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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (24 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—De acuerdo —admitió Bill Matthews—, pero, según me ha dicho Bob Benson, el mayor riesgo está en que se descubra a el Ruiseñor en este momento. Si esto ocurriese, y ellos le pillasen, el Politburó no tardaría en saber todo lo que nos ha dicho. En tal caso, darían cerrojazo a Castletown. Cierto que habrá que hacer enmudecer a el Ruiseñor, o sacarle de allí; pero no antes de que se haya redactado y firmado un tratado. Y eso puede tardar seis meses.

Aquella misma tarde, mientras el sol brillaba aún en Washington y se ponía sobre el puerto de Odessa, el Sanadria ancló en la bahía. Cuando cesó el ruido del cable del ancla, se hizo en el carguero un silencio, sólo interrumpido por el grave zumbido de los generadores en el cuarto de máquinas y por el silbido del vapor que escapaba sobre la cubierta. Andrew Drake„ se apoyó en la barandilla y contempló cómo se encendían las luces del puerto y de la ciudad.

Al oeste del barco, en el extremo norte del puerto, hallábanse el muelle del petróleo y la refinería, cercados por una verja de hierro. En el Sur, el puerto estaba limitado por el brazo protector del gran malecón. A diez millas de éste, el río Dniéster desembocaba en el mar a través de las marismas donde, cinco meses antes, había robado el bote Miroslav Kaminsky y emprendido su desesperada fuga en busca de la libertad. Ahora, gracias a él, Andrew Drake (Andriy Drach) había llegado al país de sus antepasados. Pero esta vez llegaba armado.

Aquella noche, el capitán Thanos fue informado de que podría entrar y atracar en el puerto a la mañana siguiente. Los funcionarios de la Aduana y de la Sanidad del puerto visitaron el Sanadria, pero pasaron la hora que estuvieron a bordo encerrados con el capitán Thanos en el camarote de éste, sorbiendo el fuerte whisky escocés reservado para tales ocasiones. Al ver alejarse la lancha del costado del buque, Drake se preguntó si Thanos le habría traicionado. La cosa parecía bastante fácil; Drake sería detenido en tierra, y Thanos se largaría con sus cinco mil dólares.

Todo dependía —pensó— de que Thanos hubiese creído su historia de que llevaba el dinero para su novia. Si era así, no tenía motivo para traicionarle, pues la falta era bastante leve; sus marineros introducían artículos de contrabando en Odessa, en todos sus viajes, y los dólares en billetes no eran más que una forma de contrabando. Y si el rifle y las pistolas hubiesen sido descubiertos, lo más fácil habría sido arrojarlos al mar y echar a Drake del barco al llegar al Pireo. Sin embargo, no pudo comer ni dormir aquella noche.

Momentos después de amanecer, el práctico subió a bordo. El Sanadria levó anclas y, con ayuda de un remolcador, pasó despacio entre los rompeolas y llegó a su amarradero. Drake se había enterado de que la maniobra de amarre se demoraba con frecuencia en este puerto de mar, el más congestionado de la Unión Soviética. Por lo visto, necesitaban los «Vacuvators» con urgencia. ¡No sabía él con cuánta urgencia! En fin, cuando las grúas de tierra hubiesen empezado a descargar el barco, los tripulantes libres de servicio podrían bajar a tierra.

Durante el viaje, Drake se había hecho amigo del carpintero del Sanadria, marinero griego de edad madura que había visitado Liverpool y se empeñaba en usar las veinte palabras que sabía de inglés. Las había repetido continuamente, con gran satisfacción, siempre que se había tropezado con Drake durante el viaje, y cada vez había asentido éste con gran entusiasmo. Por su parte, Drake había explicado a Constantino, en inglés y con señas, que tenía una novia en Odessa, a la que llevaba unos regalos. Constantino lo había aprobado. Con una docena de otros tripulantes, bajaron por la pasarela y se encaminaron a la verja del muelle.

