—
M'sieurs
—anunció—. Hagan el favor de pasar a la sala, donde nos esperan los licores y donde les quiero mostrar un objeto artístico que, sin duda, los sorprenderá.
El sonido del piano acababa ahogado por la enorme algazara que llenaba el salón. El humo del tabaco, espeso y denso, flotaba como una nube dentro del
estaminet
A Cambrinus, en Merville, pero nadie parecía molesto, a peores y más peligrosos humos estaban ya todos habituados en las trincheras, junto a la ventana, un
tommy
delgaducho deslizaba los dedos por el piano barato, desafiando vigorosamente la cacofonía de las conversaciones con un
fox-trot
animado, de versos incomprensibles para los lanudos, pero vagamente seguidos por algunos ingleses más entorpecidos por el alcohol.
If I were the only girl in the world
…
Una muchacha delgada, con un delantal sucio sobre el vientre, zigzagueó, esbelta, entre las mesas llenas de hombres ruidosos, sosteniendo con la punta de los dedos de la mano derecha una bandeja con vasos de cerveza
blanche
. Baltazar,
el Viejo
, la vio y estiró la cabeza.
—
Tes bonne
! —bramó el veterano, insinuando una invitación sexual—.
Mademoiselle coucher avec moi
?
La muchacha sonrió y prosiguió sin responder. Estaba habituada a los lances de los soldados, a los groseros piropos de cuartel y al descuidado
patois
francés de las trincheras, hecho de un conjunto limitado de palabras, como
compris, pas compris, bonne, pas bonne, fini, coucher avec, manger, promenade
y poco más.
—¡Qué muchacha de categoría! —dijo Baltazar, volviéndose hacia la mesa. Bebió un sorbo de cerveza, apoyó la jarra pesadamente y eructó—. Hoy tenemos que ir de putas.
—Oye, Baltazar, que ya no tienes edad para eso —respondió Vicente,
el Manitas
—. Y además estás herido, tienes que descansar.
Baltazar pasó la mano por la venda que le cubría la oreja.
—Estoy herido en la oreja, no en la picha —replicó apuntando a la ingle.
—Compañero,
'stoy
hecho polvo —se quejó Vicente—. Pasamos la mañana en la mierda de los trabajos de fortificación y la tarde con las marchas y la instrucción con las bayonetas, esa lata de las estocadas contra sacos colgados y sacos en el suelo, además de todos esos ejercicios de culatazos, rodillazos, zancadillas y cabezazos, de manera
que'stoy
que no me tengo en pie.
—Joder, no seas maricón —advirtió Baltazar—. La mejor manera de recuperarse del cansancio es una buena jodienda.
—¿Qué opinas? —preguntó Vicente a Matias,
el Grande
.
Con los ojos fijos y melancólicamente perdidos en el amarillo turbio de la
blanche
que sostenía entre las manos, el enorme hombre de Palmeira se mostraba distante y taciturno. No llegaba a hacerse a la idea de la muerte de Daniel, su amigo de la infancia, y la imagen del cuerpo y la cabeza cayendo del cielo ensombrecía sus pesadillas desde el combate de la semana anterior. Había salido ya de las trincheras, pero era como si aún estuviese allí, rumiando el episodio constantemente, angustiado e invadido de incontenibles sentimientos de culpa, pensando que deberían haber abandonado antes la línea del frente, o si no unos segundos más tarde, imaginando la carta que le pediría al sargento que escribiese comunicando la noticia a la mujer del Beato, destacando las palabras, las ideas, los sentimientos, la rabia, la resignación, la tristeza. Matias miró a Vicente; parecía despertar de un sueño lejano.
—¿Eh?
—¿Tú qué opinas?
—¿Qué opino de qué?
—De irnos de putas, hombre —dijo Vicente con impaciencia—. ¿Estás dormido o qué?
—¿Ir de putas? —preguntó Matias, como si se tratase de una idea extraordinaria. Parecía atontado y se tomó un segundo para pensar—. Vamos.
—¡Está decidido, pues! —exclamó Baltazar, golpeando con la palma de la mano la mesa de madera—. ¡Nos vamos de putas!
—¿Alguien tiene pasta para prestarme? —preguntó Abel, medio mareado por el efecto de las cervezas—. Sin pasta no puedo permitirme ese vicio.
—Yo tengo pasta, Canijo, quédate tranquilo —dijo Baltazar, mostrando unos francos—. Montones de
monei
. —Se volvió hacia Matias—. Desde el golpazo del otro día andas muy caído, hombre. Te hicieron un homenaje de categoría, te promovieron a primer cabo, ¿qué más quieres?
—Me cago en el homenaje y en la promoción —exclamó Matias, que se incorporó y dejó algunas monedas en la mesa para pagar sus dos cervezas—. Vámonos.
El grupo se levantó, salió del
estaminet
y enfiló por la calle sucia y embarrada en dirección al burdel de Merville.
