Yefrem Vishnayev prestaba el máximo interés, pero no intervenía en la discusión. Fue Kerensky quien expresó el disgusto del grupo disidente. Pero ninguno de los dos quiso poner de nuevo a votación el dilema de las conversaciones de Castletown o la guerra en 1983. Ambos sabían que, en caso de empate, el voto del presidente era decisivo. Rudin había dado un paso más hacia su ruina, pero todavía no estaba acabado.
Los reunidos convinieron en anunciar, pero sólo a la KGB y a los altos dignatarios de la máquina del partido, que Yuri Ivanenko había sufrido un ataque cardíaco y estaba en el hospital. Cuando se hubiese descubierto a los asesinos y eliminado a sus cómplices, Ivanenko expiraría dulcemente, a causa de su enfermedad.
Rudin se disponía a llamar a los auxiliares al salón, para iniciar la sesión ordinaria del Politburó, cuando Stepanov, que inicialmente había votado en favor de Rudin y de las negociaciones con los Estados Unidos, levantó la mano.
—Camaradas, si los asesinos de Yuri Ivanenko lograsen escapar y revelar su acción al mundo, yo lo consideraría como una tremenda derrota de nuestro país. Si esto ocurriese, no podría seguir apoyando la política de negociaciones y de concesiones en materia de armamento a cambio de trigo americano, y apoyaría la propuesta del teórico del partido, Vishnayev.
Se hizo un tenso silencio.
—Yo haría lo mismo —secundó Shushkin.
Ocho contra cuatro, pensó Rudin, contemplando, impasible, a los reunidos. Ocho contra cuatro, si esos dos cerdos cambiasen ahora de bando.
—Tomo nota de esto, camaradas —dijo Rudin, sin pizca de emoción—. Nada se publicará de esta sesión. Nada en absoluto.
Diez minutos más tarde se inició la sesión ordinaria con una unánime expresión de pesar por la súbita enfermedad del camarada Ivanenko. A continuación se discutieron las últimas cifras llegadas al Politburó sobre la cosecha de trigo y otros cereales.
El automóvil «Zil» de Yefrem Vishnayev salió por la puerta de Borovitsky, en la esquina sudoeste del Kremlin, y cruzó la plaza Manege. El policía de guardia en la plaza, avisado por su aparato de radio de que la comitiva del Politburó salía del Kremlin, había detenido todo el tráfico, a los pocos segundos, los largos, negros y lujosos automóviles rodaron a toda velocidad por la calle de Frunze, dejando atrás el Ministerio de Defensa, y se dirigieron a las casas de los privilegiados, en la Kutuzovsky Prospekt.
El mariscal Kerensky había aceptado la invitación de Vishnayev y se sentaba al lado de éste en su coche. El cristal que separaba al conductor de la espaciosa parte posterior del automóvil estaba corrido y era a prueba de sonidos. Las cortinillas impedían que los viajeros fuesen vistos por los transeúntes.
—Está a punto de caer —gruñó Kerensky.
—No —negó Vishnayev—; está un poco más cerca de su caída, y mucho más débil sin Ivanenko, pero no a punto de caer. No menosprecie a Maxim Rudin. Luchará como un oso acorralado en la taigá, antes de marcharse; pero acabará haciéndolo, porque debe ser así.
—No queda mucho tiempo —dijo Kerensky.
—Menos del que usted se imagina —replicó Vishnayev—. La semana pasada hubo algaradas en Vilna a causa de la comida. Nuestro amigo Vitautas, que votó a favor de nuestra proposición en el mes de julio, se está poniendo nervioso. Ha estado a punto de cambiar de bando, a pesar de la espléndida villa que le ofrecí al lado de la mía, en Sochi. Ahora ha vuelto al redil, y Shushkin y Stepanov pueden pasar a nuestro lado.
—Sólo si los asesinos logran escapar, o si se publica la verdad en el extranjero —dijo Kerensky.
