Juego mortal (Fortitude) (48 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Unas dos terceras partes.

Aristide la condujo hasta una silla de madera de alto respaldo y se instaló él mismo en otra similar. Una vez más, quedó conmocionada ante lo anónimo del piso, su dureza espartana. Su único lujo visible era algo ilegal: una radio «Philips» de antes de la guerra, que Aristide empleaba para escuchar la «BBC». Sin embargo, Catherine, personalmente, había entregado a este hombre un cinturón con dinero, por una suma de dos millones de francos. Resultaba claro que Aristide no había empleado ni un chavo de aquello para suavizar su propia existencia. Delante de ella, en la cocina, su mujer acababa de quitar del fuego su cena: un escuálido arenque. No pudo dejar de pensar en Paul con su inclinación hacia los restaurantes del mercado negro y su resolución en el sentido de no permitir nunca que la Gestapo le atrapase con el estómago vacío. Al parecer, la devoción hacia la Resistencia adoptaba formas muy distintas.

–¿Cuándo debes emitir la próxima vez? – preguntó Aristide.

–Mañana a las cuatro.

–Esto no podía sucedernos en un momento peor, ¿verdad? De todos modos, no creo que tengamos elección. Hemos estado muy cerca de perderte.

Catherine no protestó. Después de su huida de aquella mañana, la Gestapo estaría aguardando a su próxima emisión para seguir atacando.

–¿Crees que podríamos trasladarla?

–¿Podrías desmontarla y volver a montarla de nuevo?

La mujer meneó la cabeza.

–Claro que no. No pensaron en enseñarte, ¿verdad?

Aristide movió las manos en impotente resignación.

–Intentar trasladarla ahora sería un suicidio. Podrías ponerte un vestido rojo, blanco y azul y entregarla al cuartel general de la Gestapo, en Rué de Valenciennes, para ahorrarles los trastornos de detenerte en la calle. La cuestión es la siguiente: ¿podríamos mandar un último mensaje a Londres?

–Tengo un cuarzo de emergencia.

Un cuarzo de emergencia era, exactamente, lo que daba a entender su nombre. No se esperaba nunca que un operador lo utilizase, para que los servicios de detección alemanes no supiesen que lo tenía y asociasen su frecuencia con su aparato. Catherine debía dar por supuesto que los alemanes ya conocían cinco de las frecuencias que normalmente empleaba. Cuando mañana la escuchasen llamar a Londres, escudriñarían cada una de aquellas cinco frecuencias para ver cuál empleaba, y luego comenzarían a rastrearla de nuevo. Al emplear el cuarzo de emergencia, se concedería unos cuantos minutos para emitir y estar en el aire antes de que la buscasen en otras frecuencias.

Aristide cogió un bloc de notas y escribió algo en una hoja.

–¿Cuánto emplearías en mandar esto? – le preguntó.

Decía lo siguiente:

Aristide a Cavendish: Gonio localizó aparato imposible traslado nuevo lugar stop debemos suspender transmisiones aconsejen radios alternativas emergencias
.

Catherine contó las letras. Contenía unos 100 caracteres. Cuando transmitía bien, tecleaba entre veintiocho y treinta letras por minuto.

–Me parece que unos tres minutos –replicó.

–¿Crees que podrías transmitirlo por tu cuarzo de emergencia antes de que te atrapen?

–Me parece que, después de esta mañana, dan por supuesto que el aparato se encuentra en algún lugar de mi calle, ¿no crees?

–Eso es una suposición bastante exacta…

–Y dado que no son unos apóstoles del silencio, también deben colegir que el operador de radio ha sido consciente de la conmoción originada esta mañana. Por lo tanto, si ven que no respondo a Londres, su conclusión será que estoy demasiado aterrada para emitir. Francamente, no creo que me busquen en otras frecuencias.

Aristide se mesó el extremo de su barba, retorciendo sus mechones entre los dedos como si tratase de hacer una trenza con sus pelos.

–Esa, en efecto, será su primera conclusión. Es la segunda la que me preocupa.

Catherine le miró perpleja.

–Cuando vean que no vuelves a emitir, acordonarán la zona y la revolverán piso por piso, en busca de la radio. En cuanto recibas el reconocimiento de Londres, vete de aquí tan de prisa como puedas. No te lleves nada contigo, ni siquiera un cepillo de dientes ni ropa interior de repuesto. Limítate a abrazarte a Pierrot y sal por la calle como si fueseis las primeras personas en el mundo en descubrir lo que significa
cinq á sept
. Te llevaré a una casa segura.

–¿Pero qué me dices acerca de recibir la respuesta de Cavendish?

Aristide señaló su radio.

–Este es un aparato de onda corta. Podrás captarlo desde aquí.