—Pero, Matias, la promoción te viene bien, siempre ganas unos cuartos más.
—Y una mierda.
—¿No son veinte francos?
—Sí.
—Mejor que nosotros, caramba. Seguimos en los quince y la verdad es que también nos hemos jugado el pellejo.
Matias se encogió de hombros y, arrastrando a Abel consigo, fue a orinar junto a un árbol, en el arcén. Los otros dos compañeros se adelantaron un poco. Baltazar se puso a cantar «¡Oh, almendro! ¿Qué es de tu rama?», pero Vicente interrumpió sus gritos estridentes y desafinados.
—Cállate —vociferó—. Estás dando un espectáculo.
—¿Qué coño te pasa, Manitas? —replicó Baltazar—. ¿Estás nervioso por culpa de las
mademoiselles
que nos vamos a follar?
—Cállate.
—¡Ya sé, Manitas, tu problema es que vas a tener una mujer de categoría y a ti te gusta más darle a la mano! —dijo Baltazar en medio de una carcajada grosera—. ¡Manitas prefiere la manita!
—¡Cállate,
'stás en
pedo!
Baltazar se calló. Matias y Abel se les juntaron y el grupo continuó en silencio por la calle, los cuatro sorteando los charcos de barro frecuentes en el camino y arrastrando por el suelo las puntas de los grandes uniformes. Eran ropas confeccionadas para soldados ingleses, más altos, y que para los portugueses resultaban ridículamente enormes, las mangas por encima de las manos, los bajos de los pantalones hundidos en el barro, verdaderos enanos con trajes de gigantes. Sólo Matias Silva, el hombretón cuya estatura elevada hacía honor al apodo del Grande, parecía hecho a la medida de aquel uniforme.
El burdel quedaba en una esquina de la avenida principal de Merville, hacia donde se dirigieron lentamente. En una calle de la avenida vieron a un chiquillo sentado en un muro frente a una casa con un agujero en la pared lateral.
—
M'sieurs
! —los llamó el chico—.
Voulez-vous ma soeur? Very good jig-a-jig. Demoiselle very cheap. Very good
.
El francesito tenía unos diez años de edad y, claramente, por su mezcla de inglés y francés, confundía a los soldados portugueses con
tommies
ingleses.
—¿Qué quiere el chico? —preguntó Vicente a Baltazar.
—Está ofreciendo a su hermana —explicó el veterano, deteniéndose y mirando al niño francés—.
Coucher avec mademoiselle
?
—
Oui m’sieur, très jolie, très bon marché
.
—
Combien
?
—
Cinq francs
.
—Es barato —comentó Baltazar a sus amigos—. Nos cobra cinco francos por su hermana.
—¿Y es realmente su hermana? —se asombró Abel,
el Canijo
.
—¡Qué sé yo! —exclamó Baltazar, encogiéndose de hombros—. Deben de ser refugiados belgas.
—Vamos —dijo Matias.
—Ten calma, espera un poco —replicó Baltazar, volviéndose al chico para saber dónde se encontraba la hermana—.
Où est mademoiselle
?
El francés, que acaso era belga, se apartó del muro y cruzó la calle.
—
Venez
! —dijo entrando en el patio de una casa baja del otro lado de la calle y haciéndoles una seña para que lo siguiesen.
Los portugueses se miraron y, con un paso lento y vacilante, fueron detrás de él. Llegaron a la casa, en realidad unas ruinas ya sin tejado, y encontraron al chico que los esperaba al fondo de unas escaleras, junto a la puerta de lo que parecía ser un sótano con acceso exterior. Bajaron las escaleras y el adolescente los invitó a entrar. Estaba oscuro en el sótano, pero pronto distinguieron una vela encendida en el rincón. Entraron y vieron a una muchacha sentada sobre una tela ancha, una almohada al lado, utensilios de cocina en otro rincón del sótano.
—
Cinq francs pour ma soeur
—repitió el muchacho, enseñando los cinco dedos de la mano.
Los cuatro portugueses miraron a la chica, esmirriada y menuda, que los miraba algo nerviosa, con los ojos cansados que iban de un soldado al otro.
—
Promenade avec moi
?
—Esta chiquilla no tiene más de catorce años —comentó Matias en voz baja, sacudiendo la cabeza.
—Es casi de la edad de mi hija —observó Baltazar, sin despegar los ojos de la chica. No le pasaron inadvertidos sus pequeños senos juveniles—. ¿Habéis visto sus tetitas? Parecen bellotas.
Matias,
el Grande
, se acercó, puso la mano en el bolsillo, sacó unas monedas y se las dio a la muchacha, quien guardó el dinero y comenzó a desnudarse.
—¿Te lo vas a hacer con ella? —preguntó Vicente.
—¿Estás loco? —respondió Matias, dando media vuelta y saliendo del sótano—. Vámonos.
El grupo abandonó el sótano y volvió a la calle, dejando a los adolescentes atrás.
—¡Una niña de esa edad! —exclamó Baltazar—. Es pecado.
