La bella bestia (22 page)

Read La bella bestia Online

Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

BOOK: La bella bestia
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—A esto me refería cuando le dije que no garantizaba el regreso… —comentó el muy hijo de su pajolera madre lanzando un suspiro de alivio—. Tal como suele sucederles a los viejos, al final le fallaron las patas y hasta aquí llegó este trasto.

¿De qué me hubiera servido arañarle, tirarle de los pelos o sacarle los ojos? La culpa era tan mía como suya y lo mejor que podía hacer era rezar un padrenuestro, dar gracias por estar viva y aguardar al grupo de soldados que llegaban corriendo y que abrieron la puerta ayudándonos a salir entre los sacos y cajones que se habían desparramado por la cabina.

No dejaban de observar, fascinados, el tesoro en forma de toda clase de víveres que cubría como una alfombra el suelo del aparato y que para ellos debían constituir auténticos «manjares» que probablemente no habían probado desde que comenzó la guerra, pero actuaron con encomiable disciplina británica sin atreverse a tocar nada hasta que llegó un bigotudo sargento que ordenó que lo trasladaran todo al campamento en que habían instalado a los supervivientes del campo de concentración.

—Necesitaríamos cien cargamentos como este para salvarlos, pero hacemos lo que está en nuestras manos dadas las difíciles circunstancias —aclaró tras darnos efusivamente las gracias—. El coronel ha viajado a Londres para intentar que se nos asignen más víveres y medicinas, pero se ha encontrado con que muchos regimientos piden lo mismo porque han aparecido docenas de campos de concentración muy similares. —Se quitó la gorra, se secó el sudor con la manga de la camisa y concluyó en un tono abiertamente fatalista—: Por desgracia, los muertos de esta guerra aún se contarán por miles.

Nos acompañó hasta el despacho del comandante que había quedado al mando, Pat Sullivan, un galés regordete que me besaba una y otra vez la mano como si fuera una reliquia milagrosa, y que en cuanto leyó la carta del secretario de la embajada en Suiza se puso de inmediato a mis órdenes, aunque resultaba evidente que hubiera preferido que yo estuviera a las suyas porque a cada instante le sorprendía oteándome el escote, lo cual conseguía que se ruborizara como un camaleón que cambiara de color de un segundo al siguiente.

Me puso al corriente sobre la delicada por no decir angustiosa situación en que se encontraban los supervivientes, así como que habían logrado capturar a la mayor parte de los guardianes del campo, a los que se juzgaría por crímenes de guerra. Añadió que probablemente varios de ellos acabarían en la horca, pero no existían pruebas irrefutables contra todos dado que la mayoría de los prisioneros que aún estaban en condiciones de declarar llevaban poco tiempo en el campo y no eran capaces de aclarar sin la menor sombra de duda cuáles habían sido especialmente crueles y cuáles no.

Durante los últimos meses, ante la evidencia de que la guerra estaba perdida y temiendo las lógicas represalias si demostraban una excesiva brutalidad, los centinelas y celadoras se habían limitado a permitir que los cautivos murieran de hambre, tifus, disentería o tuberculosis, continuando sin dar pruebas de clemencia, pero procurando no ensañarse con ellos.

Un numeroso grupo de celadoras se mostraba especialmente firme en sus protestas de inocencia alegando que no eran más que un cuerpo auxiliar femenino —«en su mayoría enfermeras»— que se había limitado a cumplir órdenes sin osar rebelarse porque si se hubiesen negado a obedecer, las habrían fusilado en el acto.

Al fiscal encargado de instruir el proceso le llamaba la atención que fueran las mujeres las que constituyeran un bastión de defensa tan férreo, compacto y sin fisuras, teniendo en cuenta que la mayoría de los hombres se habían derrumbado y lo único que hacían era solicitar clemencia o intentar negociar tratos de favor a cambio de acusarse mutuamente.

Por lo que me contó, y no me sorprendió en absoluto, de entre los dispuestos a vender a su padre, a su madre e incluso a sus hijos con tal de librarse de la soga, destacaba el gigantesco y repelente comandante en jefe del campo, el
Hauptsturmführer
Josef Kramer, y entre las irreductibles en sus protestas de inocencia la hermosa, decidida y carismática
Oberaufseherin
Irma Grese.

Saber que «La bella bestia» se encontraba entre rejas era la primera auténtica alegría que me habían proporcionado en años, pero al mismo tiempo me produjo una impresión tan fuerte que creo que me quedé casi paralizada hasta que las manos comenzaron a temblarme en lo que tal vez podría considerarse un ataque de pánico o ansiedad.

Pese al tiempo transcurrido y a que la supiera encerrada, su solo nombre y el recuerdo de cuanto me había hecho me producía escalofríos, provocando que comenzara a sudar como si me acabaran de introducir en una sauna porque habían sido demasiados años de horror temiendo que cada día sería el último y antes de caer la noche me enviaría a engrosar la fila de condenados a la cámara de gas.