La escena, pensó Catherine, podía haberse sacado directamente de algún drama melancólico de extrema izquierda, con pretensiones de cargar a su auditorio con un sentimiento de culpabilidad respecto de las clases obreras de Francia. La mujer de Aristide estaba en la cama, protegida por un par de suéteres, entreteniéndoles con una sinfonía nasal de estornudos, ronquidos y carrasposas toses catarrales. Ostensiblemente, todo aquello parecía resultado de un resfriado, un dolor de garganta y un toque de reumatismo. En realidad, era su forma de protestar ante el hecho de que tenía que compartir su cama esta noche con Catherine en vez de con su marido. La emisora de transmisión del SOE en Sevenoaks emitía por lo general en medio de la noche y los mensajes para Catherine llegarían a la 1.15. Con el toque de queda, ello significaba que debía pasar la noche en su piso y Aristide, de forma considerada, le ofreció que compartiera su cama.

Aristide estaba sentado en una de sus sillas de alto respaldo, al lado de una bombilla desnuda, estudiando un análisis del pensamiento de Engels acerca de la obra de Karl Marx. Catherine se sentaba en otra silla, escuchando a medias el «Calais Soldatensender», la emisora de propaganda inglesa, que emitía para las tropas alemanas en Pas de Calais. Por quinta vez desde las nueve, tocaban una canción que, al parecer, hipnotizaba a los guerreros de la Wehrmacht:
La lista pequeña conductora de autobús
. Mientras su tobillo seguía el ritmo de la música, pensó que era una hija de la clase obrera, que suspiraba por la libertad de los cafés y las salas de baile, y se hallaba confinada en este cuarto a causa de la penuria de sus padres y sus escrúpulos proletarios…

Dado que había llegado poco antes del toque de queda, ella y Aristide habían intercambiado tal vez sólo una docena de frases. Sin embargo, sentía hacia su jefe una admiración auténticamente genuina, así como afecto, sentimientos que conocía que eran recíprocos. Su silencio, sabía también, no tenía nada que ver con una carencia de sentimientos. Más bien, reflejaba su idea de cómo un jefe del SOE regía su red. La soledad constituía un virus que infectaba a cualquier agente clandestino en la Francia ocupada. Era el inevitable producto de una vida que transcurría bajo una falsa cobertura, en la que incluso los encuentros más mundanos debían mirarse con suspicacia, una vida de interminables esperas, de noches pasadas sólo con el miedo y la soledad por compañía. Así, pues, nada era más natural que, cuando los agentes se encontraban juntos, debieran abrazarse física y metafísicamente, dejando de lado sus restricciones y saboreando los frutos prohibidos de la camaradería. Alguno de los jefes del SOE, particularmente en París, alentaban esa reacción, convirtiendo a sus redes en unas pequeñas fraternidades agradables y exclusivas.

Pero Aristide operaba con una filosofía diferente. Mantenía a su gente rigurosamente separada. Les prohibía de modo total cualquier contacto aparte de los requeridos estrictamente para su trabajo. No les contaba a sus agentes nada que no debieran saber y tampoco les preguntaba nada que no fuese esencial para su tarea. En todas aquellas semanas juntos, nunca le había hecho a Catherine ni una sola pregunta personal, acerca de quién era, de dónde procedía, cuál había sido su existencia antes de la guerra; simplemente, no deseaba saberlo. Todo lo que sabía de ella como persona eran aquellas pequeñas cosas, como las circunstancias de la muerte de su madre que ella había querido contarle.

La mujer se alejó de sus pensamientos. Era la una. Recibir de Sevenoaks sería tan fácil como difícil había sido emitir. En vista de lo que había sucedido, no podían esperar que Catherine diese señales de conocer el mensaje. Sólo tuvo que permanecer sentada al lado de la radio de Aristide y reunir los puntos y rayas que llegaban por el éter. Cuando acabó, descodificó el texto a la luz de la vela con ayuda de sus sedas y pasó el resultado a Aristide.

Decía lo siguiente:

Cavendish a Aristide: De acuerdo suspensión transmisiones stop Regreso Denise Londres inmediatamente con plenos detalles plan sabotaje stop Su contacto bar esquina Rué Saint André des Arts y Rué des Granas Augustins París stop Palabra en clave barman Quiero decir hola a M Bernard stop Dispondrán regreso stop Por favor confirmar partida vía mensaje a través «Café Sporting» Rué de Béthune Lila stop Contactar barman René palabra en clave Sabe dónde puedo encontrar cebo contestación Dicen que hay algunos en «Café Commerce» stop Permitir barman contacte Calais vía regreso mensajes pueden enviarse stop Afectuosos saludos
.

Aristide alzó la vista.

–Te echaré de menos –declaró con sencillez.

–Yo también te echaré de menos, Aristide –replicó la mujer.

Encendió un fósforo para quemar los trocitos de seda y los pedazos de papel que había empleado para descodificar el mensaje de Londres. Su dedo se quedó inmóvil a mitad de su ademán hasta que la llameante cerilla comenzó a quemarle la punta de los dedos. Algo maravilloso acababa de ocurrirle. El contacto de París y la palabra en clave que Cavendish acababa de suministrarle eran exactamente las mismas que Paul le había dado a ella, para que la emplease si alguna vez debía escapar y entrar en contacto con él.

