La alternativa del diablo (25 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La alternativa del diablo
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—Yo preferiría sacarle de allí —dijo Munro—. Pero, si no es posible, dejémosle tranquilo; que deje de transmitir.

—Yo preferiría que continuase —dijo Ferndale—, al menos hasta que termine lo de Castletown.

Sir Nigel reflexionó sobre los argumentos alternativos.

—Esta tarde he estado con la Primer Ministro —dijo al fin—. Ella me ha pedido algo, encarecidamente, en su propio interés y en el del presidente de los Estados Unidos. En este momento no puedo rechazar su petición, a menos que se demostrase que el Ruiseñor está a punto de ser descubierto. Los americanos consideran vital, para poder llegar a la conclusión de un tratado satisfactorio en Castletown, que el Ruiseñor les mantenga enterados de la posición que adoptarán los soviets en las negociaciones. Al menos, hasta principios del próximo año.

»Por consiguiente, les diré lo que voy a hacer. Usted, Barry, prepare un plan para el rescate del Ruiseñor; algo que pueda ponerse en práctica al primer aviso. Y, si la situación de el Ruiseñor llega a hacerse terriblemente comprometida, le sacaremos de allí, Adam. Pero, de momento, las conversaciones de Castletown y la frustración de los planes de la camarilla de Vishnayev deben tener prioridad absoluta. Tres o cuatro informaciones más, y deberíamos llegar a las fases finales de las conferencias de Castletown. Los soviets necesitan llegar a algún acuerdo sobre el trigo, a lo más tardar, en febrero o marzo. Después de esto, Adam, el Ruiseñor podrá venir a Occidente, y estoy seguro de que los americanos le mostrarán su gratitud de la manera acostumbrada.

La cena que tuvo lugar en las habitaciones privadas de Maxim Rudin en el sanctasantórum del Kremlin fue mucho más secreta que la celebrada en el club «Brook's» de Londres. La confianza en la discreción de los caballeros, en lo tocante a las conversaciones de otros caballeros, no ha superado nunca la extremada precaución de los hombres del Kremlin. Cuando Rudin se sentó en su sillón predilecto del estudio y señaló sus asientos a Ivanenko y a Petrov, no había nadie que pudiese oírles, salvo el mudo Misha.

—¿Qué le ha parecido la reunión de hoy? —preguntó Rudin a Petrov, sin el menor preámbulo.

El jefe de las Organizaciones del Partido en la Unión Soviética se encogió de hombros.

—Salimos adelante —respondió—. El informe de Rykov fue magnífico. Pero todavía tendremos que hacer algunas concesiones bastante sustanciales, si queremos hacernos con el trigo. Y Vishnayev no renuncia a su guerra.

Rudin lanzó un gruñido.

—Vishnayev quiere mi sitio —observó rudamente—. Esa es su ambición. Quien quiere la guerra es Kerensky. Quiere emplear sus fuerzas armadas antes de ser demasiado viejo.

—El resultado es el mismo —intervino Ivanenko—. Si Vishnayev le derriba a usted, estará tan atado a Kerensky que no podrá, ni realmente deseará, oponerse a la fórmula de éste para la solución de todos los problemas de la Unión Soviética. Dejará que Kerensky haga su guerra la próxima primavera o a principios de verano. Entre los dos destruirán todo lo que se ha conseguido en el curso de dos generaciones.

—¿Qué tiene que decirme de sus consultas de ayer? —preguntó Rudin.

Sabía que Ivanenko había llamado a dos de sus hombres más importantes en el Tercer Mundo, para que le informasen personalmente. Uno de ellos controlaba todas las operaciones subversivas en África; el otro hacía lo propio en Oriente Medio.

—La impresión es optimista —respondió Ivanenko—. Los capitalistas han forzado tanto su política africana, y durante tanto tiempo, que su posición es prácticamente insostenible. Los liberales siguen dominando en Washington y Londres, al menos en asuntos extranjeros. Pero están tan preocupados por África del Sur, que no parecen darse cuenta de lo que ocurre en Nigeria y en Kenya. Ambas están a punto de caer en poder nuestro. Los franceses resultan más difíciles en Senegal. En cuanto al Oriente Medio, creo que Arabia Saudí caerá dentro de tres años. Está casi cercada.