El pobre Sullivan me observaba perplejo tal vez temiendo que me diera un vahído o comenzara a echar espumarajos por la boca, pero hice un gesto rogándole paciencia, y tras aceptar un vaso de agua acerté a preguntar:

—¿Dónde está?

—¿Quién? —replicó, puesto que resultó evidente que mi sorprendente reacción le había descentrado hasta el punto de no relacionar mi pregunta con sus últimas palabras—. ¡Ah…! —pareció comprender al fin—. ¿La celadora? Abajo en los calabozos. ¿Acaso la conoce?

Capítulo 15

—Tanto al comandante Sullivan como al teniente Spencer, un jovencito imberbe pero muy espabilado al que habían encargado poner en marcha el proceso, se resistían a aceptar que una delicada criatura de aspecto angelical hubiera sido capaz de cometer las atrocidades de las que la acusaba, y tan solo empezaron a considerar que podían ser ciertas cuando les aseguré que estaba en condiciones de entregarles la libreta en que anotaba el número de sus víctimas y en la que de tanto en tanto incluía alguna que otra morbosa descripción de cómo se regodeaba a la hora de ejecutarlas.

—Nadie es tan idiota como para anotar el número de sus víctimas, aunque tan solo sea por temor a que algún día se convierta en una prueba… —alegó con muy buen criterio el teniente— ¡Sería una locura y no tiene aspecto de loca!

—Cuando hizo esas anotaciones, estaba convencida de la aplastante victoria de una Alemania que ya había entrado en París, e imaginaba que volarle la cabeza a docenas de judías embarazadas serían puntos a su favor en su rápida carrera hacia la cúpula de las SS —le hice notar porque conocía mejor que nadie a «La bella bestia», sus ambiciones y su sentido de la impunidad—. Cuando se dio cuenta del peligro, era ya demasiado tarde, y aunque no pienso aclarar cómo llegaron a mi poder esa libreta y otros documentos de igual modo comprometedores, estoy dispuesta a entregárselos con dos condiciones.

Al comandante no le gustaba que le pusiera condiciones porque ningún hombre suele aceptarlas, sobre todo si es militar y acaba de salir victorioso de una sangrienta contienda, pero su subordinado se atrevió a hacerle notar que si obtenía pruebas irrefutables contra una de ellas, el muro de silencio que habían levantado las celadoras se vendría abajo facilitando su labor de investigación y adelantando la fecha del juicio. En su opinión cuanto más se tardara en dictar sentencia, menos rigurosas serían las penas, y tras haber visto los cadáveres de miles de desgraciados sometidos a toda clase de torturas no quería que ninguno de los culpables quedara impune.

Mis condiciones eran dos: la primera entrevistarme con Irma y la segunda que mi nombre no figurara ni como testigo ni como el de la persona que había proporcionado pruebas inculpatorias, ya que era cosa sabida que el régimen franquista estaba dando asilo a miles de nazis a los que consideraba muy capaces de tomar represalias el día que decidiera regresar a Córdoba.

Sullivan aún se mostraba reticente a la primera de mis propuestas, por lo que le entregué la hoja que había tenido la precaución de arrancar de la libreta de Irma, y que en apariencia podía ser una lista de cualquier cosa, menos de prisioneros ejecutados, indicándole que lo único que tenían que hacer era comparar la letra.

El pobre hombre se quedó contemplando el pedazo de papel como si se tratara de un sapo venenoso y pese a que debió bastarle a la hora de convencerse de mi sinceridad, seguía siendo un rígido comandante del ejército inglés y optó por mantener los formalismos prometiendo tomar una decisión en cuanto se realizaran las pertinentes pruebas caligráficas.

Me proporcionó, eso sí, un cómodo alojamiento en el caserón que habían habilitado como residencia de oficiales, invitándome a cenar con ellos, y fue una velada deliciosa, aunque la calidad de la comida dejara mucho que desear, por no calificarla de absolutamente detestable. Pese a que acababa de entregarles un avión repleto de víveres, no se habían reservado ni tan siquiera una simple manzana, pero no tardé en comprender que la única manzana a la que estaban deseando hincarle el diente era a una jovencita que, modestia aparte, se había convertido en digna representante de la famosa dinastía de «las Capullo».

Resultaba halagador y gratificante sentirse cortejada por una decena de hombres que me miraban e incluso me olisqueaban como si fuera la última mujer que quedaba sobre la superficie del planeta. Lo atribuí a que tenían órdenes estrictas de no «confraternizar» con las alemanas y pese a que algunos podían haber solicitado un permiso con el fin de acudir a desfogarse a Inglaterra, la mayoría habían optado por permanecer en Bergen—Belsen auxiliando a los enfermos y preparando los detalles del proceso.

