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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (28 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Robert Benson y el doctor Myron Fletcher asintieron con la cabeza. David Lawrence y Stanislav Poklevski estudiaron las cifras.

—Hemos empleado todos los medios a nuestro alcance para fijar estas cifras, señor presidente, y todas las informaciones han sido minuciosamente comprobadas —dijo Benson—. Puede haber un margen de error del cinco por ciento en ambos sentidos, pero no más.

—Y, según el Ruiseñor, incluso el Politburó está de acuerdo con nosotros —dijo el secretario de Estado.

—Cien millones de toneladas, en total —murmuró el presidente—. Les durarán hasta final de marzo, si se aprietan mucho el cinturón.

—Y empezarán a matar el ganado en enero —continuó Poklevski—. Si quieren sobrevivir, el mes próximo tendrán que empezar a hacer concesiones importantes en Castletown.

El presidente dejó el informe sobre los cereales soviéticos sobre la mesa y cogió el documento presidencial preparado por Ben Kahn y presentado por el director de la CIA. Tanto el presidente como sus cuatro acompañantes lo habían leído ya. Benson y Lawrence lo habían aprobado; al doctor Fletcher no le habían preguntado su opinión; el halcón Poklevski discrepaba.

—Nosotros y ellos sabemos que su situación es desesperada —dijo Matthews—. La cuestión es: ¿hasta dónde podemos apretarles?

—Como dijo usted hace unas semanas, señor presidente —intervino Lawrence—, si no los presionamos lo bastante, será en perjuicio de América y del mundo libre. Si apretarnos demasiado, obligaremos a Rudin a interrumpir las conversaciones, para salvarse de sus propios halcones. Es una cuestión de equilibrio. En el momento actual, creo que deberíamos darles una muestra de buena voluntad.

—¿Trigo?

—O piensos para que pueda sobrevivir una parte de su ganado —sugirió Benson.

—¿Doctor Fletcher? —inquirió el presidente.

El hombre de Agricultura se encogió de hombros.

—Disponemos de ellos, señor presidente —respondió—. Y los soviets mantienen a la espera una parte sustancial de su flota mercante o «Sovfracht». Lo sabemos porque, con su sistema de transporte subvencionado, todos sus barcos podrían estar trabajando, y no lo están. Permanecen atracados en los puertos del mar Negro y de la costa soviética del Pacífico. Todos pondrían rumbo a los Estados Unidos, si recibiesen la orden de Moscú.

—¿De qué tiempo disponemos, como máximo, para tomar una decisión? —preguntó el presidente Matthews.

—Hasta el día de Año Nuevo —respondió Benson—. Si ellos saben que van a recibir alguna ayuda, retrasarán la matanza de sus rebaños.

—Yo aconsejo que no les den demasiadas facilidades —intervino Poklevski—. En marzo estarán desesperados.

—¿Lo bastante para hacer concesiones de desarme que aseguren un decenio de paz, o lo bastante para ir a la guerra? —preguntó, retóricamente, Matthews—. Caballeros, sabrán mi decisión el día de Navidad. A diferencia de ustedes, tengo que contar con cinco presidentes de subcomités del Senado: los de Defensa, Agricultura, Asuntos Exteriores, Comercio y Créditos. Y no puedo hablarles de el Ruiseñor, ¿verdad, Bob?

El jefe de la CIA movió la cabeza.

—No, señor presidente. No hay que hablarles de el Ruiseñor. Hay demasiada gente y podrían producirse filtraciones. Los efectos de una filtración de lo que sabemos, en la actual coyuntura, podrían ser desastrosos.

—Está bien. Tendrán mi respuesta el día de Navidad.

El 15 de diciembre, el profesor Iván Sokolov se puso en pie en Castletown y empezó a leer un discurso que llevaba preparado. La Unión Soviética, habló, siempre fiel a su tradición de país dedicado a la búsqueda incansable de la paz mundial, e insistiendo en su reiterada defensa de la coexistencia pacífica…

Edwin J. Campbell, sentado al otro lado de la mesa, miraba a su adversario soviético con cierto sentimiento de compañerismo. En aquellos dos meses de trabajo agotador para los dos, había establecido una relación bastante amistosa con el hombre de Moscú, al menos dentro de lo que permitían sus respectivas posiciones y deberes.

En las pausas entre las conversaciones, cada uno de ellos había visitado con frecuencia al otro, en el salón de descanso de la delegación adversaria. En el salón de los soviets, siempre en presencia de la delegación moscovita y de los inevitables agentes de la KGB, las charlas habían sido agradables, pero formales. En el salón de los americanos, que Sokolov acostumbraba visitar a solas, éste se había mostrado campechano, hasta el punto de enseñar a Campbell fotografías de sus nietos durante las vacaciones en la costa del mar Negro. Como miembro eminente de la Academia de Ciencias, el profesor había sido recompensado por su fidelidad al partido con un coche, chófer, un apartamento en la ciudad, una dacha en el campo, un chalet en la orilla del mar y acceso al almacén de comestibles de la Academia. Campbell no se hacía ilusiones sobre el hecho de que Sokolov cobraba por su lealtad y por poner su talento al servicio de un régimen que enviaba cientos de miles de ciudadanos a los campos de trabajo de Mordovia; en fin, de que era un pez gordo, un nachalstvo. Pero incluso los nachalstvo tienen nietos.

