—¿Y la bomba? —quiso saber Balaguer.
—¿Qué bomba? —repitió ella un tanto confusa, aunque reaccionó de inmediato—: ¡Ah, sí, la bomba! ¿Cuál era el problema? En Ravensbrück hasta una analfabeta que no supiera una palabra de alemán aprendía a desactivar espoletas o sus pedazos acababan en las paredes, y le repito por enésima vez que cuando llevas casi cinco años en guerra, o te las apañas, o no llegas a vieja, y resulta evidente que yo he llegado. Al día siguiente el dueño de la casa, al que le faltaba un brazo y que había visto el humo desde una cueva en la que se había refugiado, se aproximó para gritarme que me fuera de allí o volaría por los aires, y en un principio no me creyó cuando le dije que había pasado el peligro. —De nuevo se comportó como la picara chicuela que le gustaba ser tan a menudo, arrugando la nariz como un conejo al añadir—: Cuando le enseñé la espoleta, cayó de rodillas dándome las gracias e intentando besarme los pies.
Ahora, cosa extraña en ella, Violeta Flores ni comía, ni fumaba, ni bebía, pero permanecía atenta a las idas y venidas de Rocío, que fingía limpiar el polvo de todo cuanto se ponía al alcance de la mano, aunque estaba claro que lo único que hacía era alargar la oreja.
—¡Vete a echarle una mano a Fuensanta, niña, que lo que sigue no debes oírlo! —le ordenó al poco.
—¡Pero señora…!
—¡Ni señora ni gaitas! Te conozco y no me apetece que ciertas historias circulen por el barrio.
Aguardó a que desapareciera en el interior de la casa y se dirigió directamente a Mauro Balaguer con el fin de aclararle como si se tratara de un peligroso secreto:
—Si va comentando por ahí que durante la guerra desactivé una bomba de trescientos kilos, puede que la crean y puede que no, pero si cuenta que me pasé cinco días encamada con un manco, seguro que la creen.
—¿Cómo ha dicho…? —inquirió el editor temiendo haber oído mal.
—Que pese a que le faltaba un brazo y apenas veía por el ojo derecho, Wolf era muy atractivo, me recordaba a Dimitri, y yo necesitaba saber qué sentía una mujer al acostarse con un auténtico hombre y no con una guarra que utilizaba un consolador.
Hizo una pausa consciente del efecto que sus últimas palabras habían hecho sobre quien la observaba ciertamente ruborizado e inclinándose ligeramente, aclaró bajando la voz:
—En realidad lo que quería averiguar era si aquella hija de puta me había vuelto lesbiana, y le garantizo que a los quince minutos lo tenía muy claro. Wolf era bastante bruto, pero un auténtico semental y cada vez que hacíamos el amor conseguía que disfrutara no solo con el acto en sí, sino con el hecho de pensar en lo que pasaría por la cabeza de Irma cuando me imaginara en la cama con un chicarrón de metro ochenta y excepcionalmente dotado. ¿Le parece raro que lo considerara una parte importante de mi venganza?
Al casi abochornado editor le hubiera gustado comentar, como tantas otras veces, que ya nada de cuanto se refiriese a ella podía parecerle raro, pero no lo hizo porque, a decir verdad, comprendía sus razones. Si la memoria no le fallaba, y era muy probable que le estuviera fallando, su interlocutora debía de tener por aquellos tiempos entre dieciocho y diecinueve años, de los cuales había pasado casi tres sometida a los abusos de una degenerada, debido a lo cual resultaba comprensible que hubiera abrigado serias dudas sobre sus inclinaciones sexuales. De igual modo entendía que todo el rencor que había ido acumulando durante su cautiverio saliese a flote porque a él también le hubiera encantado ver la cara que habría puesto «La bella bestia» al descubrir que una «esclava» sobre la que se consideraba con derechos de vida o muerte la había hundido en un abismo del que la historia se encargó de demostrar que le había resultado imposible escapar.
