—Tecnología andalusí de hace quinientos años —señaló su dueña mientras reventaba con un pedazo de pan las yemas del par de huevos fritos con los que solía comenzar el día, y tras aspirar hondamente exclamó—: ¡Me encanta desayunar aquí cuando llueve porque los olores se vuelven más intensos!
Parecía haber rejuvenecido veinte años, como si el agua le hubiera regado al igual que a las plantas, y cuando el aún somnoliento Mauro Balaguer no pudo por menos que preguntarle a qué se debía que se encontrara tan animada, replicó con una de sus mejores sonrisas que a que ya no tendría que volver a hablar de la sórdida madriguera en que había vivido en Bergen—Belsen.
—En cuanto me puse en pie en un bosque que conocía palmo a palmo de tanto buscar leña, juré que jamás regresaría a aquella hedionda mazmorra o me cortaría las venas antes que permitir que Irma me volviera a poner la mano encima, y el simple hecho de pensarlo me hizo feliz. —Guiñó un ojo con picardía al añadir—: Y recordar las sensaciones que experimenté aún me reconforta porque entre las raíces de un enorme roble enterré los diamantes, la mayor parte del dinero, sus pasaportes y la libreta con las anotaciones de Irma, a la que me limité a arrancar una hoja.
—¿Qué quiere decir con eso…? —se espantó su compañero de mesa—. ¿Fue capaz de esconder una fortuna en un bosque y en mitad de la noche?
—¡Naturalmente!
—¿Por qué?
—Porque si la Gestapo me atrapaba con semejante botín, no solo me fusilaría, sino que corría el peligro de que se lo devolvieran a aquel par de hijos de mala madre… —Rio, tal como a veces lo hacía, como una niña traviesa al decir—: Me llevé dinero más que suficiente para el viaje, así como la llave y la clave de la caja fuerte del banco de Zúrich, y una impagable «hoja de ruta» repleta de nombres y direcciones. Había dejado a Irma en pelotas desbaratando su plan de fuga, lo cual constituía una venganza que me sabía a gloria y lo único que lamentaba era no ver su cara al descubrir que la había jodido, y la que pondría Kramer al saber que era yo quien le había dado por el culo.
—¡Señora! —exclamó escandalizada Rocío, que había entrado en ese momento.
—¿Qué quieres que diga? —La anciana aflautó cómicamente el tono de voz al inquirir—: ¿Que les había «fastidiado un poco»?
—Siempre existe un término medio —le hizo notar respetuosamente la muchacha.
—Los términos medios son para los mediocres, querida, y aquellos no eran tiempos de mediocres, sino de víctimas y asesinos. ¡Dios, qué bien me sentía! Tocaba el cielo con las manos, por lo que corrí saltando y brincando, tan contenta que me estampé contra un árbol y me abrí una brecha en la frente. —Observó severamente a Mauro Balaguer, que se esforzaba por guardar la compostura con el fin de espetarle mientras le mostraba una pequeña cicatriz sobre el ojo izquierdo—: ¡No se ría! Aún tengo la marca de aquel maldito árbol.
—No me río —fue la agria respuesta—. Es que resulta incongruente que alguien que está huyendo se ponga a saltar y brincar hasta el punto de «estamparse» contra un árbol.
—Era noche cerrada, no había una luz en kilómetros a la redonda y un millón de árboles… —replicó ella con naturalidad—. Lo milagroso fue que no me rompiera los cuernos contra diez.
—¡De acuerdo, usted gana! Continúe, por favor.
—Conseguí llegar a la estación, en la que no había un alma porque nadie se molestaba en vigilar los vagones en los que habían traído a los presos desde Auschwitz; sabía que al amanecer el tren emprendería el regreso a Polonia, por lo que me acurruqué en un vagón que hedía a demonios, con las primeras luces nos pusimos en marcha, y cuando al fin salió el sol y sentí en la cara un aire fresco que traía olor a hierba mojada, me consideré auténticamente libre.
—¿Libre en el corazón de un país inmerso en una guerra y controlado por los nazis? —se sorprendió de nuevo un incrédulo Mauro Balaguer—. ¡Mucho optimismo es ese!
