—Están aquí para eliminar las actividades ilegales, y en general se comportan bien. Por desgracia, existe un grave problema.
La cámara encuadró la base militar, con sus grandes focos encendidos dentro y a su alrededor, envuelta en las redes especiales que se extendían como un gran toldo hasta mucho más allá de los muros. Por encima de las redes había noche oscura; por debajo, luz como la del día. Era una imagen dramática que ilustraba el ingenio técnico de los infieles y su temible capacidad para engañar al mundo.
—¿Su Gobierno nacional conoce la existencia de esta base? —preguntó el reportero.
—Kabul lo ignora por completo —mintió el señor de la guerra.
—Dijo usted que había un grave problema. Háblenos de ello.
—Es una historia triste —se lamentó Ullah, abrazando su fusil—. Los americanos se quejan de las diferencias entre nuestras tribus, pero ellos también tienen las suyas. En el deporte, la política, la religión… y los negocios. No olvidemos que su tasa de asesinatos es una de las mayores del mundo. Uno de mis hombres oyó por casualidad a un soldado americano que hablaba con otro, en una población gobernada por otro general. Ellos tienen también su base secreta en las montañas. Esos soldados están muy enfadados con los que tenemos aquí. Lamento decirles que todos ellos se dedican al contrabando de drogas y a la exportación de heroína. Como sabrán, es un negocio muy lucrativo —comentó, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Los otros soldados tienen pensado asesinar a los de aquí, esta noche, porque les han estado quitando el negocio.
—¿Ha informado usted a Kabul?
—¿Qué pueden hacer ellos? Aquí mando yo, y en la otra población manda otro general. No podemos hacer nada contra las armas de los americanos, que son muy superiores. A mí solo me queda poder contárselo al mundo, con la esperanza de que no vuelva a suceder nunca una cosa así. Es una tragedia —suspiró.
El reportero desconectó su micrófono.
—¿Lo has grabado todo, Ali?
El cámara asintió.
—¿Cuándo vamos a la base? —preguntó el reportero a Ullah.
Ullah miró hacia las colinas y señaló con su AK-47 los faros de dos vehículos. Su hijo Jasim iba en el primero, acompañado de Hamid Qadeer, que hablaba perfecto inglés con acento americano.
—Ya salen de las montañas —les dijo—. Esos dos vehículos son Humvee americanos. Mi informante dijo que habría unos doscientos soldados en total. La llegada de los Humvee quiere decir que los demás ya están en posición. En cuanto los Humvee estén dentro de la base, su plan consiste en matar en silencio a los soldados de la torre de vigilancia y abrir las puertas. El resto será inevitable. Suban a mi coche. Los acercaré. Debemos ir despacio y sin luces. Podrán filmar la acción desde el exterior; y, cuando haya terminado, serán los primeros en dar constancia de los resultados de la terrible matanza.
Isla de Pericles
Todos los reunidos en la Biblioteca de Oro observaban a Preston, que estaba de pie delante de la puerta, con su M4 y sus gruesas toallas de baño, escuchando un mensaje por su radio. Ante los ojos de Eva, se acercó a Chapman y le habló en silencio al oído.
—Caballeros, puede que tengamos visitas —anunció Chapman con agrado—. Sacad las pistolas.
Los hombres pusieron rápidamente las armas sobre la mesa, junto a los manuscritos iluminados. Aunque resultaba evidente que habían bebido, tenían las manos firmes y se movían con autoridad. Eva consideró que tenían también un trasfondo de entusiasmo. Tenían verdadera impaciencia por disparar sus pistolas.
Eva cruzó una mirada de inquietud con Yitzhak.
El sumiller se adelantó con botellas de coñac. Sirvió primero en la copa de Chapman, terminando la botella, y abrió después una botella nueva para llenar las copas de los demás hombres.
Mientras el sumiller volvía a su botellero, todos miraron a Chapman.
Eva y Yitzhak ya habían respondido correctamente a siete de las ocho preguntas del torneo. La emoción competitiva de los hombres que rodeaban la mesa de banquetes casi se podía palpar mientras aguardaban el último desafío, el que propondría el director, Martin Chapman.
—Jesús de Nazaret, llamado el Rabino y, más tarde, Jesucristo, nacido entre el 7 y el 2 antes de nuestra era y muerto entre el 26 y el 36 de nuestra era —dijo Chapman—. Jesús fue líder de un movimiento apocalíptico, sanador por la fe, agitador de masas y, con Juan el Bautista, fundador del cristianismo. Los estudiosos concuerdan en que los cuatro evangelios canónicos que narran su vida (los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan) no fueron escritos por ninguno de los primeros discípulos ni por testigos de vista, aunque lo más probable es que se redactaran en el primer siglo después de su muerte. Vuestro desafío consiste en encontrar en la biblioteca el texto donde Jesús dice a uno de sus discípulos que «superará» a los demás y que aprenderá «los misterios del reino».