—¿Tiempo previsto? —preguntó Rudin.

—Dentro de pocos años, digamos alrededor de 1990, tendremos el control efectivo del petróleo y de las rutas marítimas. La campaña de euforia, en Washington y en Londres, aumenta continuamente, y con buen resultado.

Rudin exhaló una bocanada de humo y aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero que le acercó Misha.

—Yo no lo veré —dijo—, pero sí ustedes dos. Dentro de diez años, Occidente morirá de inanición, y no tendremos que disparar un solo tiro. Mayor razón para pararle los pies a Vishnayev, mientras estamos a tiempo.

A cuatro kilómetros al sudoeste del Kremlin, en un cerrado recodo formado por el río Moscova y no lejos del Estadio Lenin, se levanta el antiguo monasterio de Novodevinhi. Su entrada principal se encuentra frente a los grandes almacenes «Beriozka», donde los ricos y los privilegiados, o los extranjeros, pueden comprar, con divisas fuertes, artículos de lujo inalcanzables para el vulgo.

Dentro de las tierras del monasterio se encuentran tres lagos y un cementerio, este último, accesible a los peatones. El guardia de la puerta raras veces se toma el trabajo de parar a los que llevan ramos de flores.

Adam Munro dejó su coche en el aparcamiento de «Beriozka» entre otros vehículos cuyas matrículas revelaban que pertenecían a los privilegiados.

«¿Dónde esconderían un árbol? —solía preguntar su instructor a los alumnos—. En el bosque. ¿Y dónde esconderían una china? En la playa. Siempre hay que buscar el sitio más natural.»

Munro cruzó la calle, atravesó el cementerio, llevando un ramo de claveles en la mano, y encontró a Valentina esperándole junto a uno de los pequeños lagos. Los últimos días de octubre habían traído los primeros vientos fríos de las estepas del Este, y grises y veloces nubes cruzaban el cielo. La superficie del agua se rizaba y estremecía al soplo del viento.

—Hice mi petición a Londres —dijo cariñosamente él—. Y me dijeron que de momento es demasiado arriesgado. Me respondieron que si te sacásemos ahora de aquí, descubrirían la sustracción de la cinta y, en consecuencia, que hemos sido informados de las reuniones. Creen que, en ese caso, interrumpirían las conversaciones de Irlanda y pondrían en práctica el plan de Vishnayev.

Ella se estremeció ligeramente, aunque no habría podido decir si era por efecto del frío o del miedo que le inspiraban sus amos. El la rodeó con un brazo y la estrechó contra su cuerpo.

—Tal vez tienen razón —aceptó en voz baja Valentina—. Al menos, el Politburó está negociando sobre la comida y sobre la paz, no preparándose para la guerra.

—Rudin y su grupo parecen sinceros esta vez —sugirió él. Ella bufó entre dientes.

—Son tan malos como los otros —replicó—. Sin la presión a que están sometidos, no los tendríais allí.

—Bueno; en todo caso, la presión existe —dijo Munro—. Pueden tener el grano. Y conocen las alternativas. Creo que el mundo tendrá su tratado de paz.

—Si es así, lo que he hecho habrá valido la pena —dijo Valentina—. No quiero que Sasha crezca entre basura, como hice yo, ni que viva con una pistola en la mano. Eso sería lo que le reservarían los del Kremlin.

—No será así —la tranquilizó Munro—. Créeme, querida; él crecerá en libertad, en Occidente, con su madre y conmigo, como padrastro. Mis jefes han accedido a sacarte de aquí en primavera.

Ella le miró con un destello de esperanza en los ojos.

—¿En primavera? ¡Oh, Adam! ¿En qué tiempo de la primavera?

