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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (23 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Hubo varias sonrisas alrededor de la mesa. Era la política práctica a la que tan acostumbrado estaba el Politburó, según había demostrado al convertir en una farsa el viejo acuerdo de distensión de Helsinki.

—Muy bien —aceptó Vishnayev—, pero creo que deberíamos fijar exactamente los límites a los que deberán ceñirse nuestros equipos negociadores en sus concesiones.

—No tengo ningún inconveniente —admitió Rudin.

Los reunidos siguieron discutiendo la cuestión durante una hora y media. Rudin fue autorizado para seguir adelante, pero por el mismo estrecho margen de siete votos contra seis.

El último día del mes, Andrew Drake estaba de pie a la sombra de una grúa, observando cómo cerraba el Sanadria sus escotillas. Muy visibles, sobre la cubierta, había varios «Vacuvators» con destino a Odessa; eran unas poderosas máquinas aspiradoras, parecidas a las que se emplean para la limpieza doméstica, y que servían para aspirar el trigo de la bodega de un buque y pasarlo directamente a un silo. La Unión Soviética debía estar tratando de mejorar su capacidad de descarga, murmuró Drake, aunque ignoraba la razón de ello. Bajo cubierta había máquinas elevadoras de las llamadas toros, consignadas a Estambul, y maquinaria agrícola para Varna, Bulgaria; parte, todo ello, de un cargamento llegado al Pireo procedente de América.

Vio que un empleado de la agencia bajaba del barco, después de un último apretón de manos al capitán Thanos. Este observó el muelle y distinguió la figura de Drake, que trotaba en su dirección, con la mochila sobre el hombro y una maleta en la otra mano.

En el despacho del capitán, Drake entregó su pasaporte y los certificados de vacunación. Firmó el contrato y se convirtió en miembro de la tripulación de cubierta. Mientras estaba abajo, dejando sus cosas, el capitán Thanos inscribió su nombre en el rol, antes de que subiese a bordo el funcionario griego de inmigración. Los dos hombres tomaron una copa, como de costumbre.

—Hay un tripulante más —dijo Thanos, sin darle importancia.

El funcionario de inmigración repasó la lista y los libros del barco, y echó un vistazo al montón de pasaportes que tenía delante. La mayoría de éstos eran griegos; pero había seis que no lo eran. Entre ellos, sobresalía el pasaporte británico de Drake. El hombre de inmigración lo cogió y lo hojeó. Cayó un billete de cincuenta dólares.

—Es un hombre sin trabajo —comentó Thanos—, que trata de llegar a Turquía y seguir hacia el Este. Pensé que ustedes se alegrarían de librarse de él.

Cinco minutos después, los documentos de identidad de los tripulantes volvían a estar en la bandeja de madera, y los documentos del buque habían sido sellados. Ya podían zarpar. Declinaba el día cuando fueron soltadas las amarras y el Sanadria se apartó del muelle y puso rumbo al Sur, para virar después hacia el Nordeste, en dirección a los Dardanelos.

Bajo cubierta, los tripulantes se reunieron alrededor de la mesa del rancho. Uno de ellos confiaba en que a nadie se le ocurriría mirar debajo de su colchón, donde había guardado el rifle «Sako Hornet». Su blanco estaba en Moscú, disponiéndose a despachar una excelente cena.

C
APÍTULO VII

Mientras los altos y secretos personajes trabajaban con febril actividad en Washington y en Moscú, el viejo Sanadria seguía impasible su rumbo al Nordeste, en dirección a los Dardanelos y Estambul.

El segundo día, Drake vio deslizarse las áridas y pardas colinas de Gallipoli, y las aguas que separan la Turquía europea de la asiática se ensancharon para formar el mar de Mármara. El capitán Thanos, que conocía aquellas aguas como el huerto de su casa de Quío, manejaba personalmente el timón.

Los cruceros soviéticos se cruzaban con el Sanadria, procedentes de Sebastopol y dirigiéndose al Mediterráneo para observar las maniobras de la Sexta Flota de los Estados Unidos. Momentos después de la puesta del sol aparecieron las luces titilantes de Estambul y el puente de Galacia sobre el Bósforo. El Sanadria echó anclas para pasar la noche y entró en el puerto de Estambul a la mañana siguiente.

Mientras descargaban los toros, Andrew Drake pidió su pasaporte al capitán Thanos y bajó a tierra. Encontró a Miroslav Kaminsky en el punto convenido del centro de Estambul y se hizo cargo de un gran fardo de pieles de cordero y abrigos y chaquetas de ante. Cuando volvió al barco, el capitán Thanos arqueó una ceja.

—Quiere que su novia no pase frío, ¿eh? —dijo.

Drake movió la cabeza y sonrió.

—Los de la tripulación me dijeron que la mitad de los marineros llevan cosas de éstas a Odessa —repuso—. Pensé que también yo podía hacerlo.

El capitán griego no se sorprendió. Sabía que media docena de sus hombres traerían a bordo un equipaje parecido y venderían después las chaquetas y los pantalones vaqueros de moda, en el mercado negro de Odessa, por cinco veces su precio de compra.