Ahora escuchaba al ruso con creciente sorpresa.

«¡Pobre viejo! —pensó—. ¡Qué duro debe de resultarle esto!»

Cuando terminó el discurso, Edwin Campbell se levantó y, con grave acento, dio las gracias al profesor por su declaración, la cual, dijo, había escuchado con los máximos cuidado y atención, en nombre de los Estados Unidos de América. Después propuso un aplazamiento, para que los Estados Unidos pudiesen estudiar la propuesta. Una hora más tarde se hallaba en la Embajada de su país en Dublín y empezaba a transmitir a David Lawrence el extraordinario discurso de Sokolov.

Unas horas después, en el Departamento de Estado de Washington, David Lawrence descolgó uno de los teléfonos e llamó al presidente Matthews por su línea privada.

—Tengo que decirle, señor presidente, que, hace seis horas, en Irlanda, la Unión Soviética ha accedido a seis de nuestras principales exigencias. Se refieren a los números totales de misiles balísticos intercontinentales con cabezas de bomba de hidrógeno, a los armamentos convencionales y a la retirada de fuerzas a lo largo del río Elba.

—Gracias, David —dijo Matthews—. Es una gran noticia. Tenía usted razón. Creo que debemos darles algo a cambio.

La zona de bosque de abedules y alerces, al sudoeste de Moscú, donde la élite soviética posee sus dachas de campo, tiene poco más de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Los personajes gustan de estar juntos. Los caminos de esta zona están flanqueados por kilómetros de verjas de acero pintadas de verde, que protegen las fincas particulares de los hombres en la cúspide. Las vallas y las puertas exteriores parecen en su mayoría abandonadas, pero quien tratase de escalar una de aquellas o de cruzar una de éstas, se vería inmediatamente interceptado por guardias salidos de entre los árboles.

Situada más allá del puente de Uspenskoye, la zona tiene su centro en un pueblecito llamado Zhukovka, generalmente conocido como Aldea de Zhukovka. Esto se debe a que hay otras dos urbanizaciones en sus cercanías: Sovmin Zhukovka, donde están las villas de fin de semana de los jerarcas del partido, y Akademik Zhukovka, donde se agrupan los escritores, artistas, músicos y científicos que gozan de los favores del partido.

Pero al otro lado del río se encuentra la última y aún más exclusiva población de Usovo. Cerca de la secretaría general del partido comunista de la Unión Soviética, el presidente del Presidium del Soviet Supremo, o Politburó, dispone de una suntuosa mansión rodeada de cientos de hectáreas de bosque rigurosamente vigilado.

La víspera de Navidad, fiesta que no había reconocido desde hacía cincuenta años, Maxim Rudin se hallaba sentado aquí, en su sillón de cuero predilecto, estirados los pies en dirección a la enorme chimenea de bloques de tosco granito, donde ardían leños de pino de un metro de longitud. Era el mismo hogar donde se habían calentado Nikita Kruschev y, después, Leónidas Breznev.

El brillante resplandor amarillo de las llamas fluctuaba sobre los papeles de las paredes del despacho e iluminaba el rostro de Vassili Petrov, sentado al otro lado de la chimenea. Junto al sillón de Rudin había una mesita con un cenicero y media copita de coñac armenio, que Petrov observaba de reojo. Sabía que su viejo protector no tenía que beber. Además, Rudin sostenía el eterno cigarrillo entre el índice y el pulgar.

—¿Qué noticias hay de la investigación? —preguntó Rudin.

—No muchas —respondió Petrov—. Es indudable que el atentado se realizó sin ayuda del exterior. Sabemos que la mira nocturna fue comprada en Nueva York. También sabemos que el rifle finlandés formaba parte de una partida exportada de Helsinki a Gran Bretaña. No sabemos de qué tienda procedía, pero el permiso de exportación era para rifles deportivos; por consiguiente, se trataba de un pedido comercial, no oficial.

»Las huellas de pisadas en la obra han sido cotejadas con las botas de todos los obreros que trabajaban allí, y hay dos series de huellas que no han podido ser identificadas. Aquella noche había mucha humedad en la atmósfera y mucho polvo de cemento en el lugar, por lo cual las huellas son muy claras. Estamos casi seguros de que fueron dos hombres.

—¿Disidentes? —preguntó Rudin.

—Casi con toda seguridad. Y locos de remate.

—No, Vassili; guarde esto para las reuniones del partido. Los locos disparan a bulto, o se inmolan ellos mismos. Esto fue planeado por alguien durante meses. Alguien de dentro o de fuera de Rusia, a quien hay que cerrar la boca de una vez para siempre, antes de que revele su secreto. ¿A quiénes están investigando ustedes?