En su opinión, lo que había conseguido Violeta Flores no debía considerarse venganza, sino justicia, y así se lo hizo notar.
—A menudo la justicia no es más que la forma en que la sociedad aplica la venganza sobre quienes no se pliegan a sus leyes, sin tener en cuenta que esas leyes pueden ser injustas, tal como ocurrió bajo el régimen nazi —replicó ella recuperando su posición normal—. La política consigue que lo que hoy es blanco mañana sea negro, pero parafraseando a Napoleón, «desde este sillón casi un siglo de experiencia os contempla»; en ese tiempo he visto de todo, y le confieso que hay algo que empieza a preocuparme.
Se interrumpió, buscó el abanico que parecía servirle de inestimable ayuda en algunos momentos porque por primera vez pareció albergar dudas sobre lo que iba a decir, pero al fin inquirió:
—¿Me permite que le haga una pregunta un tanto delicada?
—¡Naturalmente! —admitió el interrogado—. Pero tal como suele decirse, no le garantizo la sinceridad de la respuesta.
—Sobre esa base, que acepto de antemano, la pregunta es simple: ¿a qué le tiene tanto miedo?
—¿A qué clase de miedo se refiere?
—No intente escabullirse —le recriminó ella con acritud—. Admito que no me responda, pero no que me tome por idiota. El miedo es miedo y punto.
Mauro Balaguer se puso en pie, se aproximó a la fuente, permitió que uno de los chorros cayera sobre el dorso de la mano con el fin de que el agua se deslizara entre sus dedos y al poco, sin volverse, inquirió:
—¿Y para qué quiere saberlo si nada tiene que ver con su libro? Si encuentro quien sepa escribirlo, lo publicaré aunque sea un fracaso porque tras escucharla considero que, pese al final que tuvo, Irma no pagó lo suficiente por el daño que hizo y su nombre debería quedar en la historia como el ejemplo de la maldad llevada a sus últimas consecuencias.
La anciana también abandonó su asiento, se colocó al otro lado de la fuente y mirándole directamente a los ojos comentó:
—¡Olvídese ahora del maldito libro! Lo que he contado, dicho está, y quienquiera que lo transcriba lo hará mejor o peor, que ya se verá en su momento. No quiero que me considere una vieja chismosa, pero aún tengo las suficientes luces como para haberme dado cuenta de algo palpable: está muy pero que muy asustado. ¿Por qué?
—Mi padre padecía el mal de Alzheimer. Cabría asegurar que la respuesta no cogía por sorpresa a su oponente, que permaneció unos instantes en silencio, bebió directamente del chorro de la fuente y tras secarse los labios con un pañuelo señaló:
—Lo entiendo porque mi abuela sufría demencia senil y durante años pasé por grandes momentos de angustia, pero supongo que ha quedado muy claro que dichos temores resultaron infundados.
—No es lo mismo.
—Lo sé; el alzhéimer y la demencia senil no son lo mismo, pero supongo que el miedo sí lo es.
—Se equivoca —fue la inmediata respuesta de quien sabía de lo que hablaba—. He conocido a hombres brillantes, a los que incluso he editado libros, que a mi edad comenzaron a convertirse en sombras de sí mismos, muertos en vida que quiero suponer que, si hubieran tenido ocasión de elegir, habrían preferido que se les recordara como lo que fueron y no como fantasmas. Se puede decir que yo tuve dos padres: un admirado catedrático de historia medieval y un pobre vagabundo que preguntaba continuamente la hora, y le aseguro que a pesar de lo mucho que me esforcé, me resultaba casi imposible considerarlos la misma persona. ¿Le ocurría lo mismo con su abuela?
—¡No que yo recuerde! —reconoció ella de inmediato—. Aunque en ocasiones se orinara encima, seguía estando allí, unos ratos mejor y otros peor, pero siempre la misma jodida gruñona.
—Esa es la gran diferencia —le hizo notar el editor—. El espíritu de unos continúa en sus cuerpos mientras el de los otros se ha ido sin que seamos capaces de averiguar a qué remoto e ignorado lugar. ¿Le parece que tengo motivos como para estar aterrorizado?