—Los nazis ya controlaban poco —le contradijo ella—. Bastante tenían defendiéndose de los rusos, los ingleses, los americanos o los franceses que se les echaban encima como para preocuparse de una desgraciada como yo, y cuando al cabo de un par de horas avanzamos junto a un camino de tierra por el que marchaba una columna de soldados, pude advertir que la mayoría eran casi niños. Lo que veía no era el poderoso ejército que me aterrorizaba cuando estábamos ocultos en la cabaña, o la imparable hilera de tanques que invadiera Polonia; eran como los jirones de un viejo uniforme sucio y destrozado porque incluso las antaño altivas banderas parecían ahora sucias bayetas deslavazadas. Aquella cabizbaja tropa apestaba a derrota y, aunque le cueste creerlo, el solo hecho de ser testigo de semejante escena bastó para que me sintiera en el paraíso, aunque me hubieran asegurado que a los diez minutos me pegarían un tiro. De una forma u otra, viviera o muriera, mi infierno avanzaba hacia su fin y lo estaba abandonando mientras contemplaba cómo quienes me habían metido en él se dirigían a su entrada. ¿Lo entiende?
—Supongo que sí.
—Fue un día glorioso porque siempre había temido sentir miedo en la huida, pero no era así, ya que ese miedo se lo había traspasado a unos enemigos a los que les temblaban las piernas. Me constaba que aún me enfrentaría a dificultades que nunca superarían lo que había dejado atrás porque el hecho de estar convencida de que aquellas repugnantes manos ya no me tocarían ni aquella babosa boca volvería a besarme se me antojaba suficiente recompensa. Cuando nada se tiene, lo poco se aprecia.
—Me gusta esa frase —señaló sonriente el editor.
—Pero no estoy aquí para hacer frases —replicó ella a todas luces molesta—. Estoy para contarle cómo me sentía cuando aún me animaba la esperanza de encontrar a mi madre y a mi hermano en unos momentos en que todo se derrumbaba a mi alrededor. Y la mejor prueba de que se derrumbaba la tuve a la media hora de haber dejado atrás aquella desmadejada columna de muchachos que se dirigían hacia una muerte segura, puesto que de improviso hizo su aparición un avión americano que nos ametralló, nos persiguió con saña y al fin hizo volar la locomotora por los aires.
Rocío, que escuchaba con el codo sobre una columna y la barbilla apoyada en la mano, no pudo por menos que exclamar quejumbrosa:
—¡Caray, señora! Toda la vida a su lado y jamás me había contado que la habían ametrallado desde un avión americano. ¡No hay derecho!
—A lo que no hay derecho es a que te quedes ahí como un pasmarote cuando se ha acabado el café —masculló Violeta Flores fingiendo una indignación que no sentía—. ¡Espabila! —Se volvió al editor señalando a quien corría hacia la cocina con el fin de inquirir—: ¿Qué le parece semejante descaro?
—Buena señal —fue la sincera respuesta—. Continúe.
—Mejor espero a que vuelva porque la conozco y cuando se pone borde no hay forma de sacar partido de ella. Es una buena chica, pero más tozuda que una mula…
Había dejado de llover y un sol que penetraba oblicuamente parecía empeñado en sacarle brillo a las tejas y las macetas mientras los blancos muros lo reflejaban casi hiriendo en los ojos porque a cualquier hora o bajo cualquier circunstancia aquel patio enamoraba.
Reapareció la muchacha, sirvió café y se quedó muy quieta, por lo que su ama se limitó a mover de un lado a otro la cabeza, emitir una especie de gruñido desaprobatorio, servirse azúcar y mascullar:
—¡Tener que llegar a mi edad para ver estas cosas…! —Alzó el dedo en señal de advertencia al puntualizar—: Pero que sea la última vez. ¿Ha quedado claro?
Ante la muda señal de asentimiento, añadió:
—¡Bien! Como iba diciendo, de buenas a primeras me quedé en mitad del campo junto a dos maquinistas muertos y un esquelético andrajoso que no sé de dónde había salido ni qué diablos pintaba allí. El avión regresó volando a baja altura, podía habernos hecho pedazos con sus ametralladoras, pero el piloto debió de comprender que no valía la pena gastar munición en un par de desgraciados y al pasar nos saludó con la mano.