—A los ucranianos —respondió Petrov—. Tenemos agentes en todos sus grupos de Alemania, Gran Bretaña y América. Nadie ha oído nada de este complot. Personalmente sigo creyendo que están en Ucrania. Es innegable que la madre de Ivanenko fue empleada como cebo. Ahora bien, ¿quién sabía que ella era la madre de Ivanenko? No cualquier propagandista de Nueva York. No cualquier nacionalista de salón de. Francfort. No cualquier escritorzuelo de Londres. Tuvo que ser alguien de aquí, con contactos en el exterior. Estamos concentrando nuestra atención en Kiev. Varios cientos de antiguos presos, que fueron liberados y volvieron a Kiev, están siendo interrogados.

—Encuentre a los culpables, Vassili; descúbralos y ciérreles el pico.

—Como de costumbre, Maxim Rudin —cambió de tema sin cambiar de tono.— ¿Algo nuevo de Irlanda?

—Los americanos han reanudado las conversaciones, pero no han respondido a nuestra iniciativa —informó Petrov. Rudin gruñó:

—Ese Matthews es un imbécil. ¿Hasta cuándo cree que vamos a aguantar, sin hacer marcha atrás?

—Tiene que enfrentarse con todos esos senadores antisoviéticos —observó Petrov— y con el fascista católico Poklevski. Y, desde luego, no puede saber el peligro que se cierne sobre nosotros en el seno del Politburó.

Rudin volvió a gruñir.

—Si no nos ofrece algo antes de Año Nuevo, no podremos con el Politburó en la primera semana de enero...

Alargó una mano y sorbió un trago de coñac, lanzando un suspiro de satisfacción.

—¿Está seguro de que no le perjudica la bebida? —preguntó Petrov—. Los médicos se la prohibieron hace cinco años.

—¡Al diablo con los médicos! —exclamó Rudin—. En realidad, precisamente por eso le he llamado. Puedo asegurarle que no voy a morir de alcoholismo ni de insuficiencia hepática.

—Me alegro de saberlo —dijo Petrov.

—Hay algo más. El treinta de abril, voy a retirarme. ¿le sorprende?

Petrov permaneció inmóvil, alerta. Había asistido al ocaso de dos jefes supremos. Kruschev había caído de un modo fulminante, despedido y vilipendiado, para sumirse en la nada. Breznev se había marchado por propia iniciativa. En ambas ocasiones, Petrov había estado lo bastante cerca para oír el trueno que anuncia la sustitución del tirano más poderoso del mundo por otro. Pero nunca tan cerca como ahora. Esta vez el manto le correspondía, a menos que alguien pudiese arrancárselo.

—Sí —afirmó, cautelosamente—, me sorprende.

—En abril convocare una reunión del pleno del Comité Central —dijo Rudin—. Para anunciarles mi decisión de dimitir eI treinta del mismo mes. El Primero de Mayo habrá un nuevo caudillo en el centro de la primera fila, en el Lausoleum. Quiero que sea usted. En junio, se celebrará la sesión plenaria del Congreso del Partido. El jefe expondrá la política a seguir en adelante. Quiero que sea usted. Ya se lo dije hace semanas.

Desde aquella reunión en las habitaciones privadas del viejo jefe en el Krernlin, a la que había asistido el hoy difunto Ivanenko, cínico y alerta como siempre, Petrov sabía que era el candidato de Rudin. Pero no pensaba que la cosa fuese tan inminente.

—Pero no conseguiré que el Comité Central acepte su nombramiento, si no les doy algo que necesitan. Trigo. Todos conocen la situación desde hace tiempo. Si fracasan las conversaciones de Castletown, Vishnayev se saldrá con la suya.

—¿Por qué tan pronto? —preguntó Petrov.

Rudin levantó su copa.

El mudo Misha salió de la sombra y vertió coñac en aquella.

—Ayer recibí los resultados de los análisis de Kuntsevo —dijo Rudin—. Han estado trabajando en ellos durante meses. Ahora están seguros. No son los cigarrillos ni el coñac de Armenia. Leucemia. De seis a doce meses. Digamos que no veré otra Navidad después de ésta. Pero tampoco usted la verá, si tenemos una guerra nuclear.

»En los próximos cien días, tenemos que llegar a un acuerdo con los americanos sobre el trigo y cerrar el caso Ivanenko de una vez para siempre. El tiempo se acaba, demasiado aprisa. Las cartas están sobre la mesa, boca arriba, y ya no quedan ases que jugar.

El 28 de diciembre, los Estados Unidos ofrecieron formalmente a la Unión Soviética la venta de diez millones de toneladas de grano para forraje, a base de una entrega inmediata, a los precios corrientes en el mercado, y que se consideraría al margen de lo que se estaba negociando en Castletown.

En la víspera de Año Nuevo, un reactor «Tupolev 134» de Aeroflot» despegó del aeropuerto de Lvov, en un vuelo interior son destino a Minsk. Precisamente cuando volaba a gran altura sobre los pantanos de Pripet, al norte de la frontera entre Ucrania y Rusia Blanca, un joven de aspecto nervioso se levantó de su asiento y se acercó a la azafata, que estaba hablando con un pasajero a varias filas de distancia de la puerta de acero de la cabina de mando.

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