La bella bestia (6 page)

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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

BOOK: La bella bestia
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—Considerarle «un segundo padre» hubiera sido un feo detalle por mi parte, puesto que el primero había sido un maldito fascista al que aún recuerdo sentado en esa butaca rodeado de aduladores, lo que por aquí llamamos «palmeros», que son los que siempre aplauden y ríen las gracias al que los mantiene por estúpidas o groseras que sean —le hizo notar la cordobesa—. Alex era… Alex, la pareja natural de mi madre pese a que hubieran nacido a miles de kilómetros de distancia el uno del otro, y supongo que por aquellos días mis sentimientos debían de ser contrapuestos, ya que en ocasiones le admiraba y en otras me sentía relegada a un segundo plano. Parecía un oso de circo cuando se alejó enfundado en su grueso abrigo de piel y dando tumbos sobre la bicicleta de la hija del diplomático… —Sonrió como si se burlara de sus vanas esperanzas al concluir—: Cuando un náufrago lanza al océano un mensaje confiando en que alguien lo encuentre, tiene más posibilidades de éxito de que la botella no se rompa de las que teníamos nosotras de que aquella endeble bicicleta no se aplastara bajo su peso. La cara de mi madre con el niño en brazos era la pura imagen de la desolación.

—¿Consiguió llegar a Berlín?

A Violeta Flores pareció decepcionarle la pregunta, por lo que le dirigió una severa mirada de reconvención e incluso cabría asegurar que se regodeó a la hora de retrasar su respuesta.

—¿Y usted se considera editor? —inquirió irónica—. ¿A quién le vendería sus libros si revelara el final en los primeros capítulos?

—¡De acuerdo…! —masculló el otro consciente de que había cometido un craso error ante una astuta ladilla que estaba pendiente de cada detalle—. No se debe coger atajos, pero tenga en cuenta que en este caso no se trata de una novela, sino de una historia que quiero suponer que es cierta.

—Sabe que es cierta porque conocía parte de ella y puede corroborar el resto en los archivos pese a que muchos documentos de nuestra embajada en Alemania se perdieron a propósito durante el transcurso de la guerra. En octubre de 1936 el matrimonio Flores—Anaya y su hija Violeta se encontraban inscritos como residentes en Berlín, pero cuatro años después toda mención a su existencia pasada, presente o futura había desaparecido como por arte de magia.

—Imagino que alguien debió de pensar que en unos tiempos en los que se asesinó a millones de personas poco importaba que desaparecieran unos cuantos papeles —le hizo notar su acompañante.

—¡Pues mal imaginado! —replicó con extraña severidad la anciana—. Con una burocracia nazi tan puntillosa que no perdonaba una coma, un mísero papel podía significar la salvación o la condena para esos millones de personas. Hubo quien acabó en la cámara de gas porque alguien cambió de sitio una simple letra de su apellido, y mira que tienen letras algunos apellidos alemanes. Por todo ello, porque teníamos conciencia del peligro que corríamos en cuanto asomáramos la nariz, nos quedamos en la cabaña, alimentándonos principalmente de huevos, peces y conejos. Por las noches salíamos a pescar, poner trampas de lazo o asaltar los nidos de los pájaros, por lo que me sentía como Robinson Crusoe, con la diferencia de que no nos encontrábamos en una isla desierta, sino en el corazón de la «civilizada» Europa.

—En ocasiones los hombres se comportan de una forma tan salvaje que más vale vivir en una isla desierta —admitió Mauro Balaguer convencido de lo que decía, pero se apresuró a añadir—: Aunque cuentan que cuando estalló la guerra un millonario inglés que tenía negocios en Hong Kong decidió esconderse en Guadalcanal, una isla perdida del Pacífico en la que tres años después los americanos y los japoneses acabarían librando una sangrienta batalla que se cobró miles de víctimas y en la que le volaron la cabeza.

