Me gusta verla, escucharla, olería y amarla, pero en ocasiones experimento la necesidad de convertirla en un recuerdo para que su ausencia me haga infeliz y me permita sentirme orgullosa al haberla sacrificado por mi patria.
Lo haría de inmediato si supiera que el Führer tendría conocimiento de la grandeza de mi acto.
Rellenó con pasmosa tranquilidad la copa al tiempo que añadía:
—Se consideraba una especie de Abraham a punto de sacrificar a su hijo, aunque lo que la detuvo no fue un ángel, sino la falta del público apropiado.
—¿Cómo puede hablar así acerca de lo que podría haber significado su sentencia de muerte? —le reprendió el editor molesto porque no aceptaba un sentido del humor que en ocasiones iba hasta sus últimos extremos.
—Porque estoy viva.
La instantánea y desenfadada contestación respondía a la forma de ser de una mujer contra la que no existía defensa lógica, dado que resultaba imposible mantener una conversación medianamente sensata con alguien que cambiaba de registro con tanta versatilidad. Era como intentar vencer en un combate de esgrima a un contrincante que de un segundo al siguiente sustituía el florete por una espada y la espada por un hacha para volver de improviso al florete.
Pero eran sus reglas del juego y a Mauro Balaguer no le quedaba más remedio que resignarse, mandarla al diablo o aceptar que cuanto para él era nuevo, terrible, descorazonador e irritante, para su interlocutora constituía parte de un pasado que había tenido años para digerir a base de insomnio, alcohol, tabaco, una sobrehumana capacidad de asimilar golpes y aquel absurdo y exacerbado sentido del humor.
—Estoy viva mientras que todas aquellas hijas de mala madre están muertas —insistió al poco en el tono de quien intenta convencerse a sí misma de que era así—. Al abrir de nuevo el baúl, encontré una fotografía que la primera vez no estaba, y en la que aparecían una decena de celadoras disfrutando de un apetitoso almuerzo en torno a una larga mesa de mantel blanco a la sombra de un árbol. Las chimeneas de los crematorios se recortaban a lo lejos y se reconocía perfectamente a Irma, la Mandel, Brenda y algunas de las habituales a las «cenas» que acababan como el rosario de la aurora. Costaba trabajo admitir que no fueran un grupo de sencillas secretarias en día de asueto y que aquellas encantadoras sonrisas pudieran desaparecer en el momento de separar a las «cerdas» que tendrían que trabajar como esclavas de las «puercas» que irían a parar al matadero. —Chasqueó la lengua en un gesto muy suyo que tanto podía indicar incredulidad como resignación al añadir—: Le juro que a estas alturas y pese a lo mucho que he reflexionado sobre ello, aún no he conseguido explicarme cómo se puede mandar a la cámara de gas a docenas de mujeres y niños por la mañana, irse a almorzar al campo y regresar a completar el trabajo por la tarde.
—Pues si usted que estaba allí y lo vivía a diario no logra comprenderlo, ¿cómo espera que lo haga yo tantos años después? —replicó el editor—. En una ocasión vi en el telediario cómo unos soldados le cortaban la cabeza a un prisionero y la alzaban como trofeo, pero quiero suponer que lo habían hecho en el ardor de la batalla, drogados, borrachos o bajo los efectos de una brutal descarga de adrenalina. A mi modo de entender, eso nada tiene que ver con la eliminación sistemática de inocentes, por lo que cuanto diga sobre el tema serán especulaciones.
—¡Pues vamos de culo! —masculló la cordobesa con una de sus clásicas salidas de tono—. ¿Cómo pretende que comprendiera aquel tipo de comportamientos si cuando abrí de nuevo el baúl descubrí que en la foto Irma aparecía con una espesa barba, enormes bigotes y un casco? Se los había pintado ella misma con tanto esmero que resultaba irreconocible y fue en esos momentos cuando caí en la cuenta de que en toda la casa no había una sola fotografía suya pese a lo guapa que era y lo mucho que se cuidaba y arreglaba…
—¿Ya qué lo atribuye? —quiso saber él—. ¿A patología o a prudencia? ¿No le gustaba verse o no le gustaba que pudieran reconocerla?