—¿Cómo era?
El último miembro de la estirpe de «las Capullo» observó furibunda a quien conocía casi desde que había nacido y replicó con evidente sorna:
—Alto, guapo, ojos azules, soltero y por el acento me pareció que se había criado en Arkansas —farfulló—. ¿Vas a empezar a hacer preguntas idiotas o puedo continuar? Se me va el hilo…
—¡Por favor, señora!
—¡Está bien, pero cierra el pico! El andrajoso debía de ser húngaro o búlgaro porque apenas le entendía y tan solo hacía desesperados gestos de que tenía mucha hambre. Le di queso y galletas y por lo poco que consiguió explicarme, deduje que era uno de los prisioneros que trasladaban a Bergen—Belsen. Al llegar en plena noche, los guardias no debieron de advertir que se había dormido en el vagón y si se descuida se despierta de nuevo en Auschwitz. Le indiqué que teníamos que largarnos cuanto antes de allí, pero descubrió que en la locomotora había dos tarteras con el almuerzo de los maquinistas y se lanzó sobre ellas. Como no era cosa de esperarle y en su estado no habría conseguido caminar ni un kilómetro, me marché… —Alzó los ojos hacia la muchacha con el fin de especificar—: Y no me preguntes qué fue de él porque no tengo ni la menor idea.
—No pensaba hacerlo, señora; probablemente reventaría de un atracón.
—Probablemente, pero si ese fue su final, era mucho mejor que el que le esperaba en Bergen—Belsen. Me alejé evitando aproximarme a las granjas pese a que un buen número de ellas parecían deshabitadas y no se distinguía ni una vaca, ni un cerdo, ni tan siquiera una gallina. Aquel era un país que se estaba devorando a sí mismo y me dio pena porque la región era preciosa y en otros tiempos debió de estar llena de vida. En cuanto cayó la tarde empezó a hacer frío y me refugié en un granero en el que, por no haber, no había ni paja; había, eso sí, unas ratas enormes, por lo que arranqué algunas tablas, encendí cuatro hogueras y me tumbé en el centro, pero aun así fue una noche larga y desagradable durante la que apenas pude pegar ojo pese a que estaba rendida. Me despertó un chicuelo que venía a cazar ratas y que apenas podía creerse que le regalara un huevo.
—Nunca se me hubiera ocurrido hacer un viaje como ese llevando huevos —comentó el editor—. Se me hubieran roto a las primeras de cambio.
La cordobesa le observó de arriba abajo como si se le antojara incomprensible que alguien pudiera decir semejante bobada.
—Antes de salir los había cocido —aclaró.
La tan manoseada expresión «tierra, trágame» solía resultar muy apropiada en determinadas circunstancias y aquella fue una de ellas, aunque Mauro Balaguer sospechó que la retorcida vieja le había tendido una trampa a propósito.
Rocío se mordía los labios intentando contener la risa y le miraba de reojo con una expresión que parecía querer decir: «No sabes con quién te la estás jugando».
—El crío era un encanto… —continuó al poco la anciana fingiendo que pasaba por alto el detalle del huevo—. No tenía ni idea de nada porque su padre había muerto en Stalingrado y su madre se había ido a trabajar a una fábrica en Berlín, por lo que ni siquiera sabía cómo se llamaba la ciudad más cercana. Vivía con sus abuelos, le encantaba ver pasar los aviones, se pasaba el día cazando ratas para la cena y al advertirle que comer ratas podía acarrear enfermedades, me respondió que no había peligro porque su abuela las despellejaba, las limpiaba y hacía un caldo con hojas de laurel que dejaba a la intemperie hasta que se congelaba.
