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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (20 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—¡Oh, sí! Acabarán por hacerlo —respondió Rykov—. Pero lo demorarán lo más posible, darán largas al asunto, hasta que empecemos a sentir el hambre. Entonces ofrecerán el grano, a cambio de concesiones humillantes.

—Espero que no lo sean demasiado —murmuró Ivanenko—. Sólo tenemos una mayoría de siete contra seis en el Politburó, y, por mi parte, quisiera conservarla.

—Este es precisamente mi problema —gruñó Rudin—. Tarde o temprano, tendré que enviar a Dmitri Rykov a la sala de negociaciones, para que luche por nosotros, y no puedo darle ningún arma.

El último día del mes, Andrew Drake voló de Londres a Atenas, para empezar a buscar un barco que se dirigiese a Odessa.

El mismo día, una camioneta, convertida en casa móvil de dos literas, como las que suelen emplear los estudiantes en sus excursiones de vacaciones por Europa, salió de Londres en dirección a Dover, en la costa del Canal, y de allí a Francia, y a Atenas por carretera. Ocultos bajo el suelo del vehículo, iban las armas, las municiones y el intensificador de imagen. Afortunadamente, la mayor parte de los cargamentos de drogas viajaban en sentido contrario, desde los Balcanes hacia Francia y Gran Bretaña. Las comprobaciones de los aduaneros, en Dover y Calais, fueron de puro trámite.

Conducía Azamat Krim, provisto de pasaporte canadiense y de permiso internacional de conducción. A su lado, con nueva aunque no muy legítima documentación británica, viajaba Miroslav Kaminsky.

C
APÍTULO VI

Cerca del puente que cruza el río Moscova en Uspenskoye, hay un restaurante llamado «La isba rusa». Está construido según el estilo de las casas de campo de madera donde viven los campesinos rusos y que se llaman isbas. Los lados interior y exterior de las paredes son de troncos de pino cortados y clavados en montantes de madera. El hueco intermedio se llena tradicionalmente con barro del río, a semejanza de las cabañas canadienses.

Estas isbas pueden parecer primitivas y, desde el punto de vista sanitario, lo son a menudo; pero conservan el calor mucho mejor que las estructuras de ladrillo o de hormigón en los gélidos inviernos rusos. El restaurante «La isba» es acogedor y cálido, y está dividido en una docena de pequeños comedores privados, en muchos de los cuales sólo se sirve una cena. A diferencia de los restaurantes del centro de Moscú, se le permite un incentivo de ganancia, relacionado con la paga de personal, y, como resultado de ello, y en contraste con las casas de comidas corrientes en Rusia, sirve platos muy sabrosos y tiene camareros rápidos y serviciales.

Allí había concertado Adam Munro su próximo encuentro con Valentina, fijado para el sábado 4 de septiembre. Ella había conseguido que un amigo la invitase a cenar, y le había persuadido de que la llevase precisamente a aquel restaurante. Munro, por su parte, había invitado a una de las secretarias de la Embajada y había reservado una mesa a nombre de ella, no de él. De esta manera, la lista de reservas no revelaría que Munro y Valentina habían estado allí aquella noche.

Ambos cenaron en habitaciones separadas y, a las nueve en punto, ambos pidieron disculpas y se levantaron de la mesa para ir al lavabo. Se encontraron en el aparcamiento, y, dado que el coche de Munro era demasiado visible, con sus placas del Cuerpo diplomático, Adam siguió a Valentina hasta el «Zhiguli» particular de ésta. Ella estaba como aturdida y chupaba nerviosamente un cigarrillo.

Munro había tenido tratos con dos informadores rusos residentes en el país, y conocía la incesante tensión que se apodera de los nervios después de unas cuantas semanas de disimulo y de secreto.

—Se presentó la ocasión —dijo ella al fin—. Hace tres días. Cuando la reunión de primeros de julio. Estuvieron a punto de pillarme.

Munro se puso rígido. Ella podía pensar que gozaba de plena confianza dentro de la máquina del partido; pero nadie, nadie en absoluto, goza de ella en la política de Moscú. Ella, y también él, estaban pasando por la cuerda floja. La única diferencia estaba en que él contaba con una red, su inmunidad diplomática.

—¿Qué pasó? —preguntó.

—Alguien entró. Un guardia. Yo acababa de apagar la máquina copiadora y había vuelto a mi máquina de escribir. El hombre se mostró muy simpático. Pero se apoyó en la máquina. Todavía estaba caliente. No creo que lo advirtiese. Pero esto me asustó. Y también me asustaron otras cosas. Leí la transcripción cuando llegué a mi casa. No había podido hacerlo antes, porque estaba demasiado ocupada en el manejo de la copiadora. Es horrible, Adam.

Sacó las llaves del coche, abrió el compartimiento de los guantes, sacó un grueso sobre y lo entregó a Munro. El momento de la entrega es generalmente el que esperan los vigilantes para saltar sobre sus presas; entonces se oyen pisadas sobre la gravilla, se abren de golpe las portezuelas y los ocupantes son sacados del coche a viva fuerza. Esta vez no ocurrió nada.

