—Intento imaginarme la escena.
—Pues si consigue imaginársela, tiene mucha más imaginación de la que imaginaba —replicó la cordobesa orgullosa de su juego de palabras—. Faltaba el aire, la oscuridad era absoluta, el calor asfixiante, sudaba como un pollo y los alaridos de Irma y los gruñidos de Kramer se mezclaban con el rugir de los aviones que pasaban a baja altura. Por suerte pronto comenzaron a roncar, se levantaron casi a media mañana y desayunaron en silencio, pero al salir aquel hediondo gusano me agarró con fuerza el trasero y comentó que cuando volviera sabría lo que era bueno.
—¿Qué dijo Irma?
—Nada, y eso era una mala señal porque hasta aquel momento no había permitido que nadie me pusiera la mano encima.
—Supongo que eso la inquietó… —comentó el otro.
—¡No diga sandeces! —le riñó la cordobesa visiblemente enfurruñada—. «Inquietud» no es una palabra que tenga cabida en tiempos de guerra; sería como comentar que le molesta que se le haya roto una uña en el momento en que un obús acaba de arrancarle las piernas. Puede decir que estaba aterrorizada, horrorizada, acojonada o cagada de miedo, pero nunca «inquieta» porque suena trivial y diría que hasta cursi.
—¡Perdón una vez más!
—Empiezo a cansarme de perdonarle, pero lo pasaré por alto porque lo que importa de aquella asquerosa noche, en la que me vi obligada a hacer mis necesidades en una cacerola porque no podía pasar al baño, se centró en que Kramer había llegado con una gran cartera de piel, pero a la mañana siguiente se había ido sin ella, y al comprobar que no estaba en el comedor ni en el dormitorio, deduje que Irma la había guardado en el arcón de hierro. Era cosa sabida que los miembros de las SS que trabajaban en los campos de exterminio «escamoteaban» parte de las joyas y el dinero de los ejecutados, lo cual constituía un grave delito porque se suponía que ese botín pertenecía al Estado. Durante mi estancia en Auschwitz se había llevado a cabo una investigación que envió a algunos celadores al paredón o al frente de batalla, pero a aquellas alturas, con los rusos pisándoles los talones, nadie estaba en condiciones de investigar, por lo que de igual modo deduje que Kramer había traído objetos de valor y le había pedido a Irma que se los guardara.
—Mucho debía de confiar en ella —fue el corto comentario.
—Eran tal para cual, y en cuanto Irma se fue al pueblo en busca de víveres y dispuse de tiempo para abrir el cofre, comprendí los motivos: aparte de una enorme cantidad de dólares, libras o francos suizos, la cartera contenía la llave y la clave de una caja fuerte en un banco de Zúrich y unos treinta diamantes de considerable tamaño. Cuando los prisioneros ricos llegaban a los campos de concentración, se les obligaba a tragar un purgante y sentarse en una escupidera hasta que expulsaban los diamantes que se habían tragado, y como a los ejecutados se les solían aflojar los esfínteres en el momento de la muerte, a menudo aparecían algunos entre los excrementos del suelo de las cámaras de gas. Con los que contenía aquella maldita cartera Irma y Kramer podrían subsistir cien años en Argentina.
—¿Por qué supone que habrían ido a Argentina? —inquirió puntilloso Mauro Balaguer—. Existían muchos destinos posibles.
—Porque ya disponían de pasaportes y visados que les permitían la entrada; «oficialmente» serían el profesor Otto Haschke y su hija Hanna, una preciosa pelirroja de la que nadie sería capaz de imaginar que hubiera roto nunca un plato.
Su interlocutor permaneció unos momentos como anonadado, alargó la mano, arrojó a una maceta el agua que quedaba en el vaso y lo rellenó con un chorro de coñac porque aquella revelación era mucho más cruel de lo que nunca hubiera imaginado y por primera vez necesitaba un trago.
Al fin se decidió a preguntar:
—¿Se está refiriendo a la muchachita que Irma mandó ejecutar en Ravensbrück?
—La misma.
—Pero entonces…
—Resulta evidente que no estaba interesada en ella, sino en averiguar detalles sobre su familia, su pasado, dónde había vivido y quiénes habían sido sus amigos. Tenía en su poder una gran cantidad de fotos y documentos de Hanna porque de todas las prisioneras que habían pasado por los campos de concentración era la que más se le parecía y comprendió que le bastaría con teñirse el pelo para hacerse pasar por ella. Sabía que su padre, el respetado profesor Otto Haschke, era viudo, había nacido en Dresde, cojeaba desde niño y debido a su animadversión hacia las ideologías nacionalsocialistas lo habían ejecutado en Mauthausen mientras Hanna era enviada al campo de trabajo de Ravensbrück. Irma y Kramer disponían de su documentación y les constaba que estando muertos jamás los reclamarían por suplantación de identidad; de ahora en adelante serían un cojitranco pero intachable profesor de pasado antinazi y su encantadora hija.