—La vida está plagada de contrasentidos… —señaló la anciana—. A nuestro alrededor todo era soledad, miedo y penurias, pero mi madre tenía mejor aspecto que nunca, le rebosaban los pechos, el pequeño Oscar crecía que daba gloria verlo y algunas mañanas nos tumbábamos sobre una manta en el suelo de la cocina que daba a la parte trasera, ya que el sol entraba por la ventana y ese simple detalle y su calor se nos antojaba una bendición divina. Tratábamos de imaginarnos que nos encontrábamos aquí, con esos mismos rayos colándose por entre aquellas palmeras y jugábamos a intentar recordar cuántas macetas con claveles o geranios había en cada pared y cuántos parterres eran de rosas blancas, rojas o amarillas. De complexión Oscar había salido a su padre… —musitó al poco y de nuevo a su oponente le costó trabajo oírla—. Grande y fuerte, pero sus facciones eran tan cordobesas que si algún día hubiera llegado a pasear por la calles de la Judería, las mozas ocultas tras las rejas le habrían lanzado claveles como cuentan que hacían nuestras abuelas al paso de sus galanes.

Bruscamente se puso en pie, lo que obligaba a suponer que el recuerdo de su hermano la conmovía, y señaló:

—Es hora de darse un baño y ponerse elegante. Rocío le acompañará a su cuarto; cenaremos a las nueve.

Dio media vuelta y desapareció en el interior de la casa mientras su invitado optaba por quedarse en el mismo lugar hasta que le confirmaran que había llegado su maleta.

Oscurecía y comenzaba a inquietarse.

Aborrecía la llamada «hora bruja» porque dejaban de sonar los teléfonos en la oficina, sus colaboradores no entraban a preguntar detalles respecto a la edición de algún libro, los despachos se quedaban vacíos y llegaba el momento de emprender una larga caminata en la que en ocasiones temía no saber encontrar el camino de regreso a casa pese a que fuera un itinerario que había recorrido miles de veces.

Con la llegada de la noche su padre acostumbraba a vagar por la ciudad preguntando a cada instante:

—¿Qué hora es…?

Fue lo último que dijo, antes de sumirse en un silencio de meses que acompañó hasta la tumba a un inteligente, culto y respetado catedrático que había escrito algunas de las biografías mejor documentadas de su tiempo.

«Pozo de sabiduría y mente privilegiada», llegó a decir uno de sus discípulos durante el funeral, sin respetar el hecho de que su mente privilegiada se había sumido en un pozo sin fondo.

Cada vez con mayor frecuencia, siempre al oscurecer, a Mauro Balaguer le invadía la sensación de estar asomándose a ese pozo, y a menudo tenía que hacer un supremo esfuerzo para evitar preguntar a quienquiera que pasara a su lado:

—¿Qué hora es…?

Cuando al cabo de un largo rato Rocío vino a comunicarle que había llegado su maleta, subió a ducharse y «ponerse elegante», pese a que lo único que podía hacer era cambiarse de camisa y ropa interior, pero al regresar le alegró descubrir que la cena se había servido en el otro extremo del patio, demasiado caluroso sin duda bajo el sol, pero perfecto para cenar contemplando a lo lejos las luces de la catedral.

—Quien construyó esta casa sabía lo que hacía… —comentó.

—A ese respecto cordobeses y granadinos siempre hemos sabido lo que hacíamos —replicó su orgullosa propietaria—. Los sevillanos son ya otro cantar; me gusta su ciudad, pero pese a lo que presumen de arquitectura, y razones no les faltan, le garantizo que jamás encontrará allí un patio como este. Pero volvamos a lo que importa —añadió cambiando de tema con la rapidez y habilidad con que acostumbraba a hacerlo—. Al poco de nacer el pequeño tuvimos que empezar a preocuparnos por los extraños debido a que a medida que mejoraba el tiempo algunos pescadores comenzaban a frecuentar la zona y una tarde hizo su aparición un desconocido que comenzó a fisgonear a través de la ventana que daba al lago, lo que nos dio un susto de muerte. Nos quedamos como estatuas, con la vista clavada en el sofá en que dormía Oscar y si se hubiera tratado de un ladrón, no quiero imaginar lo que hubiera ocurrido porque advertí que mi madre observaba de reojo los cuchillos de la cocina. Fueron momentos de angustia, pero al cabo de lo que se me antojó una eternidad el intruso se marchó y al lunes siguiente Frau Berta nos comunicó que Alex había enviado dinero y una carta pidiendo que nos reuniéramos con él en Berlín. No era muy explícito debido a que una especie de histeria colectiva se había apoderado de un país que ansiaba vengar la derrota en la Primera Guerra Mundial y «la inaceptable afrenta» que había significado el Tratado de Versalles.