París

Nada, ni siquiera el radiante calor del sol de mayo, podía alterar la deprimente lobreguez de los barrios bajos industriales que se extendían a partir de la Porte de Pantin, en París. A Catherine se le ocurrió que estaba sentada en la misma terraza del café, y tal vez a la misma mesa en la que se había sentado con Paul hacía sólo seis semanas, en realidad toda una existencia ya, aguardando la llegada de la misma camioneta de las «Pesquerías Boulogne».

Aristide le había dejado un regalo de despedida. No deseaba que corriese el riesgo de ser detenida durante una inspección de equipajes en el tren Calais-Lila, con los documentos en que se describía su plan para sabotear la «Batería Lindemann». Un detallado cianotipo del panel de control de la batería, de la nueva conexión por cable con la central de relé de Calais, incluso un ejemplo de uno de los fusibles que el ingeniero había trucado, todo ello se encontraba camino de París oculto en un cargamento de sardinas y arenques.

Ahora, sola en la inmensidad de la capital, se sintió segura por primera vez desde hacía semanas. No podía extrañar que muchos agentes del SOE prefiriesen trabajar en la ciudad. Su enormidad les concedía un instantáneo y confortante anonimato después de semanas en un lugar tan pequeño como Calais. Un ejemplar de
Je suis partout
se hallaba desplegado en su mesa, de conformidad con el consejo que Paul le había dado, pero lo apartó disgustada. Era infinitamente más placentero estar sentada allí en aquella luz primaveral pensando en Paul.

De niña, había desarrollado el hábito de sentarse a la mesa del comedor, contemplando arrobadamente su postre, ignorando los apremios de la niñera para que empezase a comérselo. Podía estar allí sentada durante minutos observando cómo se derretía su helado, contemplando su pastel, dirigiendo unos ojos con adoración a sus natillas, disfrutando de un anticipado deleite que a menudo casi rivalizaba con el placer de consumir su postre y lo que ello le aportaría. Así era como ahora pensaba en Paul, sintiendo cómo sería que sus brazos la rodeasen, disfrutando ya del momento en que se tenderían uno al lado del otro en una cama de algún lugar de la ciudad, comenzando lánguidamente a explorarse de nuevo mutuamente sus cuerpos. Incluso, pues tan ensimismada estaba en sus fantasías, le molestó la llegada de la camioneta de las «Pesquerías Boulogne». Observó cómo aparcaba, cómo salía el conductor de la cabina y se dirigía al quiosco de la esquina a comprar un periódico.

Con una indiferencia que ahora se le presentaba ya de una forma natural, empezó a cruzar la calle. Era el mismo chófer que la había llevado a Calais e inmediatamente se reconocieron el uno al otro. Catherine fingió que le estaba preguntando una dirección. Él la llevó a su camión, sacó un mapa de la guantera del lado del asiento del pasajero y dio comienzo a una elaborada pantomima, explicándole cómo llegar a Versalles. Mientras lo hacía, le deslizó el paquete que ella metió en la voluminosa bolsa que llevaba colgada de los hombros. Tras decir adiós, se percató de la presencia de un recuerdo particularmente parisiense que se encontraba extendido en el asiento del pasajero de su camión. Se trataba de una serie de aquellas postales obscenas que dos generaciones de buhoneros de Pigalle habían estado vendiendo a los turistas en Montmartre.

–Ah… –sonrió–. ¿Panfletos de la Resistencia para los muchachos de Boulogne?

El chófer hizo una mueca burlona.

–Pasaportes. Se los doy a los
feldengendarmes
de Abbeville. Ésta es una de las razones de que nunca presten demasiada atención a lo que transporto.

Subió a la cabina.


Merde
–le susurró y cerró la portezuela.

Catherine paseó de nuevo por la calle y bajó al Metro. Mientras lo hacía sintió el olor a pescados podridos que comenzaban a salir en gentiles oleadas de su bolsa de hombrera. «Por lo menos –pensó–, no tendré problemas para encontrar un asiento…»

Londres

Cada viernes por la tarde durante la guerra, un pequeño aluvión de hombres, la mitad de uniforme y la otra mitad con trajes de paisano, entraban de forma discreta en un edificio de oficinas en el 58 Saint James Street. De estructura resueltamente victoriana, con ladrillos rojos, y en el arco encima del umbral podían verse las letras «MGM», por «Metro Goldwyn Mayer», que denotaban quiénes eran los dueños del edificio. Durante diez años antes de la guerra, la empresa cinematográfica había distribuido sus fantasías de celuloide a través de Europa desde aquel edificio. Las fantasías que emanaban ahora de ellos eran de un orden muy diferente. El edificio servía como cuartel general en época de guerra del M15, el contraespionaje británico.

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