—Exacto. Y eso es precisamente lo que debe ocurrir.
Kerensky se volvió en el asiento de atrás, y su rostro encarnado se puso lívido bajo la mata de blancos cabellos.
—¿Revelar la verdad? ¿A todo el mundo? No podemos hacer una cosa así —tronó.
—No, no podemos. Son demasiado pocos los que saben la verdad, y unos simples rumores no lograrían nada. Podrían ser fácilmente desmentidos. Bastaría con encontrar un actor que se pareciese a Ivanenko y mostrarlo al público, después de los, necesarios ensayos. Otros deben hacerlo por nosotros. Con pruebas irrebatibles. Los guardias que estuvieron presentes aquella noche están en manos de la élite del Kremlin. Por tanto, sólo quedan los propios asesinos.
—Pero no los tenemos —dijo Kerensky—, ni es probable que los tengamos. La KGB dará primero con ellos.
—Probablemente; pero debemos intentarlo —repuso Vishnayev—. Seamos francos, Nikolai. Ya no luchamos por el control de la Unión Soviética. Luchamos por nuestra vida, como Rudin y Petrov. Primero, el trigo; ahora Ivanenko. Un escándalo más, Nikolai, uno más, y, sea quien fuere el responsable, Rudin caerá. Debe haber un nuevo escándalo. A nosotros nos corresponde cuidar de que lo haya.
Thor Larsen, vistiendo mono de trabajo y llevando un casco de seguridad, estaba plantado encima de una grúa montada sobre una plataforma, muy por encima del dique seco del centro de los astilleros de Ishikawajima. Harima, y contemplaba el bulto del barco que sería un día el Freya.
Aunque hacía ya tres días que lo había visto por primera vez, su tamaño seguía cortándole el resuello. En sus días de aprendizaje, los petroleros no pasaban nunca de las 30 000 toneladas, y hasta 1956 no se había botado uno que superaba aquel tonelaje. Hubo que inventar una nueva categoría para estos buques, y fueron llamados superpetroleros. Cuando se rebasó el límite de las 50 000 toneladas, surgió otra categoría, la del VLCC o very large crude carrier. Y, al romperse la barrera de las 200 000 toneladas, a finales de los años sesenta, nació el ultralarge crude carrier o ULCC.
Estando ya en el mar, como capitán, Larsen se había cruzado una vez con un leviatán francés de 550 000 toneladas. Sus tripulantes habían subido a cubierta para verlo pasar. El que ahora yacía debajo de él era de un tamaño dos veces mayor. Como había dicho Wennerstrom, el mundo nunca había visto nada igual, ni volvería a verlo.
Tenía 515 metros de eslora, o sea, el equivalente a cinco manzanas urbanas; 90 metros de manga, y una estructura de cinco pisos sobre la cubierta. Sabía, aunque no podía verlo, que, bajo cubierta, la quilla bajaba 36 metros hasta el suelo del dique seco. Cada uno de sus sesenta depósitos era mayor que un cine de barrio. En lo profundo de sus entrañas, debajo de la superestructura, habían sido ya instaladas las cuatro turbinas a vapor capaces de producir un total de 90 000 caballos de fuerza y que accionarían las dos hélices de bronce, de doce metros de diámetro, que brillaban ahora vagamente debajo de la popa.
Todo el barco era un hervidero de figuras que parecían hormigas; eran los trabajadores que se disponían a abandonarlo temporalmente mientras se llenaba el dique. Durante doce meses, casi exactos, habían cortado y soldado, empernado, aserrado, remachado, alisado, martillado y juntado todas las piezas del casco. Grandes módulos de acero de alta resistencia habían sido bajados por las grúas y colocados en su sitio para dar forma al buque. Los hombres quitaron las cuerdas y cadenas y cables que lo envolvían por todas partes y el gigante quedó por fin al descubierto, limpios de estorbos sus costados con sus veinte capas de pintura inoxidable, esperando el contacto con el agua.