—O sea, ¿que llevaban tiempo planeando la huida? —inquirió el editor a sabiendas de que se trataba de una pregunta obvia.
—Mucho y a conciencia; contaban con una detallada «hoja de ruta» a través de Austria e Italia, donde embarcarían con destino a Buenos Aires y con una gran cantidad de nombres, números de teléfono, lugares de reunión e incluso las sumas que deberían pagar a cada contacto del camino. Su destino final era un enorme caserón a orillas de un lago de la Patagonia, y a mi modo de ver una agencia de viajes no lo hubiera organizado mejor ni más concienzudamente.
—Me deja de piedra —reconoció él—. Aunque a estas alturas debería estar acostumbrado porque no para de hacerlo.
—¡Pues imagínese cómo lo estaba yo con aquella fortuna y aquella información en la mano! —replicó con su peculiar desenfado la anciana—. Mi primera intención fue arramblar con todo y largarme, pero calculé que no contaba con suficiente ventaja porque Irma debía regresar a la mañana siguiente. Entre los documentos se encontraba el salvoconducto que me acreditaba como intérprete de las SS, lo que sin duda me conferiría una cierta facilidad de movimientos, pero en contrapartida haría que fuera localizable, y tras pensármelo mejor decidí dejar las cosas como estaban esperando que no pasara nada hasta la vuelta de Kramer.
—Se arriesgaba a que la matara —le hizo notar Mauro Balaguer—. Si pensaba huir, usted se convertía en un estorbo y en un peligroso testigo por muy lejos que se escondiera.
La cordobesa asintió varias veces, pero acabó por extender las manos con las palmas hacia arriba como si pretendiera señalar que eso era lo que había y no se podía elegir.
—¿Y quién le limpiaría la casa, le plancharía la ropa, la despiojaría y le tendría preparado un baño caliente y la mejor comida de Bergen—Belsen cuando llegara hambrienta, hedionda y agotada de tanto matar gente? —inquirió en un tono que parecía indicar que había tomado la decisión consciente del peligro que corría—. La conocía lo suficiente como para saber que me dejaría vivir porque el hecho de poseerme no solo como amante, sino sobre todo como sirvienta, cocinera y casi esclava, le permitía imaginar que disfrutaba de un estatus social superior al de sus compañeras. Si se deshacía de mí, tendría que mudarse a la residencia de celadoras, ducharse con agua fría y cenar coles hervidas, por lo que me lo jugué todo a una carta. Yo salía todos los días al bosque a recoger leña con la que calentarle el agua y hacía milagros en la cocina, por lo que la lógica me dictaba que mi ejecución se mantendría en suspenso, ya que en tiempos de penuria cada cual se aferra a lo poco que tiene.
—De tiempos de penuria entiendo bastante —admitió él—. Durante años imaginé que los había dejado atrás, pero los políticos se han encargado de recordármelos y al plantearme el incierto futuro de mis hijos lamento no haber dejado este mundo cuando aún creía que tenían futuro. Ahora me duele comprobar que se lo han robado.
—¿Y de qué se extraña? —replicó hoscamente la dueña de la casa—. Si se molesta en hacer un breve recorrido por la historia, comprobará que de cada dos generaciones los políticos le han robado el futuro por lo menos a una, aunque los de ahora ni siquiera tienen la grandeza de los tiranos que me arrebataron el mío; estos son mentecatos de tercera fila incapaces de pegarse un tiro en la cabeza.
—Mejor dejamos el tema porque podríamos pasarnos años hablando de los políticos sin llegar a nada —masculló el editor, y era algo de lo que estaba plenamente convencido—. ¿Cuánto tiempo esperó a sabiendas de que vivía con una espada de Damocles sobre la cabeza?
—Sobre la cabeza teníamos ahora algo peor que una espada, querido; teníamos la amenaza de cientos de aviones porque se había hecho público que la comunidad judía exigía al Estado Mayor aliado que bombardeara los campos de exterminio, especialmente Auschwitz, Dachau, Mauthausen y Bergen—Belsen, arrasando sus crematorios y sus cámaras de gas.
—¿Pretende hacerme creer que los propios judíos estaban pidiendo que se aniquilara a su gente? —se sorprendió él—. Cuesta aceptarlo.
—Pues así era, y no carece de una cierta lógica porque la comunidad judía alegaba que sacrificar a los miles de prisioneros que se encontraran en su interior, y que de todos modos estaban condenados a morir, se vería compensado por el hecho de que los nazis ya no podrían gasear a más judíos en esos campos, y al carecer de la infraestructura necesaria para eliminar a tantos en poco tiempo, cesarían las deportaciones. Según ellos, el Tercer Reich tenía demasiados problemas en los frentes de batalla como para reconstruir las cámaras de gas o emplear unos trenes que necesitaba el ejército para transportar condenados a muerte a cientos de kilómetros de distancia con el fin de exterminarlos en masa.