Violeta Flores meditó unos instantes que aprovechó para extraer de la caja el último habano que quedaba.
—Irma tenía tanta fe en la victoria y en su impunidad que no creo que se preocupara por el hecho de que el día de mañana la reconocieran como celadora de un campo de exterminio —dijo—. Creo que más bien aborrecía dar aquella edulcorada imagen de despreocupada colegiala disfrutando de una pacífica excursión campestre en unos momentos en que los chicos de su edad, aquellos con los que años atrás desfilaba ante la granja, morían en el frente.
—O sea, ¿que de un modo inconsciente pretendía expresar que su puesto no estaba a la sombra de un árbol como mujer, sino en el campo de batalla luchando como un hombre?
—¡Tal vez…! —admitió ella encogiéndose de hombros—. Pero como no me considero capacitada a la hora de opinar sobre algo que pertenece al terreno de la psiquiatría, lo único que sabría decirle es que Irma podría ser una esquizofrénica paranoide, una racista, sádica, asesina, lesbiana, bisexual o incluso pansexual si me apura, pero ante todo era una fanática obsesionada con el nacionalsocialismo, que constituía la piedra angular de su existencia. Sin los nazis en el poder no era nada, y estoy convencida de que por esa misma razón aquella maldita guerra duró tanto tiempo; los que la iniciaron carecían de alternativas y aguantaron hasta el último minuto a la espera de la milagrosa «arma secreta» que su líder les había prometido. Irma regresó de Berlín decepcionada porque no le permitían organizar su ejército de mujeres, pero feliz porque se había reunido con altos cargos de las SS que le aseguraron estar preparándose para hacerse con el control de Inglaterra, e incluso de los Estados Unidos, en cuanto se descargase «el golpe mortal» que aniquilaría cualquier tipo de resistencia. Se la advertía tan eufórica que se empeñó en tatuarme sus iniciales en el hombro y le garantizo que no tuve fuerzas para resistirme porque me prometió que en compensación me permitiría hablar con mi madre durante diez minutos.
—¿Y lo cumplió?
—Ella siempre cumplía su palabra, para lo bueno y para lo malo, que solía ser lo más frecuente. Mi madre me comentó que Brenda le había entregado la carta y recibido a cambio su vacuna, pero que de poco debió de servirle porque al parecer la habían capturado y fusilado. Por suerte, a los pocos días Irma recibió la orden de trasladarse a Ravensbrück, donde existía un gran campo de trabajo para mujeres en el que hasta el momento no se había ejecutado a casi nadie, pero en el que por exigencias de la guerra las cosas tenían que cambiar y se necesitaban «profesionales con experiencia». Me proporcionó un uniforme y salvoconducto en el que figuraba como «traductora del cuerpo de celadoras de las SS», y tres días después vino a recogernos una camioneta. Me vi obligada a hacer todo el viaje en la parte trasera, rodeada de muebles, bultos y maletas, y como me pelaba de frío, acabé envolviéndome en una bandera nazi. —Se echó a reír como burlándose de sí misma antes de concluir—: Si nos hubiera alcanzado una bomba, tal vez me habrían enterrado como a una heroína, pero el viaje se me antojó maravilloso porque por primera vez en años podía disfrutar de un hermoso paisaje, árboles, lagos, ríos, y sobre todo aire puro y sin rastro de olor a fenol, desinfectantes o carne quemada.