—Las conversaciones no pueden durar demasiado. El Kremlin necesita el trigo en abril, a lo más tardar. Entonces habrán agotado todos sus recursos y reservas. Cuando se acuerde el tratado, quizás incluso antes de su firma, tú y Sasha seréis sacados de aquí. Mientras tanto, quiero que reduzcas el riesgo que corres. Sólo debes informar de las cuestiones más vitales sobre las conversaciones de paz de Castletown.

—Una de ellas está aquí —dijo Valentina, tocando el bolso colgado de su hombro—. Es de hace diez días. La mayor parte de sus términos son tan técnicos, que no puedo comprenderlos. Se refieren a una posible reducción de SS Veintes móviles.

Munro asintió gravemente con la cabeza.

—Son cohetes tácticos con cabezas nucleares, sumamente exactos y sumamente móviles; transportados en vehículos, han sido emplazados en bosques y camuflados en toda la Europa Oriental.

Veinticuatro horas después, el paquete viajaba hacia Londres.

Tres días antes de terminar el mes, una anciana caminaba por la calle de Sverdlov, en el centro de Kiev, en dirección a su casa. Aunque tenía derecho a coche y chófer, había nacido y se había criado en el campo, y era de fuerte raigambre campesina. Por esto prefería caminar a ir en coche, tratándose de distancias cortas. La amiga con quien había pasado la velada vivía a sólo dos manzanas de distancia de su domicilio, y por eso había despedido ella a su chófer para aquella noche. Acababan de dar las diez cuando cruzó la calle en dirección a la puerta de su casa.

El coche iba a tal velocidad que no lo vio. Se encontró en medio de la calle, sola; los otros dos únicos transeúntes estaban a cien metros de distancia, y el vehículo se le echaba encima, con los faros encendidos y chirriando los neumáticos. Se quedó paralizada. El conductor parecía querer embestirla de lleno, pero desvió el coche en el último momento. La aleta del vehículo le dio un golpe en la cadera, haciéndola caer en el arroyo. El coche no se detuvo, sino que se alejó zumbando en dirección al bulevar Kreshchatik, al final de Sverdlov. La mujer oyó vagamente un ruido de pisadas, al correr los transeúntes en su ayuda.

Aquella noche, Edwin J. Campbell, jefe del grupo negociador estadounidense en Castletown, llegó cansado y contrariado a la residencia de la Embajada en Phoenix Park. América había proporcionado a su enviado en Dublín una elegante mansión, totalmente modernizada, con espléndidas habitaciones para los huéspedes; las destinadas a Edwin Campbell eran las mejores que hubiese ocupado jamás. Ahora podría tomarse un buen baño caliente y tumbarse a descansar.

Se había quitado el abrigo y respondido al saludo de su anfitrión, cuando un mensajero de la Embajada le entregó un grueso sobre de papel manila. Esto redujo sus horas de sueño aquella noche, pero valía la pena.

El día siguiente, ocupó su sitio en la Long Gallery de Castletown y miró impasiblemente al profesor Iván 1. Sokolov, sentado al otro lado de la mesa.

«Muy bien, profesor; sé hasta dónde puedes llegar en tus concesiones. Vayamos al grano.»

Fueron necesarias cuarenta y ocho horas para que el delegado soviético accediese a reducir a la mitad el número de cohetes nucleares tácticos del Pacto de Varsovia en la Europa Oriental. Y seis horas más tarde, en el comedor, se acordó un protocolo por el cual los Estados Unidos venderían a la URSS máquinas de sondeo y tecnología de extracción de petróleo por valor de doscientos millones de dólares, a los precios convenidos.

La anciana estaba inconsciente cuando la ambulancia la llevó al hospital general de Kiev, llamado «Hospital de Octubre» y emplazado en el número 39 de la calle de Karl Liebknecht. Y continuó en el mismo estado hasta la mañana siguiente. Cuando pudo decir quién era, las aturrulladas autoridades la sacaron inmediatamente del pabellón general y la trasladaron en una camilla de ruedas a una habitación particular, que en seguida se llenó de flores. Durante el día, el mejor cirujano ortopédico de Kiev la operó y compuso su fémur roto.