—¿Acaso alguien ha establecido sin lugar a dudas que el mal de Alzheimer sea hereditario? —quiso saber Violeta Flores.
—No.
—¿Entonces?
—Hace ya un par de años que empecé a notar algunos síntomas, aunque no soy capaz de determinar si se trata del mal o simple aprensión.
—¿Y qué opinan los médicos?
—Aún no les he consultado.
Ahora fue ella la que pareció estupefacta al inquirir:
—¿Ya qué espera?
—Lo ignoro porque ese suele ser el dilema al que se enfrenta todo aquel que sospecha que puede estar incubando una enfermedad terminal, y a mi modo de entender esta en cierto modo lo es. ¿Qué opina? —inquirió, y resultó evidente que el punto de vista de la anciana le importaba—: ¿Es preferible conocer la verdad o resulta más lógico continuar en la ignorancia hasta el último momento? A mi padre le aconsejaron que dictara testamento y dejara instrucciones sobre lo que quería que hiciéramos con él cuando dejase de tener voluntad propia y le aseguro que resultó muy cruel; tal vez necesario, pero terriblemente cruel.
La cordobesa regresó a su sillón, apagó la grabadora y le rogó con un inequívoco movimiento de la mano que tomara asiento frente a ella.
—Me gustaría que de momento dejáramos de hablar de mí y continuáramos hablando de usted —dijo.
—¿Por qué? —quiso saber Mauro Balaguer mientras se acomodaba—. Aunque los peores augurios se cumplieran, me sobra tiempo para poner su libro en la calle.
—Insisto en que deje a un lado el maldito libro. ¿Qué opina su familia?
—No sabe nada.
—Me lo temía, pero, con todos los respetos, me parece una falta de consideración. —El tono de voz de Violeta Flores no era el habitual en ella porque recordaba el de una abuela que estuviera reprendiendo a un nieto demasiado díscolo—. Si ocurre algo, ¡Dios no lo quiera!, serán ellos quienes sufran las consecuencias y por lo tanto deberían ser los primeros en conocer la verdad.
—¿Y qué ganarían con ello? —alegó el editor al tiempo que se encogía de hombros en un ademán fatalista—. ¿Una preocupación más en unos tiempos en los que apenas consiguen hacer frente a sus preocupaciones? El mundo se desmorona como si el tan traído y llevado calentamiento global no solo estuviera derritiendo el hielo de los polos, sino los cimientos de una sociedad que no sabe cómo reaccionar. La empresa en la que trabajaba el marido de Begoña quebró hace ocho meses, mientras Julián ha tenido que aceptar un puesto temporal en Mallorca en el que le pagan una miseria pese a que está muy bien preparado y habla cuatro idiomas. Si a mí me supuso un enorme esfuerzo atender las necesidades de mi padre, en su situación actual a mis hijos les resultará imposible… —Alargó la mano con el fin de poner de nuevo en marcha la grabadora dando por finalizado el tema al suplicar—: Y ahora le ruego que volvamos a lo nuestro porque necesito que esta historia funcione… ¿Qué pasó cuando se convenció de que no era lesbiana?
—Que al quinto día le hice comprender al bueno de Wolf que debía marcharme porque si me descubrían sería considerada desertora, ya que oficialmente era intérprete al servicio de las SS, y él, como veterano de guerra, sabía que eso significaba que podían ejecutarle por encubridor. A regañadientes sacó de su cueva una mula famélica indicándome el camino que debía seguir para llegar a Leipzig, pero recomendándome que evitara los pueblos porque en cuanto entrara en uno se la comerían.
—¿Lo dice en serio?