Munro miró su reloj. Habían pasado casi diez minutos. Demasiado tiempo. Guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Voy a pedir permiso para sacarte de aquí —dijo—. No puedes seguir eternamente así, ni siquiera mucho más tiempo. Ni puedes volver a tu antigua vida, sabiendo lo que sabes. Ni puedo yo continuar, sabiendo que estás sola en la ciudad, y sabiendo que nos amamos. El próximo mes tendré unas vacaciones. Las aprovecharé para pedirlo a Londres.

Esta vez, ella no hizo objeciones, señal de que sus nervios empezaban a flaquear.

—Muy bien —admitió.

Segundos después, se alejó, envuelta en la oscuridad del aparcamiento. El la observó cruzar la mancha de luz de la puerta del restaurante y desaparecer en el interior. Esperó dos minutos y volvió junto a su impaciente acompañante.

Eran las tres de la madrugada cuando Munro acabó de leer el Plan Boris, el proyecto del mariscal Nikolai Kerensky para la conquista de la Europa Occidental. Se sirvió un coñac doble y permaneció sentado, contemplando los papeles sobre la mesa del cuarto de estar. El alegre y amable tío Nikolai, murmuró para sus adentros, ponía toda la carne en el asador. Pasó dos horas estudiando el mapa de Europa, y cuando amaneció estaba tan seguro como el propio Kerensky de que, en términos de guerra convencional, el plan tendría éxito. Pero también estaba seguro de que Rykov tenía razón: estallaría una guerra termonuclear. Y, por último, estaba convencido de que no habría manera de persuadir de esto a los miembros disidentes del Politburó, como no fuese la realidad del holocausto.

Se levantó y se acercó a la ventana. Despuntaba el día en el Este, sobre las torres del Kremlin; empezaba un domingo más para los ciudadanos de Moscú, como empezaría dos horas más tarde para los londinenses y cinco horas más tarde para los neoyorquinos.

Durante toda su vida adulta, la garantía de que los días de verano seguirían siendo sólo esto, días corrientes, había dependido de un equilibrio exacto: una creencia equilibrada en la fuerza y en el afán de poder de la superpotencia adversaria; un equilibrio de credibilidad, un equilibrio de miedo, pero equilibrio a fin de cuentas. Se estremeció, en parte por el frío de la mañana y, sobre todo, al darse cuenta de que los papeles que tenía delante demostraban que, al fin, la vieja pesadilla salía de la sombra y cobraba realidad: el equilibrio se estaba rompiendo.

El amanecer del domingo sorprendió a Andrew Drake de mucho mejor humor, porque la noche del sábado le había traído información de clase muy distinta.

Todos los sectores del conocimiento humano, por pequeños o por arcanos que sean, tienen sus expertos y sus devotos. Y cada grupo de éstos parece tener un lugar donde se reúne para hablar, discutir, cambiar información y difundir los chismes más recientes.

Los movimientos de los barcos en el Mediterráneo Oriental no constituyen ninguna ciencia en la que uno pueda doctorarse, pero son un tema de gran interés para los marineros sin trabajo de la zona, que era lo que Andrew fingía ser. El centro de información sobre estos movimientos es un pequeño hotel, llamado «Cavo d'Oro», situado sobre un muelle de yates en el puerto del Pireo.

Drake había observado ya las oficinas de los consignatarios —y probables propietarios— de la «Salonika Line», pero sabía que lo último que debía hacer era visitarlas.

En vez de esto, se alojó en el hotel «Cavo d'Oro» y pasó las horas muertas en el bar, donde capitanes, pilotos, contramaestres, agentes, charlatanes de los muelles y buscadores de trabajo, se sentaban a beber y a intercambiar noticias. El sábado por la noche, Drake encontró a su hombre, un contramaestre que había trabajado antaño para la «Salonika Line».

Le costó media botella de retsina, pero obtuvo la información que deseaba.

—El barco que va con más frecuencia a Odessa es el M. V. Sanadria —dijo el hombre—. Es una vieja bañera. Su capitán es Nikos Thanos. Creo que el buque está ahora en el puerto.

Efectivamente, estaba en el puerto, y Drake lo encontró a media mañana. Era un carguero mediterráneo de 5000 toneladas, de dos puentes, herrumbroso y no demasiado limpio; pero, con tal de que fuese al mar Negro y a Odessa en su próximo viaje, a Drake no le habría importado que estuviese lleno de agujeros.

Al anochecer había encontrado a su capitán, después de enterarse de que Thanos y todos sus oficiales eran de la isla griega de Quío. La mayor parte de los cargueros griegos son como casas de familia; el capitán y sus subordinados inmediatos suelen ser de la misma isla y, con frecuencia, parientes entre sí. Drake no hablaba griego, pero, afortunadamente, el inglés es la lingua franca de la comunidad marítima internacional, incluso en el Pireo, y, antes de que se pusiese el sol, encontró al capitán Thanos.