Hizo una pausa con el fin de mordisquear una loncha de jamón, entrecerró los ojos emitiendo una especie de gruñido de satisfacción, y tras aclarar con innegable orgullo que procedía de los cerdos de su cortijo de Huelva continuó:

—Aún no me explico por qué razón los Scheiweitzer, ¡Dios los tenga en su gloria!, no nos denunciaron si sabían que todo el que no fuera incondicional de los nazis estaba considerado un traidor y Oscar se jugó la vida conduciéndonos por veredas poco transitadas hasta un pueblecito en el que nos subimos a uno de aquellos viejos autobuses que solo tenían dos filas de asientos de madera separados por un pasillo central. El coche de Alex se quedó en el garaje de la cabaña y siempre me he preguntado qué cara pondría el diplomático, si es que algún día regresó, cuando descubriera que se habían llevado la vieja bicicleta de su hija dejándole a cambio un Mercedes impecable… —Lanzó un suspiro que volvía a sonar a lamento al añadir—: Tanto mi madre como yo nos cubríamos con sombreros y procurábamos que la gente no se fijara en nosotras, sino en el niño, que tenía la piel más clara, lo cual no resultó difícil porque tenía la tripita floja y muy pronto apestaba a demonios. Gracias a ello cada vez que un policía subía a pedir la documentación, se esforzaba por contener la respiración y antes de llegar a nuestra altura daba media vuelta gritándole al conductor que siguiera adelante. En aquel mundo de locos nuestro salvoconducto fue un niño precioso cagado hasta el cuello… —Por enésima vez agitó la cabeza como si a ella misma le costara trabajo aceptar que semejantes hechos hubieran ocurrido tal como los estaba contando y al poco añadió—: Al fin el autobús se detuvo en una gasolinera en la que pudimos lavar al pobre crío y entrar en Berlín sin que la gente huyera de nuestro lado, pero se había hecho de noche y como cada vez que veíamos a un policía nos desviábamos, estuvimos vagando durante horas, yo cargando con el niño y mi madre con la maleta. Llegamos agotadas al hotel, pero nos vimos obligadas a abandonarlo poco antes de que la policía hiciera su ronda y revisara los nombres de quienes se habían hospedado porque Alex había acudido a la embajada para informarse sobre qué tipo de documentos se necesitaban para repatriarme y una amable secretaria que recordaba el escándalo que había organizado mi madre le recomendó que no apareciéramos por allí porque tenían órdenes de avisar a la Gestapo.

—¿Cree que Irma tenía algo que ver con una orden de búsqueda en la que tuviera que intervenir un cuerpo de seguridad como la Gestapo? —quiso saber el editor.

—El tiempo se encargaría de enseñarme que con Irma nunca se podía estar segura de nada —fue la respuesta—. Debió de ser por aquella época cuando se presentó en su pueblo con el uniforme de las SS, su padre se enfureció tanto que la echó de casa, y en represalia consiguió que lo encarcelaran. Sobre ese episodio dejó escrito: «Al igual que los padres entregan a sus hijos para mayor gloria de Alemania y del Führer, los hijos deben entregar a sus padres». También entra dentro de lo posible que la denuncia proviniera de la mujer de Alex, aunque para el caso daba igual; éramos fugitivas, ahora de forma «oficial» y con el agravante de que el niño no figuraba en ningún registro. Nos alojamos en un minúsculo apartamento que Alex había alquilado en un discreto barrio obrero y nuestra única esperanza se limitaba a abandonar Alemania, cosa harto difícil, ya que a la hora de cruzar la frontera se exigían una serie de requisitos que sin la ayuda de la embajada nos resultaba imposible conseguir.

