Juego mortal (Fortitude) (63 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Ridley se hallaba tan absorto en su estudio de los datos del mapa, que no parecía oír el informe de T. F. respecto de la partida de Catherine. En efecto, todo cuanto Ridley podía pensar era en la situación climática que tenían ante ellos. Se había dado la orden. Desde el mar de Irlanda hasta la costa galesa de Land's End; en atracaderos y amarraderos, malecones, puertos, calas, ensenadas, desde Liverpool a Ramsgate, la gran máquina se puso en marcha. Ahora ya no habría posibilidad de volverse atrás. Los pensamientos de Ridley volvieron al Somme, al sangriento Somme donde tantos de sus compatriotas habían sido martirizados para nada entre el barro y la miseria. ¿Se dirigirían a otro holocausto en aquella península normanda a la que contemplaba con tal intensidad? Finalmente, se volvió hacia su subordinado norteamericano.

–Será mañana –le dijo–. Si sabe rezar, rece a Dios para que Hitler se trague nuestras mentiras.

Oscuras volutas de nimbos corrían tierra adentro desde el horizonte occidental, seguros heraldos de la embestida de la tormenta. Paul estudió sus pistas con ojos de aviador, leyendo aquel dibujo cambiante con los instintos de los que tan a menudo había dependido su vida al llevar el correo para «Air Bleu» antes de la guerra. Iban bajos y llenos de amenazas, avanzando, según conjeturó, a unos 20 nudos. Dentro de dos horas, toda Francia occidental se hallaría cubierta de nubes. Sus extendidos contornos dispersaban ya la luz de la luna en un caleidoscopio móvil, moteando los abiertos pastos de tonos grises y plateados. Veían avanzar el mal tiempo. La razón para que el avión no llegase sería tan gráficamente evidente, que no cabría ninguna sospecha respecto de él o de su operación.

Se acomodó en la húmeda hierba al lado de sus dos pilotos de la RAF. Ambos comprendían también lo que estaba sucediendo. Uno de ellos hizo un ademán hacia el horizonte occidental.

–Sería un auténtico milagro que alguien se presentara aquí esta noche.

Paul asintió y trató de calcular hasta dónde tendría que llegar en su actuación en beneficio del invisible comando de Strómelburg. De repente, se puso tenso. Allá en el horizonte occidental sus oídos alertas habían captado el lento estruendo del motor de un avión. Se puso en pie, siguiendo su avance hasta que sus entrenados sentidos detectaron el latido familiar de un motor de «Lysander Westland». Se quedó atónito. Simplemente, aquello no era posible. En nombre de Dios, ¿qué había funcionado mal? Londres actuaba de modo deliberado, sabiendo que volaba hacia una trampa de la Gestapo. Se encontraba aún allí paralizado de asombro e incertidumbre cuando el «Lysander» hizo su primera pasada por encima de sus cabezas. Su ayudante, Clément, se encontraba ya en pie corriendo hacia su posición.

Paul se puso en acción. ¿Qué debería hacer? ¿Destellar su falsa letra de identificación para alejar al avión? Los hombres de Strómelburg que se encontraban allí, entre los arbustos, sabían cuál era la letra correcta. Todos estarían muertos en quince minutos si hacía una cosa así. «Dios mío», pensó Paul cogiendo su linterna para hacer la única cosa posible: destellar la «T» de bienvenida al piloto que se acercaba al campo, aquel pobre bastardo…

El avión parpadeó su «T» como respuesta, viró y se precipitó sobre el terreno en un perfecto aterrizaje. Paul hizo un ademán a los dos pilotos de la RAF, que echaron a correr hacia él.

La carlinga se abrió y el pasajero que llegaba saltó grácilmente al suelo. Paul se percató de que se trataba de una mujer. Los pilotos de la RAF pasaron ante ella y comenzaron a trepar a bordo del «Lysander». La mujer se precipitó hacia Paula. Sólo en el instante en que se arrojó en sus brazos, Paul reconoció su cabello, su olor, sintió oprimirse contra su carne los contornos de la mujer a la que amaba. Sus piernas temblaron y la sangre se le subió a la cabeza. Por un momento, pensó que iba a desmayarse.