—Ravensbrück se encuentra a unos noventa kilómetros al norte de Berlín, muy cerca de la granja en que había vivido con mi madre, y más cerca aún de casa de Irma, que se sentía feliz por el hecho de volver a abrazar a viejos amigos y porque en Ravensbrück había hecho los cursos de celadora y presumía de haber conocido personalmente a Heinrich Himmler, que había fundado el campo con el fin de convertirlo en un ejemplo de eficiencia y alta productividad industrial. Dicha eficiencia se conseguía a base de mano de obra de esclavas que trabajaban un mínimo de dieciséis horas diarias todos los días del año bajo la amenaza de que aquellas que no soportaran el esfuerzo serían enviadas a los campos de exterminio…
Habían pasado al tercer ritual, el de la merienda en el patio, porque por mucho que hablara y amargo que fuera lo que contara, se diría que Violeta Flores había decidido que cada minuto que le quedaba de vida y cada paso que diera hacia la tumba tenía la obligación de ser satisfactorio, por lo que entre tarta y tarta puntualizó remarcando mucho las palabras:
—En comparación con Auschwitz, Ravensbrück era una especie de paraíso, lo cual no quita para que acabe de decir una gilipollez, porque en comparación con Auschwitz hasta el mismísimo infierno parecería un paraíso. Lo conformaban una larga serie de barracones alineados en cuatro calles sin apenas vigilancia debido a que las prisioneras sabían que mientras tuvieran fuerzas para trabajar estaban más seguras allí que en cualquier parte, pero con la llegada de Irma las cosas cambiaron de una forma radical.
—¿Y por qué tenían que cambiar si iban bien? —se sorprendió una vez más Mauro Balaguer—. Los alemanes pueden ser muchas cosas, pero no estúpidos y cuando una cosa funciona, suelen permitir que siga funcionando.
—Porque las necesidades de una fulgurante invasión con la que se suponía que los imparables tanques del Tercer Reich se adueñarían de Europa en menos de un año no eran las mismas que las de una contienda que ya duraba cuatro, y en la que los ejércitos antaño triunfantes retrocedían en la mayoría de los frentes… —Lanzó uno de sus sonoros y ya nada impresionantes reniegos al puntualizar—: Goebbels había declarado en nombre del Führer lo que pomposamente denominó «guerra total», por lo que fabricar armas durante dieciséis horas diarias no bastaba; había que trabajar veinte y no se podía perder tiempo enviando a campos de exterminio a quienes no soportaran el esfuerzo. Resultaba más cómodo, eficaz y sobre todo «persuasivo» construir una cámara de gas bien a la vista y el hecho de saber que quien se encargaría de ponerla en marcha sería una sanguinaria celadora importada expresamente de Auschwitz aterrorizaba a las operarias, que se quedaban prácticamente muertas de puro agotamiento sobre sus herramientas, sobre todo en cuanto comprobaron que incluso «su novia» tenía que trabajar o no comía.
—¿Haciendo qué?
—¡De traductora! —fue la rápida respuesta que emitía un leve tufo humorístico—. Con el tiempo aquello había acabado por convertirse en una Torre de Babel en la que cuando alguien pedía un martillo le daban unos alicates y cuando pedía un tornillo, un clavo. Yo me entendía con las republicanas españolas que habían sido capturadas en Francia al acabar la guerra civil, era la única en el campo que hablaba alemán y polaco, y de una forma u otra me las apañaba con italianas, francesas, portuguesas, rumanas e incluso alguna que otra inglesa, aunque de estas no había muchas. —Dio por concluida su merienda y observó a su huésped con una encantadora sonrisa de satisfacción al añadir—: Ravensbrück fue muy importante para mí porque comprendí que los nazis perderían la guerra debido a que en sus fábricas trabajaban prisioneros enemigos que hablaban lenguas muy diferentes, mientras que en las fábricas del bando opuesto la mayoría eran obreros que se entendían en inglés. Pronto caí en la cuenta de que las tareas se ralentizaban o se producía gran cantidad de accidentes debido a que a la mayoría de las operarías les costaba un enorme esfuerzo entender las órdenes o las explicaciones en alemán, lo cual traía aparejados durísimos castigos y en los casos de reincidencia se consideraba sabotaje, lo que significaba la muerte. Para la obtusa y germánica mentalidad de aquellas rígidas jefas de taller de cabeza cuadrada las chicas tenían la obligación de saber su idioma, aunque acabaran de llegar de Siberia o Burdeos, y a la vista de ello me entretuve en confeccionar una especie de «diccionario básico» limitado a palabras relacionadas con los trabajos que se hacían en cada sección, acompañadas de unos dibujos que podían entender desde una analfabeta campesina húngara a una eficiente secretaria francesa, con lo que la producción aumentó al tiempo que se reducían los accidentes. Irma se sentía orgullosa de mí porque contribuía a mejorar la producción, mientras yo me sentía feliz por facilitarle, y tal vez prolongarle, la vida a tanta desgraciada. Las cifras oficiales reconocen que en Ravensbrück murieron unas noventa mil prisioneras, cinco mil en la cámara de gas, y aunque se trata de una cifra ciertamente aterradora, puede considerarse relativamente baja en comparación con las de Auschwitz, Treblinka o Mauthausen.