Eva no recordaba ninguna de las dos citas. Miró a Yitzhak, y este sacudió la cabeza con inquietud. Se apartaron para estudiar la lista. Había tres posibilidades. La primera era la Biblia Vulgata de san Jerónimo, de principios del siglo V. La segunda era la
Vetus Latina
, que se recopiló antes de la Vulgata. La tercera era más antigua todavía, un libro cuyo título, traducido, equivalía a
Los evangelios viejos
. Leyeron las descripciones.
—Intenta engañarnos aludiendo a Mateo, Marcos, Lucas y Juan —susurró Yitzhak.
Eva había llegado a la misma conclusión.
—¿Crees que estará en el libro gnóstico de Judas?
El único texto conocido del Evangelio de Judasse había escrito mil setecientos años atrás, se había descubierto de forma fragmentaria en el desierto egipcio, en 1945, y se había reunido y traducido del copto en 2006, que era cuando lo había leído ella.
—Eso creo.
—Entonces, la única posibilidad es el tercero,
Los evangelios viejos
, aunque es anterior a los gnósticos.
—Deslúmbralos —dijo él, con un brillo de ira en los ojos.
Eva se volvió hacia la mesa. Las copas de coñac arrojaban destellos. Los hombres la observaban con miradas calculadoras.
Hizo una pausa.
—En el Nuevo Testamento, Judas Iscariote traiciona a Jesús ante los romanos por treinta monedas de plata —dijo por fin—. El Evangelio de Judas dice precisamente lo contrario: que la idea es de Jesús, y que este pide a Judas que lo haga, para que puedan sacrificar su cuerpo en la cruz. Si Jesús pidió a Judas que hiciera tal cosa, en efecto, es lógico que pudiera haberle animado diciéndole que «superaría» a los demás discípulos, y que aprendería «los misterios del reino». Por lo tanto, la cita es de
Losevangelios viejos
. Según la lista que se nos ha entregado, el libro contiene bastantes, entre ellos los de Santiago, Pedro, Tomás, María Magdalena, Felipe… y Judas.
¿Tenía razón? No era capaz de leer nada en el rostro de Chapman. Yitzhak ya caminaba a lo largo de la pared. Eva lo siguió, pasando ante una sección dedicada al Corán y a otras obras islámicas antiguas. Junto a estas se guardaban las biblias y la literatura cristiana.
Yitzhak miraba fijamente un manuscrito cubierto de oro batido. Tenía en el centro un diseño sencillo, de topacios azules pequeños que formaban la silueta de un pez. Yitzhak tomó con precaución el viejo libro y se lo llevó a Chapman.
Eva sentía una opresión en el pecho. Se forzó a sí misma a respirar.
—Maldita seas —dijo Chapman, tomando el libro—. Tienes razón.
Los evangelios viejos
es un original, escrito en pergaminos, que Constantino el Grande mandó reencuadernar y cubrir de oro a principios del siglo IV. Es pregnóstico; se redactó en el siglo I de nuestra era, en la época en que se estaban recopilando los libros de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Podría afirmarse que es tan correcto como el Nuevo Testamento.
Acarició el libro.
—Este libro tiene un poder considerable. Refuta el mito del cristianismo monolítico, y demuestra lo diverso y lo apasionante que fue en realidad el movimiento en su etapa temprana.
Hubo una salva de aplausos entusiastas… dedicados a Chapman, no a Eva y Yitzhak. Chapman puso de pie sobre la mesa el manuscrito iluminado, junto a su pistola, y le dedicó una sonrisa.
Los hombres alzaron las copas de coñac.
—Buena pregunta, Marty —dijo uno.
—Eso, eso.
Bebieron.
Chapman, después de tragarse el coñac y de dejar su copa en la mesa, miró a Eva y a Yitzhak frunciendo el ceño, e hizo una señal por detrás de su silla a Preston.
El jefe de seguridad acudió a su lado inmediatamente, con la M 4 en una mano, las toallas en la otra.
—¿Ya? —preguntó Preston—. Con mucho gusto.
Preston dejó el fusil de asalto apoyado contra la mesa y se sacó la pistola de la funda que llevaba al cinto. Los hombres tenían la vista clavada en él, mientras avanzaba con las dos toallas hacia Eva y Yitzhak.
—La Secta de los Asesinos en su época moderna —dijo Yitzhak, retrocediendo—. Para eso son las toallas. Servían para cubrir los orificios de entrada y salida de las balas, para controlar las salpicaduras de sangre.
Judd, Tucker y Roberto corrieron por el pasillo silencioso, hacia las escaleras. Judd vio al momento que ambos ascensores descendían. Dejándolos atrás, abrió de un tirón la puerta de las escaleras y oyó fuertes pisadas que descendían desde lo alto y resonaban en las paredes de piedra. Hacían un ruido como el de un batallón.
—¡Corred!
Judd, seguido de Tucker y de Roberto, se abalanzó escaleras abajo hasta el cuarto nivel y miró por el cristal de la puerta, que daba a una antesala formal. Se coló por la puerta, sujetando el fusil de asalto con ambas manos, seguido de cerca por Tucker. Por allí no había nadie.