Cuando los europeos del Norte terminan el trabajo, se marchan a casa, para reunirse con su esposa y con sus hijos. Los mediterráneos del Este se dirigen al café, para charlar con los amigos. La Meca de la comunidad de cafeteros del Pireo es una calle que discurre junto al mar y se llama Akti Miaouli; en ella casi no hay más que oficinas navieras y cafés.

Cada parroquiano tiene su café predilecto, y éstos están siempre atestados. Cuando el capitán Thanos estaba en tierra, frecuentaba uno llamado «Miki's», y allí le encontró Drake, sentado ante la inevitable taza de café negro y espeso, un vaso de agua fría y una copita de ouzo. Era bajo, ancho de espalda y moreno, de cabellos negros y crespos, y barba de varios días.

—¿El capitán Thanos? —le preguntó Drake.

El miró con recelo al inglés y asintió con la cabeza.

—¿Nikos Thanos, del Sanadria?

El marino asintió de nuevo. Sus tres compañeros guardaban silencio, observándole. Drake sonrió.

—Me llamo Andrew Drake. ¿Puedo invitarle a una copa?

El capitán Thanos señaló con el dedo índice su propio vaso y el de sus compañeros. Drake, que seguía en pie, llamó a un camarero y pidió una ronda completa para los cinco. Thanos le indicó con la cabeza una silla vacía, invitándole a sentarse. Drake sabía que la cosa sería lenta, que podía llevarle varios días. Pero no iba a apresurarse. Había encontrado su barco.

La reunión que se celebró en el Salón Oval cinco días más tarde fue menos tranquila. Estaban presentes los siete miembros del comité ad hoc del Consejo de Seguridad Nacional, y el presidente Matthews ocupaba la cabecera de la mesa. Todos habían pasado la mitad de la noche leyendo la transcripción de la sesión del Politburó donde el mariscal Kerensky había presentado su plan de guerra y Vishnayev había empezado su lucha por el poder. Los ocho hombres estaban impresionados. El foco de atención era el jefe del Estado Mayor conjunto, general Martin Craig.

—La cuestión es ésta, general —dijo el presidente Matthews— : ¿Es factible?

—En términos de una guerra convencional en los campos de Europa Occidental, desde el telón de acero hasta los puertos del canal de la Mancha, incluso con el uso de bombas y cohetes nucleares tácticos, sí, señor presidente, es factible.

—¿Podría Occidente, antes de la primavera próxima, alimentar sus defensas hasta el punto de hacerlo completamente impracticable?

—Una pregunta difícil de contestar, señor presidente. Es indudable que nosotros, los Estados Unidos, podríamos enviar más hombres y más material a Europa. Pero daría a los soviets un gran pretexto para aumentar sus propios niveles, si necesitasen ampararse en él, cosa que nunca hicieron. En cuanto a nuestros aliados europeos, no tienen las reservas que tenemos nosotros; durante más de una década han reducido sus niveles en hombres, en armas y en preparativos, hasta el punto de que el desequilibrio entre las fuerzas de la OTAN y las del Pacto de Varsovia no podría compensarse en sólo nueve meses. La instrucción que necesitaría el personal, aunque fuese reclutado ahora, y la producción de nuevas armas debidamente perfeccionadas, son cosas que no pueden lograrse en nueve meses.

—Así, pues, vuelven a encontrarse como en 1939 —dijo, tristemente, el secretario del Tesoro.

—¿Qué nos dice de la alternativa nuclear? —preguntó Bill Matthews, sin levantar la voz.

El general Craig encogió los hombros.

—Si los soviets atacan con toda su fuerza, será inevitable. El hombre prevenido puede armarse de antemano; pero, en la actualidad, los programas de armamento y de instrucción requieren demasiado tiempo. Prevenidos como estamos nosotros, podríamos retrasar el avance soviético hacia el Oeste y hacer perder a Kerensky un centenar de horas. En cuanto a detenerle en seco a él y a sus malditos Ejército, Armada y Fuerza Aérea, es harina de otro costal. De todos modos, cuando supiésemos la respuesta, sería probablemente demasiado tarde. Lo cual hace que la alternativa de la fuerza nuclear sea ineludible. A menos, señor, naturalmente, que abandonemos a Europa y a los trescientos mil hombres que tenemos allí.

—¿David? —inquirió el presidente.

El secretario de Estado, David Lawrence, dio una palmada sobre el legajo que tenía delante.

—Casi por primera vez en mi vida, estoy de acuerdo con Dmitri Rykov. No se trata solamente de la Europa Occidental. Si ésta se hunde, el Mediterráneo Oriental, Turquía, Irán y los Estados árabes no podrán resistir. Hace diez años importábamos el cinco por ciento del petróleo que consumíamos; hace cinco, importamos el cincuenta por ciento. Ahora, el índice ha subido al sesenta y dos por ciento, y sigue subiendo. Toda la América continental, incluidos el Norte y el Sur, sólo puede cubrir, llevando la producción al máximo, el cincuenta y cinco por ciento de nuestras necesidades. Necesitamos el petróleo árabe. Sin él, nos hundiríamos como Europa sin que se disparase un tiro.

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