No era momento de interrumpirla, sino de permitir que se tomara un leve descanso, respirara profundo, observara cómo los gorriones se peleaban entre las ramas de los árboles y acabara añadiendo:
—Tras haber pasado años aislada y casi sin hablar más que con Irma, el simple hecho de estar en contacto con tanta gente se me antojaba prodigioso pese a que trajera aparejada una dolorosa contrapartida; en Auschwitz tan solo distinguía en la distancia a quienes marchaban hacia las cámaras de gas, mientras que en Ravensbrück conocía a muchas de las víctimas, por lo que cuando las veía alejarse hacia la muerte, era como si yo misma me estuviera muriendo un poco. Fueron meses de luces, sombras, impotencia e ideas suicidas frente a la esperanza de no convertirme en uno de aquellos cadáveres que arrojaban a los hornos como sacos de patatas. Al fin decidí concentrarme en hacer lo mejor posible mi trabajo y evitar experimentar el menor afecto por nadie, sabiendo que eso me deshumanizaba, pero sabiendo también que en aquellas circunstancias lo peor que podía ocurrirme era «ser humana»… —Resopló como si lo que estuviera contando superara su reconocida capacidad de vencer cualquier obstáculo y tras agitar apenas la cabeza continuó—: Cuando todo parecía perdido, alzábamos los ojos no para pedir ayuda a un Dios, que nos había abandonado hacía tiempo, sino para ver llegar los bombarderos aliados que volaban rumbo al sur. De día eran americanos, de noche ingleses, el rugir de sus motores sonaba a música celestial y constituían el mejor testigo de que alguien se acordaba de nosotras, ya que pese a cuanto aullara el Führer proclamando falsas victorias, allí estaban aquellos benditos aviones para desmentirle. Los barracones rodeaban una fábrica, por lo que siempre estábamos temiendo que intentaran destruirla, cuando bombardeaban objetivos cercanos se elevaban largas llamaradas o altas columnas de humo, y aún a sabiendas de que cada una de ellas significaba la muerte de docenas de inocentes, había dejado de ser humana y no podía sentir pena por ellos. Una noche, un avión que regresaba ardiendo continuó hacia el norte, pero al poco aullaron las sirenas debido a que alguien había creído ver paracaidistas cayendo cerca del lago. Las celadoras se lanzaron en su busca, pero regresaron decepcionadas, Irma se dejó caer en la cama agotada mascullando imprecaciones, y la advertí tan frustrada y furiosa como la nefasta noche de la cena con la baronesa. Escuchándola cabría pensar, tal era su ceguera, que por el simple hecho de haberle pegado un tiro a uno de aquellos pobres pilotos habría conseguido acabar con la guerra, y cuando llegó la noticia de que un bombardero inglés sin nadie a bordo se había estrellado a unos veinte kilómetros de distancia, se empeñó en reiniciar la caza, pero le ordenaron que se centrara en su trabajo y permitiera que la policía hiciera el suyo.