Luego lo iba cortando en pedazos para hervirlo con patatas, coles, nabos, castañas o zanahorias… —El tema pareció tener la virtud de que se le quitara el apetito, por lo que hizo un gesto a Rocío con el fin de que retirara los platos del desayuno y, tras permanecer unos instantes como ausente, musitó—: No puedo hacerme una idea de a qué demonios sabría aquel mejunje, pero debía de ser alimenticio, puesto que el chico tenía muy buen aspecto y cuando comentó que tenía que darse prisa porque esa tarde descargaría una prematura nevada, decidí reiniciar la marcha convencida de que si de algo sabía aquel mocoso, era de naturaleza. Al dejarle no sentí pena por él, sino todo lo contrario, porque unos años atrás hubiera formado parte de un grupo de fanáticos con la cabeza infestada de ideas racistas, mientras que ahora era un crío sano de mente que luchaba para sobrevivir como lo pudiera haber hecho un joven guerrero diez mil años antes. Lo paradójico de aquella situación era que un niño que veía pasar aviones tuviera que alimentarse de ratas porque Adolf Hitler había hecho retroceder a su pueblo a los umbrales de la prehistoria.
—Eso es algo que no puede conseguir un hombre solo —argumentó su invitado porque era una idea a la que siempre se aferraba—. No creo que nunca haya existido un profeta, del bien o del mal, vivo o muerto, que no le deba la mayor parte de su éxito a sus discípulos.
—Cierto —reconoció sin tapujos Violeta Flores—. Sin discípulos no hay maestro, del mismo modo que sin maestro no hay discípulos, pero la esencia del problema estriba en que demasiado a menudo los seguidores de quienes han predicado el bien acaban transformándolo en mal, mientras que los seguidores de quienes predican el mal no solo no lo corrigen, sino que lo aumentan. El «mal» en la más pura acepción de la palabra se había instalado en Alemania y el resultado lo tenía a la vista mientras caminaba sin saber hacia dónde; todo a mi alrededor era desolación y muerte, debido a lo cual la euforia de las primeras horas de libertad empezaba a dejar paso a un profundo desasosiego, ya que no tenía la más mínima posibilidad de llegar a Polonia.
—¿Pero aún seguía empecinada en buscar a su familia? —inquirió un estupefacto Mauro Balaguer en el tono de quien considera que su oponente no está bien de la cabeza—. A aquellas alturas debía de tener muy claro que era un empeño inútil.
—¿Inútil? —repitió ella como si no hubiera comprendido el significado de semejante palabra—. Cuando lo que está en juego es la vida de los únicos seres a los que amas, ningún empeño resulta inútil, querido, porque si no perseveras pasarás el resto de tu vida sufriendo las consecuencias. Dondequiera que estuvieran, confiaban en que los sacaría de allí y me parecía injusto estar libre y no volver a por ellos.
—¡Pero si acaba de decir que al apearse del tren ni siquiera sabía en qué parte de Alemania se encontraba!
—¡Vaya por Dios! En eso sí que tiene razón… —le concedió en un tono casi displicente Violeta Flores—. No tenía ni la más puñetera idea de dónde me encontraba, pero al cabo de un rato me tropecé con lo que sin duda había sido una fábrica de obuses levantada en mitad de un campo de coles y a la que habían machacado los bombarderos hasta convertirla en un montón de escombros. Aquella imagen se me antojó la más genuina representación de lo que significa una guerra: armas destruidas por las armas antes incluso de haber sido utilizadas, esfuerzo inútil y el vacío absoluto, pero no tuve mucho tiempo para meditar sobre ello porque como el muchacho predijera, comenzó a nevar y arreció el frío, por lo que no me quedó otro remedio que dirigirme a un caserón que se distinguía a lo lejos. Me preocupaba cómo me recibirían, pero al aproximarme comprendí que no tenía motivos porque del tejado sobresalía la parte posterior de una bomba de unos trescientos kilos que lo había atravesado sin explotar, razón por la que allí no quedaba ni el gato. Probablemente se trataba de uno de los muchos proyectiles que los aliados habían arrojado sobre la fábrica de obuses, por lo que quienes se encontraran en la casa habían salido como alma que lleva el diablo dejando restos de comida en un plato. En la despensa había patatas, cebollas y carne de cerdo ahumada, gracias a lo cual cené de maravilla y pude dormir en una mullida cama y con fuego en la chimenea mientras fuera hacía un frío que cortaba el aliento.