—¿Los encontraron?
—¿A quiénes?
—¡A los pilotos!
—¡Cualquiera sabe!
—Se diría que no le importa.
—Naturalmente que me importa… —replicó la anciana, y se la advertía un tanto molesta y casi enfurruñada por la interpelación—. Pero eran hombres hechos y derechos que se habían enrolado en las fuerzas aéreas de forma voluntaria conscientes de que la mitad jamás regresaría a su hogar mientras que los niños que morían en los campos de exterminio, más en un solo día que pilotos en un año, no tenían una ametralladora con la que defenderse, paracaídas con los que librarse de la muerte ni la menor idea de por qué razón los ejecutaban. Desde que despegaban hasta que los abatían, aquellos valientes muchachos eran gloriosos, pero ninguna gloria cabe en ser empujado a patadas al matadero. Nunca lloré por los combatientes caídos, aunque les agradeciera de corazón su sacrificio; todas mis lágrimas las reservaba para los indefensos.
—¿Aún llora?
—Cuando duermo. En ocasiones me despierto con la almohada empapada, pero Irma rara vez aparece en mis pesadillas, lo cual debe de significar que nada tienen que ver con el miedo, sino con la amargura. Conseguí arrancar a aquella hija de puta de mi mente, pero hay ciertos rostros de prisioneras de Ravensbrück que me acompañarán hasta la tumba.
—Mientras los tenga en la memoria, continúan con vida…
La intención del editor era servirle de consuelo, pero evidentemente no consiguió el efecto deseado, puesto que la dueña de la casa le reprendió en tono despectivo.
—¡No me vuelva con bobadas y lugares comunes…! —dijo—. Supuse que con su experiencia sería capaz de explicarme por qué razón un determinado rostro, una casa, una escena, un instante sin aparente importancia se nos graba, no obstante, en la memoria para regresar a nuestra mente demasiado a menudo, mientras otras cosas en verdad importantes se olvidan. Pero tengo la impresión de que no lo sabe.
—No creo que nadie lo sepa.
—¿De qué le sirve entonces la experiencia?
—Para admitirlo… —replicó el editor casi al instante—. La experiencia devuelve a lugares conocidos, no conduce a aquellos que hubiéramos deseado conocer y demuestra que nos hemos quedado a mitad de camino; tener el valor de reconocerlo o no, ya es otra cosa.
—Por lo que veo, usted lo tiene.
—Eso no se llama valor, se llama resignación, querida amiga. Mi meta se quedó tan lejos que ni con otra vida igual de larga la cruzaría, pero no estamos aquí para hablar de fracasos, sino para que me continúe hablando de «La bella bestia».
—¡De acuerdo! Lo que en Ravensbrück empezó siendo un canto de esperanza comenzó a convertirse en una especie de ópera wagneriana de las que tanto le gustaban a Irma, y si bien durante mi estancia allí nunca cayeron proyectiles sobre la fábrica, el ritmo de producción descendió al tiempo que aumentaban los accidentes debido a que las operarías apenas dormían y el miedo y el cansancio provocaban altercados y accidentes. Curiosamente, quien contribuyó a que se serenasen los ánimos fue una comunista española a la que tan solo conocíamos por el apodo de «Mondragón» debido a que alardeaba de haber dirigido una de sus famosas fábricas de cerraduras. Apenas hablaba alemán, pero como era la cerrajera oficial del campo, me pidió que le sirviera de intérprete con el fin de hacer ver a la dirección que escuchar los bombardeos encerradas en sus barracones era lo que destrozaba los nervios de las trabajadoras. Según ella, saber que si las cosas se ponían realmente peligrosas podrían salir corriendo a campo abierto ejercería un efecto muy beneficioso y proponía que las puertas no tuvieran cerrojos, pero que quien las atravesase cuando no sonaran las alarmas acabara en la cámara de gas.
—Una solución demasiado drástica… —fue el rápido comentario del editor—. Incluso viniendo de una comunista.
—Pero muy eficaz porque descendió la tensión y aumentó el rendimiento. —Violeta Flores se tomó un corto descanso durante el que se diría que dejaba a un lado el tema, y su tono de voz volvió a cambiar al retomar el hilo de la historia—: En Ravensbrück Irma permanecía como ausente, bebía demasiado y apenas me prestaba atención, lo cual era muy de agradecer. Al cabo de unos días lo atribuí a su obsesivo interés por Hanna, una preciosa pelirroja que trabajaba en el pabellón tres, se le parecía, y en cierto modo me la recordaba cuando la conocí en el lago. Le hacía muchas fotos, se pasaban horas hablando, sospeché que no tardaría en sustituirme y empecé a meditar en cómo arreglármelas para salir adelante sin ser «la novia oficial de la supervisora». Lo primero que tenía que hacer era recuperar el salvoconducto que me acreditaba como traductora de las SS y que Irma guardaba en el baúl, pero con tanto trajín y tanto esconderla la vieja llave de plomo tenía un aspecto cochambroso y no me fiaba de ella.
