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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (22 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Mientras el tártaro de Crimea, cansado y harto de aviones, volaba de regreso del Japón, un pequeño reactor de «Braethens-Safe», línea aérea interior noruega, redujo su velocidad sobre la población pesquera de Alesund y empezó a descender en dirección al aeropuerto municipal situado en la llana isla del otro lado de la bahía. A través de una de las ventanillas, Thor Larsen miró hacia abajo y sintió el pequeño escalofrío de emoción que experimentaba siempre que volvía a la pequeña comunidad donde se había criado y que siempre consideraría como su hogar.

Thor había venido al mundo en 1935, en una casa de pescadores del viejo barrio de Buholmen, derruido hacía tiempo para dejar sitio a la nueva carretera general. Antes de la guerra, Bulholmen había sido el barrio de los pescadores, un amasijo de casas de madera pintadas de gris, azul y ocre. La casa de su padre, como las demás que formaban hilera con ella, tenía un patio por el que se bajaba desde la escalera trasera de la casa hasta la ensenada. Aquí estaban los desvencijados embarcaderos de madera donde los pescadores independientes, como su padre, amarraban sus pequeñas embarcaciones al volver del mar a casa; aquí había percibido los olores de su infancia, olores de pintura, de brea, de resina, de sal y de pescado.

Cuando era pequeño, solía sentarse en el embarcadero de su padre, observando los grandes barcos que se dirigían lentamente a atracar en Storneskaia, y había soñado con los lugares que habrían visitado allá a lo lejos, al otro lado del océano. A los siete años sabía llevar su propia barquichuela a varios cientos de metros de la orilla de Buholmen, hasta el sitio donde el viejo monte Sula proyectaba su sombra sobre las brillantes aguas del fiordo.

—Será un marino —decía su padre, observándole con satisfacción desde el embarcadero—. No un pescador, sujeto a estas aguas, sino un marino.

Tenía cinco años cuando llegaron a Alesund los alemanes, hombres corpulentos y vestidos de gris, que pisaban fuerte con sus pesadas botas. Pero hasta que tuvo siete no vio la guerra. Era verano, y su padre había dejado que saliese a pescar con él durante sus vacaciones del colegio de Norvoy. Con el resto de la flota pesquera de Alesund, la barca de su padre estaba en alta mar, bajo la vigilancia de una lancha alemana. Durante la noche se despertó, porque oyó movimiento de hombres. A lo lejos, hacia Occidente, parpadeaban unas luces; eran las de los mástiles de la flota de las Orcadas.

Había un pequeño bote de remos balanceándose junto a la barca de su padre, y los tripulantes de ésta le pasaban cajas de anchoas. Ante los asombrados ojos del muchacho, un joven pálido y exhausto salió de debajo de las cajas y, con ayuda de los otros, saltó al bote de remos. A los pocos minutos se perdió en la oscuridad, para reunirse con los hombres de las Orcadas. Otro operador de radio de la resistencia se dirigía a Inglaterra para ser instruido. Su padre le hizo prometer que nunca mencionaría lo que había visto. Una semana más tarde hubo en Alesund un fuerte tiroteo por la noche, y su madre le dijo que debía rezar más que de costumbre, porque el director del colegio había muerto.

Tenía poco más de diez años, y crecía tan de prisa, que su madre no daba abasto en hacerle ropa a la medida, cuando le tomó también gran afición a la radio, y, en dos años, se construyó un aparato transmisor y receptor. Su padre contempló, maravillado, el aparato; era algo que escapaba a su comprensión. Thor tenía dieciséis años cuando, el día después de Navidad de 1951, captó un SOS de un barco en peligro en mitad del Atlántico. Era el Flying Enterprise. Su cargamento se había deslizado y el barco escoraba fuertemente en un mar alborotado.