—Bombardear a unos para que otros consigan sobrevivir suena terrible incluso dentro de esa lógica —admitió Mauro Balaguer—. Pero, pensándolo bien, las cosas no han cambiado porque estamos viendo cómo al intentar huir del hambre y la sequía las madres somalíes se ven obligadas a abandonar por el camino a los niños más débiles con el fin de salvar a los más fuertes.
—Todo se ha reducido de nuevo a una mera cuestión de geografía —le recordó ella—. Pero como yo no sabía que los aliados se habían negado a efectuar tales bombardeos, cada vez que escuchaba las sirenas temía lo peor porque las torres de cremación constituían un magnífico punto de referencia y un blanco perfecto. —Hizo una larga pausa y cuando volvió a hablar, su acompañante advirtió uno de aquellos pequeños matices que le permitían prever que se avecinaba un cambio de actitud, y así fue porque al fin comentó—: Fue entonces cuando tuve mi primer golpe de suerte desde el maldito día que atravesé esa puerta rumbo a Berlín; una enfermera vino a buscar ropa limpia y los enseres de aseo de Irma porque acababa de sufrir un aborto, había perdido mucha sangre y los médicos la mantenían ingresada.
—¿Hijo de Kramer…?
—O del mismísimo demonio, ¿qué más da? Debía de ser su tercer o cuarto aborto, espontáneo o provocado, que eso no puedo asegurarlo, y lo extraño era que no hubiera tenido cien dada la desmadrada vida sexual que llevaba cuando aún no existían los actuales anticonceptivos. Lo consideré una señal divina, ¡ya iba siendo hora de que me enviara alguna!, y esa misma noche, en cuanto sonaron las sirenas y se apagaron las luces, me escabullí por el tragaluz de la cocina porque a unos doscientos metros de la trasera de la casa comenzaba el bosque.
Guardó de nuevo silencio, dejó escapar un sonoro bostezo, se puso en pie casi de un salto y señaló:
—Y ahora me voy a la cama porque estoy agotada y lo que viene a continuación es largo. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Se alejó con su rápido paso habitual y su decepcionado acompañante no pudo hacer otra cosa que apagar la grabadora y quedarse muy quieto contemplando la noche.
Entendía que se encontrara cansada, puesto que llevaba dos días hablando sin parar y semejante esfuerzo hubiera dejado sin aliento a cualquiera que no se llamara Violeta Flores, pero no podía evitar que le asaltara la sensación de que la astuta vieja manejaba muy bien el tempo de su relato y sabía cuándo tenía que dejarle pendiente de sus palabras.
La maldijo entre dientes.
No estaba acostumbrado a tales trucos porque jamás había aceptado leer un original inconcluso de forma que fuera él quien decidiera en qué momento debía continuar, lo cual había hecho que en algunas ocasiones, no muchas por desgracia, le diera el alba con un manuscrito en la mano.
Cuando eso había ocurrido regresaba al despacho decidido a contratar el libro a toda costa, pero hacía ya mucho tiempo que eso no sucedía, o al menos no conseguía recordarlo, lo cual tal vez no fuera debido a que no se escribieran buenos libros, sino a que había perdido el entusiasmo.
Los años le habían vuelto escéptico o demasiado exigente, lo que le llevó a la conclusión de que incluso para ser un buen editor resultaba imprescindible ser joven porque la pasión suele ser contagiosa y resultaba esencial incluso a la hora de publicar un libro.
Al igual que la madurez permitía descubrir muy pronto los defectos de las mujeres, lo cual impedía que se produjera un amor fulgurante, la experiencia resaltaba los defectos de un relato, y rara vez existía un auténtico amor que no fuera capaz de saltar por encima de los defectos.
El miedo y la apatía estaban a punto de arruinar su carrera y lo sabía; miedo a haber heredado la enfermedad de su padre y acabar vagando por las calles preguntando la hora, y apatía por no sentirse capaz de anteponer lo positivo de una historia a sus evidentes defectos.
A menudo se planteaba que ningún libro, al igual que ningún ser humano, era perfecto y el secreto de su éxito se limitaba a las emociones que en un momento dado fuera capaz de despertar en el lector, por lo que la raíz del problema se centraba en que era él quien había perdido la capacidad de emocionarse.
Y sin esa capacidad de emocionarse todo estaba perdido. El mal que había acabado con su padre acostumbraba a ir de la mano de la apatía.
El patio resultaba más hermoso aún bajo la lluvia.
El agua se deslizaba entre unas tejas que relucían a la luz de un sol que asomaba de tanto en tanto por entre las nubes, y los blancos canalones la conducían hasta pequeñas gárgolas que la dejaban caer en forma de abanico conformando una delgada pared de agua tras la que se distinguían las multicolores macetas que colgaban de los muros.
Una vez en el suelo, esa agua, en la que ahora flotaban los pétalos desprendidos de infinidad de flores, circulaba a lo largo de una acequia de mosaicos azules serpenteando por entre los parterres para acabar por precipitarse con rumor de cascadas en un profundo pozo.