—Por lo que acudió a pedirle ayuda a «Mondragón»…
—¿Cómo lo sabe?
—Porque yo habría hecho lo mismo. ¿Quién mejor que una vasca, comunista y cerrajera para solucionar un problema de llaves?
—No era vasca —le contradijo quisquillosa la anciana—. Era navarra, y no se me pase de listo, aunque tenga razón al suponer que le pedí ayuda. No me hizo una nueva llave, sino que me proporcionó un pequeño juego de ganzúas con el que podría abrir cualquier cerradura. No obstante, antes de que me decidiera a utilizarlas Irma hizo ejecutar a Hanna alegando que la había visto abandonar su pabellón sin que sonara alarma aérea. ¡Dios! ¡Era lo último que me hubiera imaginado! Aquella maravillosa criatura era casi una niña.
—¿Y qué pudo inducirle a hacer tal cosa si podía abusar de ella por la fuerza? —inquirió Mauro Balaguer, que tampoco hubiera imaginado semejante reacción ni aun en un ser tan repulsivo como «La bella bestia»—. ¿El despecho?
—Eso hubiera sido lo «normal» y fue lo que supuse, pero el tiempo se encargaría de demostrarme que estaba equivocada y que Irma era muchísimo más retorcida que todo eso. Es posible, aunque no puedo asegurarlo, que ya hubiera abusado de ella, pero no hubiera sentido el mismo placer que conmigo debido a que con el transcurso del tiempo había experimentado cosas mucho más excitantes. La única conclusión que saqué en limpio era que continuaba siendo un misterio que me permitiera seguir viviendo y cuando se lo comenté a «Mondragón», que a pesar de ser comunista era muy lista, me respondió: «Hemos escapado a tantos peligros, cariño, que he llegado a una sencilla conclusión: estadísticamente deberíamos estar cien veces muertas, o sea, que no vale la pena preguntarse por qué razón continuamos respirando, sino limitarse a continuar respirando. Hasta ahora lo has hecho muy bien, así que deja de preocuparte y sigue así».
—¿Qué fue de ella?
—Cuando acabó la guerra consiguió llegar a Moscú, pero por lo visto era una comunista demasiado comunista y la fusilaron durante una de las famosas purgas de Stalin. A decir verdad, no tuve demasiado trato con ella porque a los pocos días a Irma la destinaron al campo de Bergen—Belsen y nos marchamos. —Se puso lentamente en pie al tiempo que añadía—: Y ahora, con su permiso, voy a darme un baño y echarme un rato porque la sola mención de aquel maldito lugar ha conseguido que se me revuelvan las tripas.
Mauro Balaguer aprovechó el par de horas de descanso para acudir de nuevo a la biblioteca con el fin de ponerse al corriente del lugar al que su anfitriona acababa de referirse, así como de la complicada situación en que se encontraban los diferentes frentes de batalla durante los primeros meses de 1944.
Por lo que pudo averiguar, Bergen—Belsen había sido un famoso y temido centro de exterminio pese a que en sus comienzos fuera concebido como simple campamento de trabajo destinado a albergar a los obreros que debían levantar los cuarteles centrales de las que serían las temibles fuerzas acorazadas del Tercer Reich.
No obstante y coincidiendo con la vertiginosa conquista de Polonia, a la que siguieron casi un año después las de Holanda, Bélgica y Francia, la Wehrmacht lo transformó en campo de concentración con el nombre de Stalag XI C, y dos años después lo amplió con el fin de que acogiera a miles de prisioneros de guerra.
Su porcentaje de mortandad a causa de las ejecuciones, el hambre o las enfermedades —veinte mil hasta el año 1942— podía considerarse «aceptable» para semejante tipo de instalaciones, pero poco después pasó a manos de las SS, que pronto consiguieron que casi la mitad de los prisioneros murieran a los dos meses de ingresar.
Entre sus incontables víctimas destacaron la autora de
El diario de Ana Frank
y su hermana Margot.
A nadie se le ocultaba que los rusos avanzaban por el este y los aliados ascendían por Italia mientras se preparaba una gigantesca invasión en algún punto del canal de la Mancha, por lo que, con la ciega y violenta forma de reaccionar propia de los regímenes totalitarios, a medida que aumentaba la presión militar en el exterior, aumentaba la represión contra los civiles del interior.
Si la Wehrmacht no conseguía frenar
in situ
el previsto desembarco en las playas francesas, Alemania se encontraría amenazada por tres flancos en unos momentos en los que su antaño invencible flota de submarinos, los temidos «Lobos Grises» del almirante Doenitz, perdían la batalla del Atlántico mientras los aviones aliados continuaban destruyendo ciudades, líneas ferroviarias y fábricas de armamentos.