–¡Denise! – gritó.

Fue la única palabra que pudo articular ante su sorpresa y horror.

–Querido –susurró Catherine–, gracias a Dios que estoy de regreso contigo, aunque sea sólo por una noche…

Sólo al regresar al cobertizo unos minutos después, empezó a recuperarse Paul del choque recibido con la llegada de la mujer. Con las manos temblándole aún levemente, abrió la puerta para que Catherine entrase. Mientras lo hacía, se dio la vuelta tratando de leer el mensaje de las oscuras e inciertas sombras que los rodeaban. No pudo ver nada, descubrir ningún movimiento que indicase cuántos hombres de Strómelburg se escondían por allí, detectar el movimiento del follaje que le señalase dónde se hallaban. ¿Deberían aprovechar su oportunidad y tratar de escapar? Clément, su ayudante, se encontraba ya en marcha por la senda polvorienta con la bicicleta extra, pero su movimiento fue uno de los que la Gestapo había estado esperando.

A cinco metros del cobertizo se encontraba una zanja de drenaje que corría paralela a la senda durante 500 metros, hasta unirse con otra pista polvorienta. ¿Podrían arrastrarse por allí sin ser detectados? Lo estudió con sus ojos tan acostumbrados a la noche y luego se inmovilizó. A cincuenta metros de distancia, donde la zanja llegaba a los bosques que rodeaban el cobertizo como las aguas una isla, vio una oculta sombra y escuchó el seco chasquido de una ramita que se tronchaba. Paul emitió en voz baja una maldición. Si eran lo suficientemente listos como para situar un hombre allí, tendrían el lugar rodeado por completo. No habría vuelo de medianoche para ellos.

Cerró la puerta. Encendió una lámpara de queroseno y la colgó de un gancho que había en el techo. Su luz parpadeante impulsó a las sombras hacia los rincones del cobertizo. Era un lugar claramente primitivo: no había fontanería, ni agua, ni electricidad, sólo una mesa y un colchón cubierto de viejas mantas. Catherine lo observó y se volvió hacia Paul. Al gentil resplandor de la lámpara, aparecía tan radiantemente hermosa que Paul suspiró.

–Querido –le dijo–, tienes auténtico gancho para detectar los lugares más románticos de Francia.

Tras sus palabras, corrieron el uno hacia el otro. El abrazo de Catherine rebosaba pasión. La inspiraba saber cuan poco tiempo tendrían para estar juntos. Paul se mostró indeciso y tembloroso, un reflejo de la única pasión que le consumía: la preocupación. Catherine se apartó con lentitud de su amante. Una mujer sabe leer un mensaje de un abrazo incierto con mucha mayor rapidez y más exactitud que un astrólogo descifrando los portentos de sus estrellas. Las puntas de sus dedos captaron el rasgo confirmador de sus frías y húmedas sienes.

–¿Estás bien, cariño? – le preguntó.

–Me encuentro terriblemente preocupado.

–¿Por qué?

–He tenido un mal presentimiento acerca de esta operación.

«Demonios, ¿cuánto más podría decir?», se preguntó.

–He estado desasosegado todo el tiempo. Incluso desde que bajé hoy del tren en Angers. He tenido la sensación de que me seguían.

Catherine tembló levemente.

–Tal vez te imaginas cosas. Has estado sometido a una terrible presión.

–Poseo una especie de sexto sentido para esas cosas.

–Pero, si iban detrás de ti, se habrían apoderado del avión en el campo, ¿no te parece? Ése es el precio.

Paul se mostró taciturno y silencioso. Catherine apagó la lámpara y ambos cayeron uno en brazos del otro encima del colchón. Paul la sujetó con su cuerpo con una intensidad casi salvaje, pero, tal y como Catherine descubrió muy pronto, el esfuerzo nervioso le había invadido como una fiebre, dejándole impotente para una excitación física.