Al fin, sólo quedaron los bloques que lo sujetaban. Los hombres que habían construido el mayor dique seco del mundo en Chita, cerca de Nagoya, en la bahía de Tse, no habían pensado nunca que su trabajo serviría para una cosa así. Era el único dique seco capaz de albergar un buque de un millón de toneladas, y éste era el primero y el último que albergaría jamás. Algunos veteranos acudieron para presenciar la ceremonia a través de las vallas.
La ceremonia religiosa duró media hora; el sacerdote shintoísta invocó a las divinidades para que colmasen de bendiciones a los que habían construido el barco, a los que seguirían trabajando en él y a los que habrían de tripularlo un día; para todos ellos pidió trabajo seguro y navegación sin contratiempos. Thor Larsen estaba presente descalzo, con su primer mecánico y su primer oficial, con el ingeniero naval del armador, que había estado allí desde el principio, y con el ingeniero del astillero. Los dos últimos eran los que en realidad habían diseñado y construido el barco.
Poco antes del mediodía se abrieron las compuertas, y las aguas del Pacífico Occidental empezaron a llenar el dique, con un rumor de trueno.
Hubo un almuerzo oficial en las oficinas del presidente; pero, no bien hubo terminado, Thor Larsen volvió al dique. Su primer oficial, Stig Lundquist, y su primer mecánico, Bjorn Erikson, ambos suecos, se reunieron con él.
—Es algo inaudito —comentó Lundquist, mientras el agua subía alrededor del buque.
Poco antes de ponerse el Sol, el Freya gruñó como un gigante que se despertase, se movió un centímetro, volvió a gruñir y, libre de sus soportes subacuáticos, flotó en el líquido elemento. Alrededor del dique, cuatro mil obreros japoneses rompieron su estudiado silencio y aclamaron con entusiasmo. Docenas de cascos blancos volaron por el aire; los seis europeos de Escandinavia participaron en el regocijo general, estrechándose las manos y dándose palmadas en la espalda. Allá abajo, el gigante esperaba pacientemente, como si comprendiese que también llegaría su triunfo, a su debido tiempo.
El día siguiente fue remolcado fuera del dique y llevado al muelle donde, durante tres meses, volvería a albergar a miles de figuritas que trabajarían como demonios para ponerle en condiciones de navegar fuera de la bahía.
Sir Nigel Irvine leyó las últimas líneas de la transcripción de el Ruiseñor, cerró el legajo y se echó atrás en su silla. —Bueno, Barry, ¿qué me dice de esto?
Barry Ferndale había pasado la mayor parte de su vida de trabajo estudiando la Unión Soviética, sus amos y su estructura de poder. Echó una vez más su aliento a las gafas y dio a éstas un restregón final.
—Un golpe más que Maxim Rudín tendrá que soportar —respondió—. Ivanenko era uno de sus más firmes partidarios. Y extraordinariamente astuto. Con él en el hospital, Rudin ha perdido a uno de sus consejeros más capacitados.
—¿Conservará Ivanenko su voto en el Politburó? —preguntó sir Nigel.
—Es posible que pueda votar por poderes, si se produce otra votación —dijo Ferndale—. Pero esto no es lo más importante. Incluso con un empate a seis, en una cuestión política importante, el voto del presidente del Politburó es decisivo. El peligro está en que uno o dos miembros indecisos cambien de bando. Incluso en una situación tan grave, Ivanenko inspiraba mucho miedo. Encerrado en una cámara de oxígeno, es posible que inspire mucho menos.
Sir Nigel acercó el legajo a Ferndale.
—Barry, quiero que vaya a Washington con esto. Sólo en visita de cortesía, desde luego. Pero procure cenar en privado con Ben Kahn y comparar notas con él. Este ejercicio se está complicando demasiado.