—¿E ir de putas no es pecado? —quiso saber Abel.
—Ir de putas es una necesidad —explicó Baltazar—. Pero con niñas es pecado.
—Conozco a un tipo que se tiró a una de estas refugiadas —comentó Vicente,
el Manitas
.
—¿Una chica como ésta?
—Sí, muy jovencita.
—¿Y qué le pareció?
—Una maravilla —respondió Vicente—. Me dijo que estaba cachondo y que la refugiada se la puso bien dura.
Todos se rieron nerviosamente.
El barón Redier ya se había excusado ante los huéspedes y se había retirado a sus aposentos. Era un hombre de hábitos fijos, le gustaban los actos rutinarios, pasear por los mismos sitios, comer los mismos platos, dormir a la hora justa. Agnès se quedó en la sala con los dos oficiales junto a la chimenea, ella con un
champagne
en su mecedora, Afonso instalado en el canapé con el
whisky
de costumbre, Cook con un oporto en un sillón de caoba tapizado y con brazos labrados con formas serpentinas. El inglés cogió una caja de madera con puros, en cuya tapa se leía «Tabak-en-Sigaren», registrado por la P.G.C. Hajenius, la célebre casa de tabaco de la avenida Damrak, en Ámsterdam. La abrió y ofreció Coronitas a sus dos acompañantes, que no quisieron. Acabó encendiendo él mismo uno de los cortos habanos, que aspiró con gusto, y el aroma cálido y agradable del puro llenó la sala con su perfume tropical. Conversaron sobre todo y especialmente sobre la guerra, el tema que dominaba sus vidas. El capitán se mostraba particularmente interesado en entender cómo veían la guerra los ingleses, si la encaraban de manera diferente a la de los portugueses, y la copa de oporto pareció haberle soltado la lengua al teniente Cook. Agnès intentaba igualmente entender si lo que le decían sobre las hostilidades era verdadero o falso, si los alemanes eran de verdad crueles y cobardes como los describía la prensa, si la guerra acabaría o no. El teniente Timothy Cook, con tres años de experiencia en el conflicto, se reveló como una verdadera mina de información.
—
All lies
—exclamó el teniente después de una bocanada, sin vacilar en considerar mentirosas muchas de las noticias publicadas en los periódicos. Comprendió la confusión de su interlocutora y tradujo al francés—:
Mensonges
.
—
Mensonges
?
—
Yes
—asintió—. Los
poilus
llaman a eso
bourrage de crâne
. Es como si los periódicos fuesen una fábrica de producir mentiras.
—
Par exemple
?
—¡Oh, qué sé yo, tantas cosas! Mire, una vez estuve en Champagne durante una semana, probando un Farman en un aeródromo francés, y las cosas se presentaban tranquilas. Pues leí en los periódicos que allí había habido una poderosa ofensiva alemana que acabó interrumpida sin que el ejército francés hubiese retrocedido un solo metro.
All lies
. Otra vez ocurrió lo contrario. Con ocasión de la ofensiva de Somme, en la que daba la impresión de que el Infierno había bajado a la Tierra, los periódicos divulgaron la noticia de que todo estaba tranquilo en la zona del frente.
Agnès se quedó mirándolo, confundida.
—Bien —concedió—. Pero ¿no es verdad que los boches son crueles?
—
I say
—replicó Cook—. No más que nosotros. Si aparecemos frente a ellos, intentan matarnos, pero ¿no es eso, al fin y al cabo, lo que también les hacemos nosotros? Para ser totalmente honesto, yo diría que algunos son unos
very decent chaps
. Un amigo mío que está en los Royal Welch me contó que, durante una ofensiva desastrosa en el sector de Béthune, millares de hombres nuestros se quedaron caídos en la Tierra de Nadie, heridos y agonizando. Pues los boches, suspendido el ataque, no dispararon un solo tiro durante la noche, dejando que nuestros camilleros fuesen a buscar a todos los heridos y hasta a muchos muertos.
—No me diga que a usted le gustan los boches…
—
Don't get me wrong
—dijo Cook, sacudiendo la cabeza—. Si me enfrento con uno, me resulta más fácil liquidarlo que hacerlo prisionero.
—¿En serio?
—Hacer prisioneros da mucho trabajo —explicó, haciendo una breve pausa para aspirar su Coronita—. Algunos oficiales no vacilan en dar órdenes tajantes para que no se hagan prisioneros.
—Y eso quiere decir…
—Matarlos
on the spot
, no darle tregua a nadie —aclaró el teniente, que echó el humo retenido en los pulmones.
—¿Ustedes hacen eso?
—
Right ho
! —confirmó—. Si tenemos prisa o estamos especialmente furiosos porque han matado a un amigo nuestro, eso se da por añadidura. Pero debo decirle que, a este respecto, los peores son, de lejos, los canadienses y los australianos, que tienen fama de matar a todos los boches que se rinden. Con ellos no se juega.