En Moscú, Ivanenko recibió una llamada telefónica de su ayudante particular y escuchó atentamente.

—Comprendo —dijo, sin vacilación—. Informe a las autoridades de que iré inmediatamente. ¿Cómo? Bien; entonces, cuando se haya recobrado de la anestesia. ¿Mañana por la noche? Muy bien, cuide de todo.

El frío arreciaba aquella última noche de octubre. Nadie se movía en la calle de Rosa Luxemburgo, a la que da la parte trasera del «Hospital de Octubre». Los dos largos automóviles negros permanecían discretamente aparcados junto al bordillo, delante de la entrada posterior del hospital. El jefe de la KGB había preferido emplear ésta, en vez de la puerta principal.

Toda la zona se encuentra en una pequeña elevación de terreno, rodeado de árboles, y, más abajo y en el lado opuesto de la calle, se estaba construyendo una dependencia aneja al hospital, cuyos pisos superiores y sin terminar sobresalían ligeramente de la fronda. Los vigilantes, entre los fríos sacos de cemento, se frotaban las manos para activar la circulación y contemplaban los dos automóviles parados delante de la puerta, débilmente iluminada por una sola bujía sobre el arco.

Cuando bajó la escalera, el hombre, al que sólo quedaban siete segundos de vida, llevaba un abrigo largo y con cuello de piel, y gruesos guantes, a pesar de que sólo tenía que cruzar la acera para volver al calor del coche que esperaba. Había pasado dos horas con su madre, consolándola y asegurándole que encontrarían a los culpables, como habían encontrado el coche abandonado.

Le precedía un ayudante, que se adelantó corriendo y apagó la luz del portal. La puerta y la acera quedaron sumidas en la oscuridad. Sólo entonces avanzó Ivanenko hasta la puerta, que mantenía abierta uno de sus seis guardaespaldas, y la cruzó. Los cuatro que estaban fuera se separaron al aparecer el abrigado personaje, que era una sombra más entre las sombras.

Cruzó rápidamente la acera en dirección al «Zil», que tenía ya el motor en marcha. Se detuvo un segundo, mientras se abría la portezuela, y murió. La bala del rifle de caza le había atravesado la cabeza, entrando por la frente, rompiendo el parietal y saliendo por el occipucio, para acabar alojándose en el hombro de uno de los ayudantes.

La detonación del rifle, el chasquido de la bala contra el hueso y el primer grito del coronel Yevgeni Kukushkin, jefe de los guardaespaldas, se produjeron en menos de un segundo. Antes de que el hombre se derrumbase sobre la acera, el coronel de paisano le asió por debajo de las axilas y lo arrastró literalmente hasta el asiento trasero del «Zil». Antes de que la portezuela se cerrase, el coronel gritó al aterrorizado conductor:

—¡Arranque! ¡Arranque!

El coronel Kukushkin reclinó la sangrante cabeza de Ivanenko sobre sus rodillas, mientras los neumáticos del «Zil» chirriaban al apartarse del bordillo. Empezó a pensar de prisa. No se trataba solamente de ir a un hospital, sino de elegir el hospital adecuado para un hombre tan importante. Al salir el «Zil» por el final de la calle de Rosa Luxemburgo, el coronel encendió la luz interior del automóvil. Lo que vio, y había visto mucho en su carrera, le bastó para saber que los hospitales estaban fuera de lugar. Su segunda reacción, programada en su mente y fruto de su oficio, fue: nadie debe saberlo. Había sucedido lo increíble y nadie debía saberlo, salvo aquellos a quienes nada debe ocultarse. Debía su promoción y su cargo a su serenidad mental. Al ver que el segundo automóvil, el «Chaika» de los guardaespaldas salía de la calle de Rosa Luxemburgo detrás de ellos, ordenó al conductor que buscase una calle tranquila y oscura, a no menos de tres kilómetros de donde se encontraba, y aparcase en ella.

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