Treinta horas más tarde, el Sanadria salió del Bósforo, dejando atrás el Cuerno de Oro, y puso rumbo al Norte, a Bulgaria, donde descargaría los tractores.

Al oeste de Dublín está el condado de Kildare, donde se hallan situados Curragh, centro hípico irlandés, y Calbridge, la soñolienta población-mercado. En las afueras de Calbridge se levanta Castletown House, la más grande y hermosa mansión de estilo paladiano del país. Con la conformidad de los embajadores americano y soviético, el Gobierno irlandés había propuesto Castletown como sede de la conferencia del desarme.

Equipos de pintores, estuquistas, electricistas y jardineros habían trabajado día y noche, durante una semana, para dar los toques finales a los dos salones donde se celebrarían las dos conferencias simultáneas, aunque nadie sabía cuál era el objeto de la segunda.

La fachada del edificio principal tiene una longitud de 45 metros, y de sus esquinas parten sendos pasillos con columnas, que conducen a las dependencias laterales. En una de estas alas se encuentran las cocinas y los apartamentos del servicio, y allí se alojarían las fuerzas de seguridad americanas; el otro bloque alberga las caballerizas y, encima de éstas, varios apartamentos, donde se hospedarían los guardaespaldas rusos.

El cuerpo principal de la mansión serviría de centro de las conferencias y de alojamiento de los diplomáticos subalternos, que ocuparían las numerosas habitaciones para invitados del piso alto. Sólo los dos principales negociadores y sus inmediatos ayudantes volverían cada noche a sus respectivas Embajadas, donde dispondrían de todas las facilidades para comunicarse en clave con Washington y Moscú.

Esta vez no habría más secreto que el tema de la segunda conferencia. Envueltos en la aureola de una publicidad mundial, los dos ministros de Asuntos Exteriores, David Lawrence y Dmitri Rykov, llegaron a Dublín y fueron recibidos por el presidente y el primer ministro irlandés. Después de los acostumbrados apretones de manos y frases de salutación, salieron de Dublín y se dirigieron a Castletown en dos comitivas gemelas.

El 8 de octubre, al mediodía, ambos estadistas y sus veinte consejeros entraron en la vasta Long Gallery, de más de 40 metros de longitud y decorada con Wedgwood azul, al estilo pompeyano. La mayor parte del centro del salón estaba ocupada por la resplandeciente mesa georgiana, a ambos lados de la cual se sentaron las delegaciones. Al lado de cada ministro de Asuntos Exteriores estaban los expertos en defensa, armamentos, tecnología nuclear, espacio interior y fuerzas blindadas.

Los dos estadistas sabían que sólo estaban allí, oficialmente, para inaugurar la conferencia. Después de esto y de aprobar el orden del día, ambos volverían a su país respectivo y dejarían las conversaciones en manos de los jefes de delegación, el profesor Iván I. Sokolov, por parte de los soviets y el ex subsecretario de Defensa, Edwin J. Campbell, por la de los norteamericanos.

Las demás habitaciones de aquella planta estaban destinadas a los taquígrafos, mecanógrafos y personal auxiliar.

Debajo de este piso, en la planta baja, los componentes de la segunda conferencia ocuparon discretamente sus sitios en el gran comedor de Castletown, que tenía corridas las cortinas para amortiguar la luz del sol otoñal que caía sobre el lado sudoriental de la mansión. Eran principalmente tecnólogos, expertos en cereales, petróleo, computadoras e instalaciones industriales.

En el piso de arriba, Dmitri Rykov y David Lawrence pronunciaron sendos y breves discursos de bienvenida a la delegación opuesta y expresaron el deseo y la esperanza de que la conferencia lograse mitigar los problemas de un mundo preocupado y atemorizado. Luego interrumpieron la sesión para almorzar.

Después del almuerzo, el profesor Sokolov sostuvo una conversación privada con Rykov, antes de que éste partiese para Moscú.

—Ya conoce nuestra posición, camarada profesor —dijo Rykov—. Francamente, no es muy buena. Los americanos tratarán de conseguir el máximo. La misión de usted es defender palmo a palmo nuestro terreno, a fin de que nuestras concesiones sean mínimas. Pero debemos tener el trigo. En todo caso, cualquier concesión en materia de armamento y de despliegue de fuerzas en el Este de Europa debe ser consultada a Moscú. Y es que el Politburó insiste en intervenir en la aprobación o rechazo de tales concesiones en las materias más delicadas.

Omitió decir que las materias más delicadas eran las que podían impedir un futuro ataque soviético contra el Oeste de Europa, y tampoco dijo que la carrera política de Maxim Rudin pendía de un hilo.

En otro salón, en el lado opuesto de Castletown —estancia que, como la de Rykov, había sido escudriñada por los expertos en electrónica, en busca de posibles «micrófonos ocultos»— David Lawrence conversaba con Edwin Campbell.