Durante dieciséis días, el mundo y este noruego adolescente estuvieron pendientes de las noticias, mientras el capitán americano de origen danés, Kurt Carlsen, se negaba a abandonar el barco que se hundía, guiándole trabajosamente hacia el Este, en medio del temporal, en dirección al sur de Inglaterra. Sentado en el desván de su casa, horas y horas, con los auriculares pegados a los oídos, contemplando a través del ventanuco el océano enfurecido más allá de la entrada del fiordo, Thor Larsen esperaba ardientemente que el viejo carguero pudiese llegar a puerto. Pero el 10 de enero de 1952, el barco se hundió definitivamente, sólo a 57 millas del puerto de Falmouth.

Larsen escuchó el relato, radiado por los remolcadores que escoltaban el barco, del hundimiento de éste y del rescate de su indomable capitán. Entonces se quitó los auriculares y bajó al comedor, donde estaban sus padres.

—Ya he decidido —les dijo— lo que voy a ser. Seré capitán de barco.

Un mes más tarde, ingresó en la Marina Mercante.

El avión aterrizó y se detuvo delante de la pequeña y limpia estación terminal, con su estanque de patos junto al aparcamiento de automóviles. Su esposa Lisa le estaba esperando en el coche; y también su hija Kristina, de dieciséis años, y su hijo Kurt, de catorce. Estos dos charlaron como cotorras durante el breve trayecto a través de la isla hasta el transbordador, y durante la travesía de la ensenada hasta Alesund, y durante todo el camino hasta su casa de estilo campestre, en el apartado suburbio de Bogneset.

Era bueno estar en casa. Iría a pescar con Kurt en el fiordo de Borgund, como había ido su padre con él, cuando era chico; aprovecharían los últimos días de verano y comerían en el pequeño yate o en los verdes y abultados islotes que salpicaban la ensenada. Tenía tres semanas de licencia; después, iría al Japón, y, en febrero, sería capitán del mayor barco que se hubiese visto jamás en el mundo. Había caminado un largo trecho desde su casita de madera de Buholmen, pero Alesund seguía siendo su hogar, y, para este descendiente de los vikingos, no había un sitio en el mundo que pudiese comparársele.

En la noche de 23 de septiembre, un «Grumman Gulfstream» con el distintivo de una conocida corporación comercial despegó de la base de la Air Force en Andrews y puso rumbo al Este, para cruzar el Atlántico en un vuelo de larga distancia y aterrizar en el aeropuerto irlandés de Shannon. En la red de control del tráfico aéreo en Irlanda figuraba como un vuelo charter particular. Cuando aterrizó en Shannon, fue dirigido en la oscuridad hacia el lado del aeropuerto más alejado de la terminal internacional y rodeado por cinco automóviles negros y con cortinas en las ventanillas.

El secretario de Estado, David Lawrence, y sus seis acompañantes, fueron recibidos por el embajador y el jefe de Cancillería de los Estados Unidos, y los cinco coches salieron del recinto del aeropuerto por una puerta lateral. Después, cruzaron los dormidos campos en dirección Nordeste, hacia County Meath.

Aquella misma noche, un reactor «Tupolev 134», de «Aeroflot», repostó en el aeropuerto Schoenefeld, de Berlín Este, y puso rumbo a Occidente, sobre Alemania y los Países Bajos, en dirección a Gran Bretaña e Irlanda. Figuraba registrado como un vuelo especial de «Aeroflot», para una delegación comercial con destino a Dublín. Por consiguiente, los controladores británicos de tráfico aéreo lo pasaron a sus colegas irlandeses, en cuanto el avión dejó atrás la costa de Gales. Los irlandeses dejaron que su red de tráfico aéreo militar se hiciese cargo del aparato, y éste aterrizó dos horas antes del amanecer en la base del «Irish Air Corps» en Baldonnel, en las afueras de Dublín.