Eran veteranos que habían luchado en Libia, desembarcado en Normandía o participado en la brutal batalla del bosque de las Ardenas, pero se les advertía traumatizados por lo que habían visto en los crematorios y reconozco sin el menor pudor que me hubiera encantado multiplicarme por diez con el fin de dejarlos a todos tan satisfechos como se merecían, pero el milagro de los panes y los peces tan solo se dio en una ocasión y nada tuvo que ver con el sexo, por lo que me limité a repartir sonrisas lo más equitativamente posible.

A veces pienso que fue esa noche cuando mi subconsciente decidió que debía casarme con un inglés que los representara a todos porque de otro modo no se entiende que una mujer tan hiperactiva como yo acabara enamorándose de un hombre tan flemático como Larry.

Kees, que también había sido invitado a la cena, se libró muy mucho de probar la bazofia que le pusieron delante, pero lo compensó a base de atiborrarse del excelente whisky escocés; me llamó la atención que cuanto más bebía, menos renegaba y creo que ha sido el único caso que conozco en que el exceso de alcohol ejerciera un efecto beneficioso sobre alguien en lugar de convertirlo en un plasta.

Nos deleitó con una pintoresca historia sobre cómo se había dedicado a sacar barcos de caucho de contrabando de Indonesia hasta el día que descubrió que sus compradores se los revendían a los japoneses y a los nazis, por lo que preparó grandes bolas de papel maché embadurnadas con una capa de goma de un dedo de espesor que hizo pasar por auténtico caucho virgen. Lo que más le divertía era contar que «los muy cretinos» transportaron la carga hasta Hamburgo sin advertir que les había dado gato por liebre, y juraba muy seriamente que a causa de dicha estafa Hitler ordenó a los químicos alemanes que se pusieran manos a la obra con el fin de obtener el primer caucho sintético del que se consideraba en cierto modo «padre espiritual».

Cierto o falso, dejaba a las claras que amén de excelente piloto había sido un hombre de pasado turbulento, una especie de descarado buscavidas que empezaba a temer que con el fin de la guerra la competencia aumentara de forma espectacular.

—Abundan los veteranos de las fuerzas aéreas de un montón de países que han aprendido a volar muy bien y están decididos a todo —sentenció—. Tal vez vaya siendo hora de dejar las botas en tierra.

A la mañana siguiente, en cuanto se hubieron disipado los efectos del exceso de whisky, del que admito que también abusé, le invité a que me acompañara a dar un «paseo por el bosque», lo que en principio le dejó un tanto desconcertado aunque le advertí que no se hiciera ilusiones puesto que se trataba de algo muy serio.

—Un revolcón en el bosque contigo debe de ser algo muy serio, querida —fue su espontánea respuesta—. Pero, desde luego, no me hago ilusiones.

Me costó muy poco localizar el hediondo cuchitril en el que había tenido que vivir como una rata y en el que se hacinaban ahora una docena de refugiados que habían huido ante el avance de las tropas rusas y a sus espaldas el bosque que tantas veces había recorrido buscando leña aparecía desierto, pero aun así le pedí al holandés que se mantuviera atento, me alejé sola y no tardé en distinguir el roble bajo el que había escondido la cartera de Kramer.

Me senté sobre una gruesa raíz y mi felicidad hubiera sido completa de haber tenido alguna noticia sobre el paradero de mi madre y mi hermano, porque lo que me importaba no era la fortuna que descansaba sobre mis rodillas, sino el hecho de saber que iba a contribuir a que se hiciera justicia y todo el dolor que aquel par de malnacidos habían infligido a tantísima gente no quedaría, como suele ocurrir, enterrado en algún oscuro rincón de un bosque.

Allí se encontraba, entre diamantes y dinero, el pasaporte de la preciosa Hanna Haschke, enviada a la cámara de gas con el único fin de robarle su identidad, y allí estaba, en trazos toscos pero perfectamente legibles, la frase más aborrecible que se haya escrito nunca:

El placer que siento al disparar a sus hembras tan solo es superado por el placer que siento cuando advierto que están preñadas porque me consta que en ese momento estoy eliminando a dos enemigos de mi Führer.

Sus cráneos estallan dejando escapar la masa encefálica en un efecto muy similar al de pisar una cucaracha y siempre complace aplastar las cucarachas que han invadido tu hogar.

No bastaba con ser oficial del ejército inglés para mantener la calma ante semejante aberración, y como la prueba de caligrafía no dejaba dudas sobre la autoría del escrito, esa misma tarde Sullivan ordenó que hicieran subir a Irma a su despacho y nos dejaran a solas durante media hora.

Vestía un sucio mono gris que le quedaba enorme, le habían cortado el pelo a trasquilones, calzaba unas mugrientas zapatillas que hedían a tres metros de distancia y antes de marcharse la esposaron a un sillón.

Other books

Anywhere But Here by Paul, JL
The Calling by Alison Bruce
Galloway (1970) by L'amour, Louis - Sackett's 16
Caught Bread Handed by Ellie Alexander
Guarding the Socialite by Kimberly Van Meter