Drake llevaba una de sus mejores chaquetas de ante, aunque hacía bastante calor. Constantino llevaba una bolsa colgada del hombro, con varias botellas de whisky escocés de buena calidad.

Toda la zona portuaria de Odessa está aislada de la ciudad y de sus habitantes por una alta valla metálica, coronada de alambre espinoso y de arcos voltaicos. La puerta principal de la verja suele permanecer abierta durante el día, siendo sólo cerrado el paso por un poste de balancín, pintado a rayas blancas y rojas. Es el lugar por donde deben pasar los camiones y otros vehículos de carga, y está custodiado por un funcionario de la Aduana y dos guardias armados.

Junto a la barrera hay un largo y estrecho recinto cubierto, con una puerta que da a la zona portuaria y otra que se abre al exterior. El grupo del Sanadria, precedido por Constantino, cruzó la primera puerta. Había allí un largo mostrador, al cuidado de un aduanero, y un control de pasaportes, donde se hallaban un funcionario de inmigración y un guardia. Los tres parecían algo harapientos y extraordinariamente aburridos. Constantino se acercó al aduanero y puso su bolsa sobre el mostrador. El hombre la abrió y sacó una botella de whisky. Constantino le indicó con un ademán que era un obsequio. El aduanero asintió con la cabeza, amistosamente, y metió la botella debajo de su mesa.

Constantino echó un brazo moreno sobre los hombros de Drake y se señaló con la otra mano.

—Droog —dijo, alegremente.

El aduanero volvió a asentir con la cabeza, dando a entender que comprendía que el recién llegado era amigo del carpintero griego y debía ser tratado como tal. Drake sonrió ampliamente. Se echó hacia atrás y contempló al aduanero, como miraría un sastre a un cliente. Después, avanzó, se quitó la chaqueta de ante y la extendió, indicando que él y el aduanero eran aproximadamente de la misma talla. El funcionario no perdió tiempo en probársela; era una hermosa chaqueta, que costaba al menos el equivalente de un mes de salario. Sonrió, agradeciendo el regalo; puso la chaqueta debajo de la mesa e hizo ademán de que pasase todo el grupo.

El hombre de inmigración y el guardia no se mostraron sorprendidos. La segunda botella de whisky era para ellos. Los tripulantes del Sanadria entregaron sus documentos de identidad, y Drake mostró su pasaporte al funcionario, y recibieron a cambio un pase cada uno para salir del puerto. A los pocos minutos, el grupo del Sanadria salió del cobertizo a plena luz del sol.

El lugar de cita de Drake era un pequeño café del barrio portuario de viejos callejones empedrados, no lejos del monumento a Pushkin, en la cuesta que conduce del puerto a la ciudad propiamente dicha. Se separó de sus compañeros, alegando que tenía que encontrarse con su mítica novia. Constantino no se opuso; tenía que buscar a sus amigos de los bajos fondos, para concertar la entrega de su bolsa llena de pantalones vaqueros. Drake encontró el café después de media hora de rondar por el barrio.

Fue Lew Mishkin quien acudió, justo después del mediodía. Prudente y cauteloso, se sentó solo, sin hacer la menor señal de reconocimiento. Cuando hubo terminado su café, se levantó y salió del establecimiento. Drake le siguió. Sólo cuando llegaron ambos al paseo marítimo del bulevar Primorsky, dejó que Drake se le acercase. Hablaron mientras caminaban.

Drake convino en que aquella noche daría el primer paso, introduciendo las pistolas y el intensificador de imagen; llevaría las primeras metidas debajo de su cinturón, y el último, en su saco, junto con las dos botellas de whisky. Habría muchos tripulantes de barcos occidentales que cruzarían la barrera para pasar la velada en los bares del sector portuario. Llevaría otra chaqueta de ante, para disimular el bulto de las armas, y el fresco del aire nocturno justificaría que la llevase abrochada. Mishkin y su amigo, David Lazareff, esperarían a Drake amparados en la oscuridad, junto al monumento a Pushkin, y se harían cargo de la mercancía.

