–El operador de radio de Gilbert acaba de recibir un mensaje de Londres. Gilbert debe estar con él ahora. Le dice que dé absoluta prioridad a conseguir que una agente llamada Denise tome el próximo vuelo del «Lysander» a Londres.
–Esa particular pieza de noticias, amigo mío, no es algo que pueda recibirse tan bien como parece creer –declaró Stromelburg–. Significa que no podremos ver los planes de sabotaje a que el mensaje de Lila se refiere, a través del correo de Gilbert, ¿no es así? Obviamente, esta Denise se los llevará a Londres en persona.
–Podría arrestarla en el momento de la partida…
–En efecto…
Stromelburg se levantó y paseó sobre aquel magnífico suelo hasta las puertas-ventanas que daban a la Avenue Foch. El césped que se extendía desde la
contre-allée
hasta la misma Avenue Foch, aparecía de un verdor tan lozano a la luz del sol primaveral, que podía haberse tratado de la calle de un recorrido de golf. Un grupo de niños corría de acá para allá bajo los vigilantes ojos de sus niñeras y madres. Cuatro años de ocupación no parecían haber afectado demasiado las rutinas de sus burgueses vecinos, pensó Stromelburg mientras los observaba. Permaneció allí durante algún tiempo, con las manos a la espalda, balanceándose de atrás adelante sobre las puntas de los pies, considerando el delicado planteamiento del problema surgido a causa de la información del doctor.
–Lo primero que hay que hacer es mandar ese mensaje a Londres en su próxima transmisión. No debemos levantar suspicacias en Cavendish. Nunca he deseado que las sospechas preocupen su bienintencionada mente.
–He recogido el número de teléfono de Calais que el agente dejó en el bar. Es de otro café. ¿Deberíamos poner ese lugar bajo vigilancia?
–Claro que no. Es la última cosa que deberíamos hacer. Existen aún unas cuantas brechas en su comprensión de este asunto, doctor.
Una alegre indulgencia, el tácito reconocimiento del excelente trabajo llevado a cabo hasta aquel momento del día, tamizó las palabras de Stromelburg.
–¿Por qué asustarles? Si Londres responde, lo hará en la clave antigua. Es como si Cavendish nos estuviese pasando directamente la información a nosotros.
Regresó junto a su escritorio y alzó el jarrón de Sévres que había estado admirando cuando llegara el doctor. Querubines y faunos rodeaban a una rolliza y sensual criada tendida sobre una cumbre herbosa en el centro del medallón, adornándolo.
–Una pieza hermosísima. Estoy casi seguro de que constituyó un regalo de Luis XV a alguna de sus queridas.
–¿Dónde lo consiguió? – le preguntó con poco tacto el doctor.
Stromelburg se encogió de hombros.
–De un caballero que ya no podía emplearlo donde iba.
Dejó de nuevo el jarrón encima de su escritorio con exquisito cuidado.
–Si esa Denise llegara en lugar de marcharse, nuestra vida sería más fácil –suspiró–. No puedo pensar en nada que se interfiera con un «Lysander» en vuelo de regreso sin comprometer con ello a Gilbert. ¿Debemos destruir nuestra más efectiva operación de espionaje que tenemos entre manos para conseguir un plan de sabotaje cuyo objetivo ignoramos por completo?
–Ciertamente, Calais es vital para sus planes de invasión.
–Eso lo doy por sentado. Pero, supongamos que los detenemos en el campo y averiguamos luego que ese plan de sabotaje suyo no implica nada más que volar algunos trenes de mercancías entre Calais y Lila. ¿Qué pasaría entonces?
El doctor sabía las cosas lo suficiente como para no responder a eso. Stromelburg sonrió.
–Le diré lo que tendríamos. Un par de casos de paros cardíacos en Berlín.
Sacó un cigarrillo de su pitillera de plata, le dio unos golpecitos pensativamente y luego lo encendió.
–Tal vez nuestra respuesta está allí. ¿Por qué no lo remitimos a Herr Kopkow y le dejamos que sea él quien tome la decisión? En ese caso, si algo sale mal, nuestro brillante experto en contraespionaje tendrá el placer de asumir la responsabilidad del lío que haya creado…
Catherine se inclinó contra el borde de la ventana del hotel-pensión, con los brazos cruzados, en una especie de meditación, escudriñando a la gente que paseaba a través del estrecho callejón de la Rué de l'Échaude que se hallaba abajo. En cierto modo, parecían andar con paso más ligero que la última vez que había permanecido junto a aquella ventana, con sus figuras pareciendo menos inclinadas de hombros y cansadas. ¿Se debería a una sensación de que la liberación de su patria se estaba al fin acercando? ¿O era tan sólo aquella rejuvenecedora primavera, y particularmente una primavera en París, que siempre parecía ofrecer algo así incluso a los seres más cansados? El apartamento del otro lado de la calle aparecía cerrado y vacío; recordó la imagen del hombre al que sacaban por la puerta hacia el coche en medio de la noche. ¿Dónde estaría ahora?