Durante la cena, exquisita y en el mismo espectacular ambiente de la noche anterior, la anciana prefirió eludir ciertos temas en exceso espinosos mientras Rocío se encontraba presente, por lo que en un determinado momento comentó en un tono distendido:
—Hace tiempo leí un artículo en el que se comentaba que el difunto Muhamar el Gadafi había sido la antítesis de Dorian Gray debido a que en la novela de Oscar Wilde el protagonista siempre mostraba un rostro joven e inocente mientras el retrato que le habían hecho reflejaba las consecuencias del paso de los años, sus vicios y la intensidad de su maldad. Gadafi pasó de tener unas facciones varoniles y atractivas a una cara que parecía una máscara y que reflejaba de modo incuestionable su crueldad y podredumbre. A Irma le ocurrió algo parecido desde que abandonamos Ravensbrück; hasta ese momento había sido una mujer francamente hermosa, tan atractiva como una artista de cine, pero no sé si a causa de haber asesinado a la pobre Hanna, o porque se daba cuenta de que podía perder la impunidad, sus rasgos comenzaron a endurecerse y sus ojos parecían navajas. Si en alguna ocasión se ha hecho realidad el viejo dicho de que el rostro es el espejo del alma, aquella fue una de ellas.
—¿A pesar de que aún no había cumplido veinte años…?
—Por muchos y muy brutales crímenes que cometiera Gadafi a lo largo de cuatro décadas, y durante sus últimos días pagó duramente por ello, le garantizo que Irma le superó en la décima parte de tiempo. —Le dedicó una cariñosa sonrisa a Rocío, que estaba retirando los platos—. No deberías escuchar estas cosas, querida —dijo—. Luego no pegas ojo y te levantas hecha un asco.
—Si usted, que las vivió en propia carne, no está hecha un asco a su edad, supongo que a la mía puedo escucharlas sin que me afecten —fue la respuesta, un tanto inapropiada, pero dicha en un tono que no pretendía molestar—. Su problema estriba, señora, en que sigue creyendo que soy una niña.
—En eso tienes razón, pequeña, pero no creo que te resulte agradable escuchar que con la llegada a Bergen—Belsen la mala leche de aquella hija, no de un lechero, sino del mismísimo Belcebú, aumentó a un punto inimaginable y además se regodeaba con descripciones tan espeluznantes que me llevaron al convencimiento de que había momentos en los que perdía la razón. Una noche arrojó la fusta empapada en sangre sobre la cama y me aseguró, prepotente y despectiva, que acababa de matar a latigazos a una «preciosa rumana quinceañera».
La pobre Rocío, que aún sostenía en la mano varios platos, se envaró como si acabara de recibir una descarga eléctrica, le temblaron las piernas y con un hilo de voz comentó:
—Creo que se está pasando a propósito para molestarme, por lo que, con su permiso, prefiero irme a la cama.
—Antes apaga las luces y tráeme los puros.
Cuando minutos después se encontraba de nuevo a solas con su invitado, musitó en el tono de quien se arrepiente sinceramente:
—Rocío tiene razón y no vale la pena insistir en la perversidad de aquel engendro, aunque le juro que lo que he contado es cierto: le encantaba matar chicas a latigazos. —Hizo un gesto con la mano como si pretendiera borrar todo lo dicho antes de puntualizar—: De ahora en adelante bastará con que se imagine lo peor, con el agravante de que una devastadora epidemia de tifus hacía que sus víctimas apenas pudieran moverse cuando las azotaba.
—Hace un rato he estado hojeando un viejo libro de fotos en el que aparecen montañas de cadáveres amontonados en los patios de Bergen—Belsen, por lo que huelga añadir nada —señaló el editor admitiendo que los capítulos de extrema crueldad debían darse por concluidos—. Lo que me importa es saber cómo consiguió sobreponerse a tanto horror.
Una copa de coñac en una mano, un habano en la otra y una suave penumbra parecían ser las armas que Violeta Flores necesitaba a la hora de enfrentarse a cualquier situación porque su voz sonaba tan reposada que cabría imaginar que se refiriera a hechos y personas que no le afectaban en absoluto al replicar:
—Tal como afirmara la «Mondragón», estadísticamente debería haber estado cien veces muerta, o sea, que vivía de prestado y pagaba intereses muy altos por ese préstamo. Debido a los continuos bombardeos que arrancaban postes y machacaban centrales hacía casi dos meses que no hablaba con mi madre, quien durante nuestra última conversación había comentado: «Ahora no dependemos de la Wehrmacht, sino de las SS, por lo que no hacemos lo de antes, sino todo lo contrario», con lo que pretendía hacerme comprender que ya no se dedicaban a fabricar vacunas contra el tifus, sino a propagarlo con el fin de causar estragos entre las tropas enemigas.
—¿Acaso se refería a algún tipo de guerra bacteriológica…? —inquirió quien la escuchaba visiblemente incrédulo—. Nunca había oído decir que en esa guerra se utilizara, del mismo modo que no se utilizaron los gases venenosos.
—Llámelo como quiera y créalo o no, pero la mayoría de los rusos internados en Bergen—Belsen la traían consigo; tanto Auschwitz I como Auschwitz II—Birkenau estaban siendo evacuados a toda prisa y los escasos prisioneros que aún podían ser utilizados como mano de obra, aunque apenas se mantuvieran en pie, se reubicaban en otros campos de trabajo.