Poco después de las ocho, Drake pasó con su primer cargamento. Saludó alegremente al aduanero, el cual correspondió a su saludo e hizo una seña a sus colegas del control de pasaportes. El hombre de inmigración le entregó el pase a cambio del pasaporte y, con un movimiento de cabeza, señaló la puerta abierta. Drake la cruzó y se encontró de nuevo en la ciudad de Odessa. Estaba a punto de llegar al pie del monumento a Pushkin, cuya cabeza se recortaba sobre el cielo estrellado, cuando se le acercaron dos figuras, saliendo de la oscuridad, entre los plátanos que llenan los espacios abiertos de Odessa.

—¿Algún problema? —preguntó Lazareff.

—Ninguno —respondió Drake.

—Pásanos la mercancía —dijo Mishkin.

Ambos llevaban sendas carteras de mano, cosa que parece muy corriente en la Unión Soviética. Estas carteras, lejos de contener documentos, son la versión masculina de unos bolsos que llevan las mujeres y son llamados «por si acaso». Este nombre se debe a que siempre existe la esperanza de encontrar algún artículo de consumo que pueda adquirirse antes de que lo vendan a otro o de que se forme una cola. Mishkin tomó el intensificador de imagen y lo metió en su cartera, que era más grande que la de su compañero; Lazareff tomó las dos pistolas, los cargadores suplementarios y la caja de proyectiles de rifle, y los guardó en la suya.

—Zarparemos mañana al anochecer —dijo Drake—. Tendré que traer el rifle por la mañana.

—¡Hum! —exclamó Mishkin—. La luz del día no nos va bien. Tú conoces mejor que yo la zona del puerto, David. ¿Dónde se hará la entrega?

Lazareff reflexionó un momento.

—Hay un callejón —respondió— entre dos talleres de reparación de grúas.

Describió los dos talleres de paredes pardas, no lejos de los muelles.

—El callejón es corto y estrecho. Uno de sus extremos mira al mar, y el otro, a una pared lisa. Entra por el extremo del mar a las once en punto. Yo entraré por el extremo contrario. Si hay alguien más en el callejón, sigue adelante, da la vuelta a la manzana y prueba otra vez. Si el callejón está vacío, tomaremos el paquete.

—¿Cómo lo llevarás? —preguntó Mishkin.

—En un saco de marinero, de unos cuatro palmos de largo —contestó Drake—, y envuelto en chaquetas de ante.

—Larguémonos —intervino Lazareff—. Alguien viene.

Cuando Drake volvió al Sanadria, había otros hombres en la aduana, y le registraron. No llevaba nada. A la mañana siguiente pidió al capitán Thanos que le dejase bajar una vez más a tierra, con el pretexto de que quería pasar el mayor tiempo posible con su prometida. Thanos le excusó de su trabajo en cubierta y le autorizó a bajar. Drake pasó un mal rato en la aduana, cuando le dijeron que mostrase lo que llevaba en los bolsillos. Obedeció, dejando el saco en el suelo y sacando un fajo de cuatro billetes de diez dólares. El aduanero, que parecía estar de mal humor, le amonestó con un dedo y le confiscó los dólares. No miró el saco. Por lo visto, las chaquetas de ante eran un contrabando respetable; no así los dólares.

No había nadie en el callejón, salvo Mishkin y Lazareff, que avanzaban en dirección contraria a Drake. Mishkin miró más allá de Drake, hacia el extremo del callejón; cuando iban a cruzarse, dijo:

—¡Venga!

Y Drake cargó el saco sobre el hombro de Lazareff.

—Suerte —deseó, echando a andar—. Nos veremos en Israel.