–No te preocupes, cariño –le susurró ella.

Le besó tiernamente y luego se acurrucó entre sus brazos con la confianza de un niño moviéndose hacia el seno de su madre. Al cabo de unos minutos estaba dormida.

Paul yació despierto, mirando el plano techo del cobertizo, preguntándose, desesperadamente, qué hacer, tratando en cierto modo de retrotraerse al amanecer. ¿Qué había sucedido? Su mensaje a Londres a través del «Uno Dos Dos» no podía haber sido más claro o más explícito: la Gestapo iba a detener al pasajero que llegaba en la «Operación Tango». Danielle explicó que lo había enviado y que Londres confirmó la recepción. ¿Le habría mentido?

Aquello era posible, ¿pero, por qué? Siempre estuvo por encima de cualquier reproche en sus operaciones. ¿Habría sido manipulada también por los alemanes? Era improbable, porque, en ese caso, Stromelburg sabría desde hacía ya mucho tiempo sus lazos con el MI6 y, seguramente, le habría fusilado. No, examinando la situación con la fría sensación de duplicidad que constituye la armadura de un agente doble, Paul llegó a la conclusión de que, o bien Londres había enviado aquí a Denise de forma deliberada por alguna razón propia, o Londres era criminalmente inepto. En cualquier caso, la explicación resultaba insuficiente.

Miró a la figura acurrucada en confiada somnolencia en sus brazos. Oía la mesurada cadencia de su respiración, la fragancia familiar del olor de su cuerpo. Fuera cual fuese el retorcido y demente mundo a través del que se abría tortuosamente paso, se hallaba aquí entre sus brazos. Fueran cuales fuesen sus lealtades, debía salvarla. ¿Pero, cómo?

Era posible acudir ante Stromelburg y rogarle que la soltase en reconocimiento de todo lo que había hecho por él. Era una posibilidad, pero sólo una extrema y desesperada posibilidad. Conocía a Stromelburg lo suficientemente bien como para sospechar los límites que podría tener su gratitud. ¿Y si revelaba su conexión con el MI6, ofreciéndole una triple jugada para salvarla? La confianza de Stromelburg en él era total. Constituía la más orguüosa creación del aleman. Revelarle que le había estado engañando, tomándole el pelo, produciría una reacción imprevisible en el alemán, como el recorrido de un rayo.

Alargó la mano en busca de un cigarrillo y comenzó a fumar en la oscuridad. Stromelburg debería ser el último recurso. Su primera preocupación sería encontrar una vía de escape a la trampa en que habían caído. Una vez se encontrasen en el tren de París, la huida resultaría difícil. Cualquier movimiento que realizasen parecería sospechoso. Stromelburg habría infundido un miedo terrible en sus seguidores. No correrían el menor riesgo. Si Denise se alejaba de su asiento, la seguirían y si iba a cualquier lugar que no fuese los lavabos o el coche restaurante, la detendrían. Estaba tan seguro de esto como de cualquier otra cosa.

Cuidadosamente, trató de revisar cada kilómetro de su viaje. Mañana, debían dar un paseo en bicicleta de 4 kilómetros hasta la estación, a lo largo de una carretera comarcal relativamente desierta. Stromelburg no podía situar un agente detrás de cada arbusto. Mandar un coche tras ellos sería tanto como revelar su juego, y esto resultaba muy improbable en Stromelburg. Si había un momento en que la guardia de la Gestapo estaría baja, sería más bien allí, en su recorrido en bicicleta de aquella mañana. Paul se dio cuenta de ello.

En una de las pequeñas carreteras que cruzaban la ruta hacia La Ministre, podrían girar y dirigirse al Norte para evitar cruzar el Loira, porque una vez escapasen, los alemanes montarían puestos de vigilancia en los puentes. Al hacer aquel rodeo hacia el Norte regresarían a Angers desde el Oeste. Stromelburg no sabía nada de las operaciones de Clément, su segundo. Podrían acudir a su casa de seguridad y recluirse allí. Entre el momento en que el último seguidor les observase pedalear hacia La Ministre, y el instante en que los agentes que aguardaban en la estación esperasen su llegada, tendrían unos veinte minutos. Resultaba una considerable delantera, aunque la Gestapo les persiguiese con coches y no con bicicletas. Era también la única posibilidad de Paul de salvar a Denise de la trampa de Stromelburg. Por primera vez desde que Denise había descendido del «Lysander», la alterada confianza de Paul comenzó a recomponerse.