—¿En serio? —repitió ella como si le costara aceptar que hubiera hecho una pregunta tan estúpida—. En el otoño del cuarenta y cuatro aquello no era una mula, querido; eran chuletas, y para que pudiera defenderlas durante el viaje Wolf me prestó su pistola. Lloraba como un niño cuando nos despedimos, pero nunca he sido capaz de determinar si lloraba por mí o por la mula… —Emitió un hondo suspiro como si el recuerdo le llegara al alma al exclamar—: Por desgracia, la pobre no llegó ni a la mitad del camino porque en el momento en que vadeaba un riachuelo empezaron a surgir de la maleza mujeres y niños que cazaban ranas, y que muy pronto demostraron que les apetecía más mi montura que los batracios. Fueron momentos de gran tensión en los que me vi obligada a mostrarles la pistola y el salvoconducto jurando que tenía que llegar urgentemente a Leipzig en misión especial de las SS, pero cuando las cosas empezaban a ponerse realmente feas, una astuta jovenzuela comentó que si tanta prisa tenía, llegaría mucho antes en su bicicleta que en aquel saco de huesos. —Observó al editor como dando a entender que no le había quedado más remedio que rendirse al añadir—: Llegué a Leipzig agotada de tanto pedalear, sudando a mares y hecha unos zorros, pero satisfecha por haberle proporcionado un banquete a un montón de gente porque lo cierto es que la parte del lomo que me correspondió resultó algo dura, pero muy sabrosa.
—O sea, ¿que se quedó a comerse a la pobre mula? —le recriminó él.
—¡A ver! ¿Tiene idea de cuánto tiempo hacía que no probaba carne fresca? —quiso saber la cordobesa—. Admito que cambiarla por una vieja bicicleta, cuatro kilos de chuletas y treinta ranas despellejadas no es lo que puede llamarse un buen negocio, pero las circunstancias mandan, y lo que importaba era llegar a la oficina de correos de Leipzig porque en la «hoja de ruta» que le había quitado a Irma figuraba el nombre de uno de sus subdirectores junto a la cantidad que debía entregarle con el fin de que me ayudara a llegar a Suiza.
—Pero usted no era Irma, por lo que se arriesgaba a que llamara a la Gestapo… —le hizo notar Mauro Balaguer en lo que, a su modo de ver, era un razonamiento indiscutible.
—¡No diga bobadas…! —le reprendió ella amenazando con golpearle con el abanico—. Si me denunciaba tendría que explicar por qué había acudido a él y a alguien que se dedicaba a ayudar a cruzar la frontera a fugitivos no le interesaba que la Gestapo tuviera ni la más ligera sospecha de lo que hacía, o acabaría con un tiro en la nuca. Era un viejo medio cegato de tanto leer direcciones y en cuanto vio un fajo de dólares barrió el suelo con la lengua. A las tres horas me proporcionó un carné que me acreditaba como funcionaría de correos, y esa misma noche me subí al vagón postal de un tren con dirección a Munich como primer paso hacia Suiza. —Mostró de nuevo su envidiable dentadura al asegurar—: Y hay que reconocer que cuando los alemanes quieren ser eficaces, son de lo más eficaces porque las dos auténticas y atareadas funcionarías que se afanaban distribuyendo la correspondencia se limitaron a indicarme con un gesto que me acurrucara en un rincón y no me dirigieron la palabra durante todo el trayecto.
—El dinero abre todas las puertas, especialmente en Suiza, gracias a lo cual atravesé sin problemas la frontera tras haberme deshecho del salvoconducto que me acreditaba como intérprete de las SS, siglas que infundían pavor incluso a los helvéticos. Lo primero que hice fue intentar telefonear a mis abuelos maternos, lo cual constituía una odisea debido a que las escasas líneas que existían con España se encontraban colapsadas, y tan solo conseguía hablar con la central de Córdoba tras pedir la conferencia con horas de antelación y sobornar a unas telefonistas que se estaban enriqueciendo gracias a que se habían convertido en la última esperanza de miles de refugiados que buscaban a sus allegados en cualquier rincón del mundo. —Violeta Flores agitó la cabeza como si lo que estuviera afirmando resultara una herejía al pontificar—: ¡En aquellos días incluso la severa, cuadriculada y rígida Suiza era un maldito caos y un nido de corrupción!