Aquí, el «Tupolev» aparcó entre dos hangares, fuera del campo visual de los edificios principales del aeródromo, y fue recibido por el embajador soviético, el subsecretario irlandés de Asuntos Exteriores y seis coches cerrados. El ministro Rykov y sus acompañantes subieron a los coches y, amparados por las cortinillas interiores, salieron de la base aérea.

En County Meath, encumbrado sobre la ribera del río Boyne, en un medio de gran belleza natural y no lejos de la población-mercado de Slane, se levanta Slane Castle, mansión ancestral de la familia Conyngham, condes de Mount Charles. El Gobierno irlandés había pedido reservadamente al joven conde que aceptase una semana de vacaciones en un hotel de lujo del Oeste, en compañía de la bella condesa, y prestase el castillo al Gobierno por unos días. Y él había accedido. El restaurante anexo al castillo había sido cerrado por reparaciones; se había concedido una semana de vacaciones al personal, sustituyéndolo por empleados del Gobierno, y se habían apostado policías irlandeses, vestidos de paisano, alrededor de todo el castillo. Cuando las dos comitivas motorizadas hubieron entrado en la finca, se cerraron las puertas de la verja. Si la población local advirtió algo, fue lo bastante discreta para no decirlo.

Los dos estadistas se reunieron en el comedor privado, de estilo georgiano, y se dispusieron a despachar un sustancioso desayuno delante de la chimenea de mármol, obra de Adam.

—Me alegro de volver a verle, Dmitri —dijo David Lawrence, tendiendo la mano.

Rykov la estrechó calurosamente. Después miró a su alrededor, contemplando los objetos de plata, regalo de Jorge IV, y los retratos de los Conyngham, que pendían de las paredes.

—Así es como viven ustedes, los decadentes burgueses capitalistas —comentó.

Lawrence soltó una carcajada.

—¡Qué más quisiera yo, Dmitri! ¡Qué más quisiera yo!

A las once, los dos hombres, rodeados de sus ayudantes, se sentaron a negociar en la magnífica y redonda biblioteca gótica. Las bromas habían terminado.

—Señor ministro de Asuntos Exteriores —comenzó Lawrence—, parece que nuestros dos países tienen problemas. El nuestro se refiere a la ininterrumpida carrera de armamentos entre las dos naciones, que nada parece ser capaz de detener o, al menos, de aminorar, y que nos preocupa profundamente. El suyo parece ser la próxima cosecha de cereales en la Unión Soviética. Confío en que podamos encontrar la manera de reducir estos mutuos problemas.

—También yo lo espero, señor secretario de Estado —dijo, cautelosamente, Rykov—. ¿Qué ha pensado usted?

Sólo hay un vuelo directo semanal entre Atenas y Estambul, la conexión de «Sabena» de los martes, que sale del aeropuerto de Hellinikon, de Atenas, a las 14, y aterriza en Estambul a las 16,45. El martes 28 de septiembre, Miroslav Kaminsky tomó aquel avión, con el encargo de conseguir un lote de pieles de cordero y de chaquetas a nombre de Andrew Drake, para su venta en Odessa.

Aquella misma tarde el secretario de Estado, Lawrence, informaba al comité ad hoc del Consejo de Seguridad Nacional, en el Salón Oval.

—Señor presidente, caballeros, creo que lo hemos conseguido. Siempre que Maxim Rudin pueda seguir dominando al Politburó y lograr su aprobación.

»El plan es que nosotros y los soviets enviaremos sendos equipos de negociadores a una nueva conferencia de limitación de armas estratégicas. El lugar propuesto para las reuniones es también Irlanda. El Gobierno irlandés ha accedido, dispondrá una sala de conferencias adecuada y cuidará del alojamiento de los delegados, siempre que nosotros y los soviets hagamos constar nuestra conformidad.

