaza iba a poder acercarse tanto. Céntrate en las ventanas de la planta baja de la casa grande.
Judd así lo hizo. Los ventanales rodeaban toda la planta baja del edificio, para ofrecer las vistas del mar. Altos paneles de vidrio estaban abiertos al aire. Vieron en el interior de la sala principal a dos mujeres maduras con faldas y blusas blancas, que llevaban bebidas en bandejas.
—No hay indicios de Preston —dijo Judd—. Ni tampoco de Yitzhak ni de Roberto.
Advirtió entonces que había más cajas apiladas contra la parte trasera del edificio.
Amplió las fotos, centrándose en las cajas. El montón era tan alto y tan ancho que parecía una pared. Junto a las cajas, esperaban muebles cubiertos con sábanas.
Tucker se acercó a la imagen.
—Dios mío, están recogiendo las cosas para mudarse. Mierda.
—Puede que mañana ya se hayan marchado —asintió Judd—. Podríamos perder la Biblioteca de Oro.