—Nosotros pensamos, Ben —dijo Ferndale, dos días más tarde, después de cenar en la casa de Khan, en Georgetown—, que Maxim Rudin se sostiene por un pelo delante de un Politburó que le es hostil en un cincuenta por ciento, y que ese pelo se está volviendo sumamente fino.
El subdirector (de información) de la CIA acercó los pies al fuego de la chimenea de rojos ladrillos y contempló el coñac que oscilaba en su copa.
—No puedo decir que estén equivocados —comentó, cautelosamente.
—También estamos convencidos de que, si Rudin no puede persuadir al Politburó de que siga haciendo concesiones en Castletown, su caída es inminente. Eso provocaría una lucha por la sucesión, que debería resolver el Comité Central en pleno. En el cual, desgraciadamente, Yefrern Vishnayev tiene mucha influencia y muchos amigos.
—Cierto —asintió Khan—. Pero también los tiene Vassili Petrov. Probablemente, más que Vishnayev.
—De acuerdo —admitió Ferndale—, y Petrov conseguiría sin duda la sucesión, si tuviese el apoyo de Rudin, al retirarse éste su debido tiempo y según sus condiciones, y contase con la ayuda de Ivanenko, cuyos esbirros de la KGB podrían contrarrestar la influencia del mariscal Kerensky en el Ejército rojo.
Kahn sonrió taimadamente a su visitante.
—Está usted avanzando muchos peones, Barry. ¿Cuál es su jugada?
—Sólo comparo notas —contestó Ferndale.
—Está bien, comparemos notas. En realidad, nuestra opinión en Langley coincide bastante con la suya. David Lawrence, del Departamento de Estado, también está de acuerdo. Stan Poklevski quiere ponerles las peras a cuarto a los soviets en Castletown. El presidente mantiene una posición intermedia..., como de costumbre.
—Pero Castletown es bastante importante para él, ¿no? —inquirió Ferndale.
—Mucho. El año próximo es el último de su mandato. Dentro de trece meses se elegirá un nuevo presidente. Bill Matthews quisiera marcharse dignamente, dejando tras él un importante tratado de limitación de armas.
—Nosotros pensábamos...
—¡Ah! —exclamó Kahn—. Creo que están pensando en adelantar el caballo.
Ferndale sonrió al advertir la solapada referencia a su «caballo», el director general de su servicio.
—... que Castletown fracasaría ciertamente, si Rudin dejase de tener el control en esta coyuntura. Y que él podría aprovechar las concesiones por parte de ustedes para convencer a los indecisos de su facción de que conseguía algo en Castletown y, por consiguiente, debían apoyarle.
—¿Concesiones? —repitió Kahn—. La semana pasada recibimos el definitivo estudio sobre la cosecha soviética de cereales. Están sobre un barril de pólvora. Al menos, así lo expresó Poklevski.
—Tiene razón —admitió Ferndale—. Pero el barril está a punto de derrumbarse. Y esperando dentro de él, está el querido camarada Vishnayev, con su plan de guerra. Y todos sabernos lo que eso significaría.
—Comprendido —dijo Kahn—. En realidad, mi lectura del legajo de el Ruiseñor me lleva a conclusiones parecidas. Ahora estoy preparando un informe para el presidente. Lo tendrá la próxima semana, cuando él y Benson se reúnan con Lawrence y Poklevski.
—Estas cifras —inquirió el presidente Matthews—, ¿representan el total de la cosecha soviética de cereales, recolectada hace un mes?
Miró a los cuatro hombres sentados al otro lado de su mesa. Al fondo de la estancia, unos leños crepitaban en la chimenea de mármol, dando un toque de color a la ya elevada temperatura producida por la calefacción central. Al otro lado de las ventanas del Sur, con cristales a prueba de bala, los prados aparecían espolvoreados por la primera escarcha matinal de noviembre. Como procedía del Sur, William Matthews apreciaba el calor.