Una llamada en la puerta interrumpió aquella perturbadora cadena de pensamientos. Se envaró y luego sonrió.
–¿Quién es?
–Monsieur Dupont.
–Entre, Monsieur Dupont –dijo desde el otro lado de la habitación.
No se produjo ningún error; se trataba del correcto Monsieur Dupont. Apareció ante ella con aquel encrespado cabello castaño propio de Paul, aquellos ojos pensativos, que eran una mezcla de maquiavelismo y melancolía, y en los que tan a menudo había pensado durante sus solitarias noches en Calais, incluso con la misma chaqueta deportiva de
tweed
y el pañuelo, cuya incongruente elegancia tanto la habían conmocionado en su viaje en tren a París… Se miraron mutuamente durante aquel fugaz instante de interrogación, de valoración, que todos los amantes viven tras una separación. Luego, sin una palabra, volaron uno en pos del otro a través de la habitación. Paul la sujetó y comenzaron a abrazarse, con la boca de él abierta y cubriendo la de la mujer con tal intensidad de sentimientos, que era como si estuviese tratando de extraer desde las profundidades de su ser algún fragmento de su alma.
–¡Dios mío! – jadeó cuando al fin se detuvo–. Temí no volver a verte nunca.
–¿Por qué? – susurró ella, con su pregunta acarreando un saber de siglos–. Sabía que te vería otra vez.
–No sé, las cosas suceden tan de prisa en el mundo en el que vivimos…
–Paul…
La mujer le puso la punta de los dedos encima de los labios.
–¿Por qué hablar?
Nunca en su vida Catherine hizo el amor de forma tan veloz o tan intensa. No hubo preliminares. Ninguno de ambos los necesitaba. Se arrancaron las ropas de sus cuerpos en una frenética búsqueda de la desnudez, luego se tumbaron en la cama. Paul estuvo ya en ella y juntos, galoparon, con el frenesí de los animales que se acoplan. Cuando terminaron, él comenzó a besarla gentilmente para quitarle las pequeñas gotitas de sudor que se habían ido juntando entre sus pechos. Aún dentro de ella oprimiendo su cuerpo contra el de él, rodó con suavidad sobre un lado. Durante unos momentos, estuvieron allí trabados uno contra otro, jadeando, abrazándose, explorándose las medio olvidadas familiaridades de cada uno de sus cuerpos. En un santiamén, Catherine sintió que Paul se endurecía de nuevo dentro de ella. Esta vez su amor fue más lento, más lánguido; una dolorosa ascensión hacia el climax. Cuando llegaron al mismo, Catherine emitió un profundo grito de triunfo y arrobo, un alarido de saciamiento sensual, como los que otras ocupantes femeninas de su hotel raramente tenían motivos para proferir.
Se quedaron dormidos. Cuando las sombras de la noche comenzaron a extenderse por el cuarto, se removieron. El contenido de la chaqueta de Paul –llaves, cartera, dinero, billetes de Metro– se hallaba esparcido por el suelo. Mientras le ayudaba a recogerlos, Catherine encontró una fotografía, una desgastada y borrosa instantánea de antes de la guerra, de un castillo del siglo
XIX
.
–¿Qué es esto? – le preguntó.
–El castillo donde nací.
–¿Es tuyo?
–Pertenece a mi familia.
–¿Así puedo decir que estoy enamorada de un noble?
–Claro que no…
Paul se echó a reír.
–De un pícaro y un bribón, que encontrarás mucho más divertido y mucho menos previsible.
Cuando terminaron de restaurar por lo menos una imitación de orden en el cuarto, se dejaron caer pesadamente encima de la cama.
–Qué lástima que no hayas llegado veinticuatro horas después –comentó Paul.
–Pues ése parece un pensamiento poco gracioso –respondió Catherine–. En particular, en vista de la bienvenida que he recibido.
–Si te hubieses presentado dos días después, la luna habría cambiado y hubiera tenido una excusa para tenerte aquí durante tres semanas. Mañana es el último «Lysander» de la luna de mayo y he recibido un mensaje de Cavendish esta tarde. Desea que subas al avión.
–Tal vez la RAF nos eche de nuevo una mano.
Paul suspiró y alargó la mano en busca de un cigarrillo.
–No es probable. Debemos ir a un campo cerca de Amboise, no lejos de aquél donde llegaste. Probablemente sea mejor para ti llegar hasta allí por tus propios medios. Yo tengo que acompañar a un piloto americano derribado, y puede resultar algo difícil. Esos norteamericanos nunca hablan francés y parecen tan franceses como un brujo zulú médico. Mala cosa si la Gestapo registra el tren.
–¿Y qué quieres que haga?
–Perder el avión si puedo arreglarlo…
Paul sonrió.