»Los equipos de ambas partes se sentarán, frente a frente, a la mesa, para discutir una limitación de armamentos de gran alcance. Esto es lo más importante: conseguí que Dmitri Rykov aceptase que no debían excluirse de la discusión las armas termonucleares, ni las armas estratégicas, ni el espacio interior, ni la inspección internacional, ni las armas nucleares tácticas, ni las armas convencionales y el potencial humano, ni el despliegue de fuerzas a lo largo del telón de acero.

Hubo un murmullo de aprobación y de sorpresa, por parte de los otros siete hombres presentes. Hasta ahora, ninguna conferencia ruso-americana sobre armamentos había abarcado un campo tan amplio. Si los dos bandos mostraban un auténtico deseo de distensión en todas aquellas materias, la cosa podría ser equivalente a un tratado de paz.

—A los ojos del mundo, éstos serán los temas que discutirá la conferencia y sobre los que se emitirán los correspondientes comunicados a la Prensa —continuó el secretario Lawrence—. Pero, aparte la conferencia principal, los técnicos negociarán, en una conferencia secundaria, la venta por los Estados Unidos a la Unión Soviética, a un precio todavía por determinar, pero probablemente más bajo que los del mercado mundial, de hasta cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales, tecnología de productos de consumo, computadoras y tecnología de extracción de petróleo.

»En cada fase de las discusiones, los equipos de negociadores, el aparente y el reservado de cada bando, se informarán sobre los progresos alcanzados. Si ellos nos hacen una concesión en materia de armamentos, nosotros se la haremos en el precio de los artículos a vender.

—¿Para cuándo se han proyectado las reuniones? —preguntó Poklevski.

—Eso es lo más sorprendente —respondió Lawrence—. Normalmente, a los rusos les gusta trabajar muy despacio. Ahora parece que tienen prisa. Quieren empezar dentro de dos semanas.

—¡Dios mío! ¡No podemos prepararnos en quince días! —exclamó el secretario de Defensa, cuyo Departamento era uno de los principales afectados.

—Tendremos que hacerlo —intervino el presidente Matthews—. No se nos volverá a presentar una oportunidad como ésta. Además, nuestro equipo SALT está a punto y bien instruido. Lo está desde hace meses. Hay que poner al corriente a los de Agricultura, Comercio y Tecnología, y hacerlo a toda prisa. Tenemos que montar el equipo que cuide del otro aspecto del trato, lo referente a comercio y tecnología. Caballeros, tengan la bondad de ocuparse de esto. Inmediatamente.

Maxim Rudin no empleó precisamente iguales términos al dirigirse al Politburó el día siguiente.

—Han mordido el anzuelo —dijo, desde su sillón de la cabecera de la mesa—. Cuando ellos nos hagan una concesión sobre trigo o tecnología en una de las salas de conferencias, nosotros les haremos la mínima concesión en la otra sala. Tendremos el trigo, camaradas; alimentaremos a nuestro pueblo, alejaremos el hambre, y lo haremos a un precio ínfimo. A fin de cuentas, los americanos no han sido nunca capaces de vencer a los rusos en la mesa de negociaciones.

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—¿Qué concesiones? —saltó Vishnayev—. ¿Qué retraso supondrán estas concesiones para la Unión Soviética y para el triunfo del marxismoleninismo en todo el mundo?

—En cuanto a su primera pregunta —respondió Rykov—, no podemos saberlo hasta que empecemos a negociar. En cuanto a la segunda, la respuesta es: menos de lo que lo retrasaría el hambre.

—Hay que aclarar dos puntos, antes de que decidamos si hemos de conversar o no —dijo Rudin—. Primero: el Politburó será plenamente informado en todas las fases de la conferencia, de modo que, si llega un momento en que el precio sea demasiado alto, este consejo tendrá derecho a dar por terminada la conferencia, y yo aceptaré el plan del camarada Vishnayev sobre la guerra en la primavera próxima. Segundo: ninguna concesión que hagamos para obtener el trigo tiene que durar necesariamente mucho tiempo, después de recibida la mercancía.

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