—Queda todo en sus manos, Ed. Esto no será como Ginebra. Los problemas soviéticos no permitirán eternas dilaciones, aplazamientos y consultas a Moscú durante interminables semanas. Calculo que tienen que llegar a un acuerdo con nosotros en seis meses como máximo. O eso, o se quedarán sin trigo.

»Por otra parte, Sokolov no retrocederá un centímetro sin lucha. Sabemos que cada concesión sobre armamentos tendrá que ser consultada a Moscú; pero Moscú tendrá que resolver de prisa, para no agotar el tiempo.

»Otra cosa. Sabemos que Maxim Rudin no puede ir demasiado lejos. Si lo hiciese podrían derribarle. Pero también podrían hacerlo, si no consiguiese el trigo. La cuestión será encontrar el punto de equilibrio: conseguir las máximas concesiones, sin provocar una revuelta en el Politburó.

Campbell se quitó las gafas y se pellizcó la nariz. Había pasado cuatro años viajando de Washington a Ginebra, en las hasta entonces fracasadas conversaciones SALT, y no desconocía las dificultades de negociar con los rusos.

—Bueno, David, eso suena muy bien. Pero ya sabe que ellos nunca revelan nada de su situación interna. Sería muy importante saber hasta qué punto podemos apretar y dónde está la línea de stop.

David Lawrence abrió su cartera de mano y sacó un fajo de papeles. Los alargó a Campbell.

—¿Qué son? —preguntó Campbell.

Lawrence eligió cuidadosamente sus palabras.

—Hace once días, en Moscú, el Politburó en pleno autorizó a Rudin y a Dmitri Rykov a iniciar estas conversaciones. Por sólo siete votos contra seis. Hay una facción disidente en el seno del Politburó que desea hacer fracasar las conversaciones y derribar a Rudin. Después de tomado el acuerdo, el Politburó trazó los límites exactos de lo que el profesor Sokolov podía o no podía conceder y de lo que el propio Politburó autorizaría o no autorizaría a otorgar. Si se traspasaran estos límites, Rudin podría ser derribado. Y, si esto sucediese, nos enfrentaríamos con problemas graves, gravísimos.

—¿Qué son estos papeles? —preguntó Campbell, levantando el fajo.

—Llegaron anoche de Londres —respondió Lawrence—. Son la transcripción literal de la reunión del Politburó.

Campbell miró asombrado los papeles.

—¡Jesús! —exclamó—. Podemos dictar las condiciones.

—No exactamente —le corrigió Lawrence—. Podemos pedir el máximo de lo que puede dar la facción moderada del Politburó. Si nos empeñásemos en conseguir más, podríamos perderlo todo.

La visita de la primer ministro británica y de su secretario de Asuntos Exteriores a Washington, dos días más tarde, fue descrita por la Prensa como privada. Ostensiblemente, la Primer Ministro debía pronunciar un discurso en una importante reunión de la Unión de habla inglesa, y aprovecharía la oportunidad para hacer una visita de cortesía al presidente de los Estados Unidos.

Pero el verdadero objeto de ésta era una reunión en el Salón Oval, donde el presidente Bill Matthews, acompañado de su consejero especial de Seguridad, Stanislaw Poklevski, y de su secretario de Estado, David Lawrence, dio a sus visitantes británicos una completa explicación del esperanzador comienzo de la conferencia de Castletown. El orden del día —dijo el presidente Matthews— había sido acordado con desacostumbrada presteza. Al menos tres temas importantes de discusión habían sido establecidos por los dos equipos, sin que casi se advirtiesen las acostumbradas objeciones soviéticas en todas las cuestiones de detalle.

El presidente Matthews expresó su esperanza de que, después de tantos años de fracasos, pudiese surgir de Castletown una limitación sustancial de los niveles de armamentos y de los despliegues de tropas a lo largo del telón de acero, desde el Báltico hasta el Egeo.

La cuestión espinosa surgió al final de la reunión entre los dos jefes de Gobierno.

—Señora, consideramos vital que la información interior que poseemos, y sin la cual podría fracasar la conferencia, siga llegando hasta nosotros en lo sucesivo.

—¿Se refiere a el Ruiseñor? —inquirió vivamente la primer ministro inglesa.

—Sí, señora —respondió Matthews—. Consideramos indispensable que el Ruiseñor siga operando.

—Comprendo su punto de vista, señor presidente —respondió pausadamente ella—. Pero creo que el riesgo de esta operación es muy grande. Yo no le digo a sir Nigel Irvine lo que tiene y lo que no tiene que hacer en la dirección de su Servicio. Respeto demasiado su buen criterio. Pero haré lo que pueda.

Sólo cuando hubo terminado la ceremonia tradicional de acompañar a los visitantes británicos a sus automóviles y sonreír para las cámaras, ante la entrada principal de la Casa Blanca, Stanislav Poklevski pudo dar rienda suelta a sus sentimientos.

—Ningún riesgo que pueda correr un agente ruso tiene importancia, en comparación con el éxito o el fracaso de las conversaciones de Castletown —dijo.

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