–No, es sencillo. Hay un tren que sale a las nueve de la Gare d'Orsay para Amboise mañana por la mañana. Lo tomarás. La última visita con guía al castillo acaba a las cuatro y cuarto. Ve a ella con un
Je suis partout
por compañía. Uno de mis hombres se presentará y dirá: «Si Carlota de Saboya era tan bonita como usted, Luis XI fue un hombre muy afortunado.» Tú le responderás: «¿Me está ofreciendo un castillo?» Vete con él. Te llevará a una casa segura cerca del campo.
–¿Es una cosa así de sencilla?
Querida –Paul la volvió a tomar entre sus brazos–, créeme, mi pequeño servicio de taxi aéreo es más seguro y fiable que la «Air France» de antes de la guerra.
Si T. F. O'Neill hubiese tenido que imaginar el perfecto fin de semana inglés en el campo, pensó que no hubiera podido imaginar algo mejor que el que estaba viviendo en la finca de Sir Henry Ridley, en Sussex, llamada «Clairborn». En primer lugar, estaba el viaje en tren. Este tren parecía salido de una de aquellas películas de asesinatos y misterio de antes de la guerra, que los ingleses hacían tan bien: un vagón que crujía, cada compartimiento con su propia salida al andén de la estación; la desgastada tapicería parda exhalaba un olor a moho y tabaco rancio, con un desgastado paño prendido de la parte alta de cada asiento, incluso el ubicuo agente de Bolsa con su sombrero hongo y su traje oscuro, sumergido en su
Times
en un rincón de su compartimiento. El paisaje aparecía maduro y verdeante, estallando con la promesa del tiempo primaveral, con sus gentiles vistas moteadas por convoyes caquis que se arrastraban hacia el canal, un recuerdo del mortífero significado de aquella particular estación primaveral.
En cuanto llegaron a «Clairborn», Ridley insistió en que T. F. se pusiese un par de pantalones de pana y recorriese las extensiones de la finca con él, observando los muros del cercano castillo de Cowdray, con el progreso de las azaleas, escuchando la llamada de un elusivo martín pescador. A continuación se habían sentado al lado de la chimenea, bebiendo whiskies calientes con soda, una aberración inglesa de la que T. F. comenzaba a disfrutar, mientras escuchaban las noticias por la «BBC». La cena había sido uno de aquellos ceremoniosos e indiferentes asuntos ingleses, con los alimentos guarnecidos de verduras, que Ridley señaló orgullosamente procedían de su jardín campestre y un «Cháteau Ausone» de 1934, que trajo personalmente de su bodega de vinos. Deirdre estaba sentada enfrente de T. F. Al resplandor de las velas, sus ojos parecían parpadear con un brillo iridiscente. Iba vestida, como siempre, con una sorprendente sencillez, y sus únicas joyas eran una sarta de perlas en la garganta y apenas una sugestión de lápiz de labios luciendo en los bordes de su boca. Cada gesto que hacía, incluso el trivial acto de comer unas natillas, le dejaba en trance.
Ridley estaba hablando. Alejado de su oficina, donde sus terribles preocupaciones le sumergían tan a menudo en un taciturno silencio, resultaba un hombre encantador, y alguien que evidentemente disfrutaba muchísimo contando historias.
–Debo contarle una pequeña anécdota muy divertida y, querida –prosiguió mientras le hacía un ademán a su esposa–, mantente en un sombrío silencio hasta el momento apropiado.
Apartó su silla de la mesa y miró hacia el techo.
–Allá por 1943, teníamos una cosa en el War Office que se llamaba la Junta de Seguridad Interservicios (ISSB), que era la gente que hacía las veces de custodios de todos los nombres en clave de nuestras operaciones secretas… Se recurría a ellos cuando comenzábamos a planificar cada una de las operaciones.
Se rió por lo bajo anticipándose a su propio chiste.
–Pues bien, un día el adjunto de Freddy Morgan vino a verme y me dijo: «Al fin se han completado los planes de la gran invasión y Morgan desea un nombre en clave. ¿Quiere ir al ISSB y ver qué sugieren?»
Los ojos de Ridley se posaron en T. F.
–Morgan dirigía el COSSAC, la organización que elaboraba los planes de la invasión. Por lo tanto, fui a ver al comandante que estaba al mando allí y le dije:
»–Mire, necesito un nombre en clave para la gran operación.
»Miró en sus libros y luego volvió y dijo:
»–Lo siento terriblemente, pero me temo que en este momento sólo tengamos disponible un nombre en clave.
»–¿Y cuál es? – le pregunté.
»–
Bola de naftalina
–replicó.
»–¿Está absolutamente seguro? – le dije–. Eso parece más bien un nombre en clave espantoso para lo que, a fin de cuentas, va a ser la operación más importante de la guerra.
»–Sí –me respondió–. Me temo que es todo lo que tenemos. Ya se han llevado los demás…
»Por lo tanto, regresé junto a Freddy Morgan y le dije:
»–Al parecer,
Bola de naftalina
es el único nombre en clave que pueden aportar.
»–Oh, querido –me dijo–, no me hace mucha gracia la idea de llevarle esto a Winston. No le va a gustar en absoluto.
»Se fue y al cabo de una hora estaba de regreso con una expresión más bien lamentable.