Tucker sacó a Roberto de las escaleras de un tirón, cerró la puerta, le echó el cerrojo y metió al hombrecillo en un rincón, junto a un armario alto, donde no estaría a tiro.
Judd señaló con la cabeza una enorme puerta de madera tallada.
—La Biblioteca de Oro —dijo.
Pero, antes de poder asaltarla, todavía tendrían que hacer frente a los equipos de seguridad que llegarían en los ascensores.
—Eso parece —asintió Tucker.
Judd echó cuerpo a tierra, mirando a uno de los dos ascensores. Tucker se tendió frente al otro. Apuntaron con sus M4.
El primer ascensor que llegó fue el de Tucker. Iban en él cuatro guardias. Tucker los barrió con una ráfaga de fuego automático, produciendo un gran estrépito. Los guardias, totalmente sorprendidos, no tuvieron tiempo de apuntar.
Mientras los guardias del primer ascensor intentaban apoyarse unos en otros y en las paredes de la cabina, empezaron a abrirse las puertas del ascensor que cubría Judd. Esta vez, los disparos empezaron a sonar desde dentro de la cabina, pero iban apuntados a media altura, hacia un supuesto enemigo que estuviera de pie. Judd respondió al fuego inmediatamente, barriendo los cuerpos de los cinco hombres. Estos se tambalearon y se derrumbaron, con ríos de sangre en el pecho. El aire se llenó de un desagradable olor metálico.
Judd y Tucker se adelantaron de un salto y dejaron bloqueados los dos ascensores.
Roberto ya estaba ante la gran puerta de madera de la biblioteca, con los ojos muy abiertos y mirada de determinación.
—No entres ahí —le ordenó Tucker con voz cortante, desde el otro lado de la sala.
Al otro lado de la ventana de la puerta que daba a las escaleras apareció un guardia que tiró del picaporte, intentando abrir. Había otros guardias detrás de él, en los escalones que subían. El guardia vio a Judd y a Tucker. Mientras disparaba a través del cristal, ellos echaron a correr. Las balas levantaban esquirlas en las paredes y rompían espejos.
Cuando Judd y Tucker llegaron hasta Roberto, se produjo un silencio repentino; estaban fuera del alcance visual del guardia, que tardaría pocos segundos en forzar la puerta. Cuando volvieron a silbar las balas, Judd cruzó una mirada con Tucker. Tucker se puso delante de Roberto y aprestó su fusil de asalto.
Judd entornó levemente la pesada puerta tallada; advirtió inmediatamente que tenía un núcleo de acero macizo, bisagras invisibles y mecanismo neumático. Era una puerta de sala acorazada. Imposible atravesarla con disparos de una M4, y no tenía una cerradura que se pudiera forzar.
Pasaron al interior, agachados, empuñando las armas. Mientras Tucker echaba de golpe los pestillos de la puerta a su espalda, cerrando el paso a los guardias, Judd vio las ocho pistolas con que les apuntaban unos hombres que estaban de pie alrededor de una mesa grande de comedor. Inspeccionó rápidamente la sala.
A la derecha estaba un sumiller asustado, encogido ante un botellero, con la mano dentro de la chaqueta de su esmoquin, sujetándose el corazón. Más allá, ante la misma pared, estaba agachado Yitzhak, con la calva empapada de sudor. Eva estaba cerca de él, tendida en el suelo, desmadejada. Cosa extraña, ambos iban vestidos de esmoquin. Preston levantó la pistola con la que apuntaba a Eva para dirigirla hacia Judd y Tucker. Llevaba pantalones vaqueros y una chaqueta de cuero negra, como la última vez que lo había visto Judd, y dejó caer dos toallas que llevaba en la mano.
—Judd, ¡qué sorpresa tan agradable! —estaba diciendo Martin Chapman—. Creí que no volvería a tener el gusto de verte.
Alto y elegante, estaba de pie ante la mesa del banquete, con la espesa cabellera blanca suelta, un brillo de burla en los ojos azules, apuntando con calma con su pistola.
Judd clavó la mirada en el antiguo amigo de su padre.
—¿Eres tú el que mandó matar a mi padre? Hijo de perra.
Mientras lo invadía una oleada de furia, sintió que Tucker lo contenía poniéndole una mano en el brazo.
—La verdad es que Jonathan se lo hizo a sí mismo —dijo Chapman—. Yo intenté convencerlo para que no lo hiciera; pero ya sabes lo cabezota que podía llegar a ser. No era razonable en absoluto. Lamento que lo hayamos perdido. Todos lo apreciábamos mucho.
Hizo una señal con la mano que tenía libre a los demás hombres que estaban alrededor de la mesa. Estos salieron y se pusieron en fila a ambos lados de Chapman, sin dejar de apuntar con firmeza a Tucker y a Judd.
Judd estudió a los hombres, ataviados con ropa cara de etiqueta. Todos medían un metro ochenta o más, y sus edades iban desde poco más de los cuarenta hasta algo menos de setenta años. Perfectamente arreglados y con cuerpos fuertes y atléticos, tenían un aire inconfundible de orgullo y de confianza. Su semejanza resultaba estremecedora.