Sir Nigel Irvine era miembro de tres clubs en el sector oeste de Londres, pero escogió «Brook's» para cenar con Barry Ferndale y Adam Munro. Siguiendo la costumbre, dejaron los asuntos serios para después de la cena, cuando, abandonando el comedor, se retiraron al salón, donde se servía el café, el oporto y los cigarros.

Sir Nigel había pedido al jefe de los camareros que le reservase su rincón predilecto cerca de la ventana que daba a St. James Street, y, cuando llegaron, cuatro mullidos sillones de cuero les estaban esperando. Munro pidió coñac y agua; Ferndale y sir Nigel prefirieron una jarra de oporto del club, que fue dejada sobre la mesita. Reinó el silencio mientras encendían los cigarros y sorbían el café. Desde las paredes, les miraban los Diletantes, grupos de hombres de mundo del siglo XVIII.

—Bueno, mi querido Adam, ¿cuál es el problema? —preguntó, al fin, sir Nigel.

Munro miró a la mesa más próxima, donde estaban conversando dos altos funcionarios civiles. Si aguzaban el oído, podían escuchar lo que dijesen ellos. Sir Nigel advirtió su mirada.

—Si no gritamos —dijo, tranquilamente—, nadie nos oirá. Los caballeros no escuchan las conversaciones entre otros caballeros.

Munro pensó un poco.

—Nosotros lo hacemos —repuso simplemente.

—Eso es diferente —negó Ferndale—. Es nuestro oficio.

—Está bien —dijo Munro—. Quiero sacar de allí a el Ruiseñor. Sir Nigel observó la punta de su cigarro.

—¿Ah, sí? —inquirió—. ¿Alguna razón especial?

—En primer lugar, la tensión del agente —explicó Munro—. La grabación original del mes de julio tuvo que ser robada y sustituida por una falsa. Esto puede descubrirse y tiene muy inquieto a el Ruiseñor. En segundo lugar, están las probabilidades de descubrimiento. Cada sustracción de actas del Politburó aumenta estas probabilidades. Sabemos cómo lucha Maxim Rudin por su vida política y por su sucesión. Si el Ruiseñor se descuida o tiene mala suerte, pueden pillarle.

—Ese es uno de los riesgos de su deserción, Adam —dijo Ferndale—. Son gajes del oficio. A Penkovsky le cogieron.

—Esa es precisamente la cuestión —continuó Munro—. Penkovsky había dado casi todo lo que podía dar. La crisis de los misiles cubanos había terminado. Los rusos nada podían hacer ya para reparar el daño que Penkovsky les había causado.

—Yo diría que ésta es una buena razón para que el Ruiseñor siga en su sitio —observó sir Nigel—. Todavía puede hacer muchísimo más por nosotros.

—O al contrario —replicó Munro—. Si el Ruiseñor sale de allí, es posible que el Kremlin no sepa nunca lo que ha pasado. Si le cogen, le harán hablar. Lo que puede revelar ahora es más que suficiente para provocar la caída de Rudin. Y creo que, en este momento, no interesa a Occidente que Rudin sea derribado.

—Cierto —admitió sir Nigel—. Comprendo su punto de vista. Hay que sopesar las probabilidades. Si sacamos de allí a el Ruiseñor, la KGB investigará durante meses. Probablemente, se descubrirá el hurto de la cinta y presumirán que nos entregó otras cosas antes de fugarse. Si le cogen, será aún peor; le arrancarán la lista completa de todo lo que nos ha dado. Como resultado de ello, Rudin caerá. Y aunque, probablemente, Vishnayev saldrá también malparado, fracasarán las conversaciones de Castletown. Tercera posibilidad: mantener a el Ruiseñor en su sitio hasta que hayan terminado las conferencias de Castletown y se haya firmado el acuerdo de limitación de armamentos. Entonces, nada podrá ya hacer la facción belicista del Politburó. Es una alternativa tentadora.

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