Habían terminado de cenar, una media luna que podría haber figurado con orgullo en cualquier bandera de un país árabe hizo su aparición sobre la torre de la catedral y Rocío recogió la mesa apagando la mayoría de las luces, de tal modo que quedaron en penumbras.

Violeta Flores había reiniciado el rito de encender uno de sus enormes habanos y su acompañante presintió que la velada iba a ser larga, por lo que permitió que eligiera el momento que considerase apropiado para continuar, dado que el lugar reunía los requisitos de confidencialidad necesarios para adentrarse en la esencia de la historia, pero cuando la anciana se decidió a hablar lo hizo de una forma tan brusca que casi le cogió desprevenido:

—¡Mi madre tuvo una idea brillante…! —exclamó de pronto en el tono de quien presupone que nadie va a creerla—. No era propensa a tenerlas, ni brillantes ni de cualquier otro tipo, lo cual repito que no era óbice a la hora de comportarse como una madre maravillosa, pero en esta ocasión y tal vez espoleada por la necesidad de salvar a sus hijos de los locos que marchaban por la ciudad enarbolando banderas con la cruz gamada y aullando que querían limpiar el suelo patrio de sangre impura, la tuvo. De improviso una mañana de julio comentó con pasmosa naturalidad: «Ya que no nos quieren dejar salir, consigamos que nos echen».

—¿Cómo ha dicho? —inquirió Mauro Balaguer inclinando el cuerpo sobre la mesa, puesto que una vez más temía haber oído mal.

—Lo mismo le pregunté yo, y obtuve una respuesta que me asombró por su sensatez: «Si esos fanáticos sueñan con limpiar su patria de sangre impura expulsando a miles de "indeseables" con el argumento de que son basura, lo mejor que podemos hacer es convencerles de que somos indeseables cuya sola presencia contamina su santo suelo: es decir, basura». Cuando le argumenté que estaba harta de ser considerada «basura», me replicó en idéntico tono: «La basura acaba en vertederos al aire libre de los que es posible escapar, pequeña, mientras que los muertos se pudren en fosas, y en estos tiempos nuestra prioridad es la supervivencia». ¡Supervivencia! —repitió alzando un poco el tono de voz—. Ese fue el concepto básico que me inculcó mi madre cuando estaba a punto de comenzar una guerra en la que por primera vez en la historia cabría asegurar que sobre ella nunca se pondría el sol.

—Nunca había oído esa expresión: «Una guerra sobre la que nunca se pondría el sol» —admitió no sin un cierto reparo su contertulio—. O por lo menos yo no la recuerdo.

—Porque es mía… —aclaró ella—. Y muy cierta, porque años más tarde, cuando caía la noche sobre quienes habían estado todo el día matándose en Europa, amanecía sobre cuantos comenzaban a masacrarse en el Pacífico y morían diez veces más seres humanos por culpa de aquella sangrienta barbarie que a causa de la vejez, las enfermedades o cualquier tipo de accidentes. —Se sirvió una nueva copa que en esta ocasión dejó sobre la mesa sin tocar porque de momento le bastaba con el habano mientras comentaba—: Alex le compró a un chatarrero rumano la orden de expulsión que le obligaba a abandonar Alemania en compañía de toda su familia, pero el documento no especificaba cuántos miembros constituían dicha familia porque era un detalle que tal vez ni siquiera el propio chatarrero conocía. Abarrotamos de maletas, colchones, mantas y trastos viejos el coche más herrumbroso que encontramos, nos vestimos como gitanos y nos pusimos en marcha rumbo a Polonia.

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