A unos 300 km de las afueras de Angers, el fuerte viento que corría tierra adentro desde el canal comenzaba a arrancar las hojas de los tilos que rodeaban el
cháteau
de los duques de la Rochefoucauld y las hacía revolotear frente a las ventanas del dormitorio del mariscal de campo Erwin Rommel. El mariscal contempló con satisfacción el gris y tormentoso amanecer del lunes, 5 de junio. Durante dos semanas, en aquella última gloriosa quincena que había aportado su ración diaria de tiempo perfecto para la invasión, no había hecho más que rezar para que lloviese.

Se duchó, se afeitó, se vistió y desayunó el cuenco de sopa demasiado líquida que su chef había preparado para él. Al igual que Eisenhower, su enemigo del otro lado del canal de la Mancha, su primer pensamiento por la mañana fue para su meteorólogo jefe, el comandante Ernst Winkler, instalado en la «Villa Les Sapioles», en las instalaciones junto al mar de Wimereux, sobre el canal de la Mancha, exactamente en las afueras de la ciudad de Boulogne. Era uno de los pocos subordinados a su mando al que el mariscal de campo llamaba con regularidad. La predicción del tiempo no podía ser peor, le informó al mariscal de campo. Desde sus ventanas, le dijo a Rommel, veía que unas olas de metro y medio se estrellaban contra las arenas del canal por debajo de su villa. Resultaba impensable un desembarco con un tiempo así.

Aquello era exactamente lo que Rommel deseaba escuchar. Durante varios días, había planeado salir de La Roche Guyon los días 5 y 6 de junio. Encima de su cama se hallaban el par de zapatos grises que Rommel había comprado en París unos días antes como regalo para su mujer, Lucie, el día de su cumpleaños, el martes, 6 de junio.

Sin embargo, el cumpleaños de Lucie resultaba algo incidental respecto de la auténtica razón de su viaje: la reunión que había concertado para el martes por la tarde con Adolf Hitler, en Berchtesgaden. Rommel deseaba que se añadieran a su mando más Divisiones Panzer, la Segunda SS en Toulouse, y la Novena Panzer en Aviñón, ambas más preparadas para una invasión desde el Mediterráneo que desde el Atlántico. Estaba seguro de que las conseguiría, puesto que pretendía estacionarlas al sur de Caen, detrás de las playas normandas que últimamente tanto preocupaban al Führer.

Antes de salir, Rommel, como buen comandante que era tuvo un último pensamiento hacia sus tropas, muy cansadas después de una quincena de alertas de invasión. Ordenó que todas sus fuerzas a lo largo del Muro del Atlántico descansasen y autorizó permisos locales para oficiales y los soldados.

En el pequeño claro en el bosque al sudeste de Angers, comenzaba otro viaje en el mismo amanecer tormentoso. Paul estudió el follaje que rodeaba el cobertizo, tratando de conseguir alguna indicación de cuántos hombres habría escondido Strómelburg por allí. No consiguió localizar ninguno. En cierto sentido, se tranquilizó a sí mismo, aquello carecía de importancia. La única cosa que contaba consistía en conseguir aquel precioso cuarto de hora libre de aquellos ojos invisibles en la carretera hacia La Ministre. ¿Qué razón le daría a Denise para aquel súbito cambio en su ruta y comenzar a correr campo a través? ¿Cuánto podría contarle acerca de sus relaciones con Strómelburg? Chupó con fuerza de su «Camel», fruto del mercado negro, una recompensa más por sus servicios con la Gestapo de la que ahora trataba de escapar tan desesperadamente.

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