Juego mortal (Fortitude) (46 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–¡Vaya!

En la voz de Deirdre la clave principal fue la exasperación más que la preocupación o el miedo.

–Esos alemanes arruinan la mejor de las veladas, ¿no cree?

A lo largo de la calle, T. F. oía ahora el sonido de puertas que se abrían y cerraban, pisadas que corrían por la acera, madres que llamaban a sus dormidos hijos para que se apresurasen. Luego, mientras se disipaba el melancólico quejido de las sirenas, T. F. captó otro sonido, un zumbido como un distante enjambre de abejas que llegaba por el Támesis.

–Ya están aquí –dijo Deirdre con un suspiro de resignación–. La estación de Metro de Bond Street es el refugio más cercano, pero debo decirle, francamente, que no soporto esos sitios. No he estado en ninguno desde 1941. Todos esos bebés que vomitan, los viejos que ventosean en mitad de la noche, la mujer que parlotea por ahí con su espantoso acento cockney. Es de un espantoso esnobismo por mi parte contarle todo esto, lo sé, pero ya ve. Realmente prefiero la idea de que me mate una bomba en la intimidad de mi propio piso que tenerme que pasar la noche allí…

T. F. estaba escuchando sólo a medias. Contemplaba, fascinado, el cielo. Era como los noticiarios de cuatro años atrás que de nuevo tomasen vida: los proyectores hurgando en la oscuridad con sus pilares blancoazules de luz, el estruendo de los aviones llenando el aire nocturno, los silbatos de los vigilantes de los
raids
aéreos en algún lugar de la calle.

–Mire, no se puede quedar ahí simplemente mirando, ya lo sabe –le regañó Deirdre–. El ARP le recogerá. O se encamina a la estación de Metro de Bond Street, o entra y corre la misma suerte que yo.

Sus palabras volvieron a T. F. a las más placenteras perspectivas que, momentáneamente, se habían deslizado por la cabeza en la excitación de la incursión aérea.

–A mí tampoco me producen una gran satisfacción los bebés y sus vomitonas.

En cuanto se encontraron en el interior del piso, Deirdre colocó un par de velas en la repisa de la chimenea y luego cortó la corriente eléctrica del apartamento.

–¿Le agradaría un coñac?

La chica ya estaba cogiendo de un armario un par de copas.

T. F. asintió.

–Su primera incursión aérea, ¿verdad? – le preguntó Deirdre en tono convencido, mientras le pasaba la copa.

Sus ojos destellaron un instante con aquella provocativa malicia que a él le parecía tan favorecedora.

–Estupendo –le sonrió, alzando su copa hacia la de él–, confiemos en que no sea la última…

Se instalaron en el sofá de Deirdre. Desde algún lugar de la oscurecida ciudad, llegaron los ecos de un nuevo sonido, una especie de trueno rodante.

–Ya están aquí –le dijo, con tono notablemente despreocupado–, llegan a través del río tal y como había pensado. Estos días lanzan sus bombas tan pronto como saben que se encuentran encima de Londres y se largan pitando a casita en cuanto les es posible.

Durante algunos minutos estuvieron sentados en silencio, uno al lado del otro en el sofá, con los ojos transfigurados a causa de aquellos distantes sonidos de devastación. T. F. deslizó el brazo en torno de los hombros de Deirdre. La chica inglesa alzó la vista, con sus joviales ojos oscuros y maquiavélicos a la luz de las velas. Con la misma gracia felina que había desplegado en el «400», la mujer apretó su cuerpo contra el de él. Hubo una fría serenidad en su abrazo, una especie de reconocimiento mientras sus labios se desplazaban sobre los de él en una exploración sensual.

La mujer inclinó la cabeza hacia atrás y miró ensoñadoramente a T. F. a los ojos. Sus dedos rozaron las mejillas del hombre. De repente, se puso en pie.

Una breve incertidumbre sobrecogió a T. F. hasta que vio que la chica había cogido una vela de la repisa de la chimenea y se encaminaba por un pasillo que él sabía que sólo conducía a un lugar: a su dormitorio. «Decididamente –pensó T. F. con su cuerpo vibrando de deleite y anticipación– no existe nada en Lady Deirdre Sebright que haga recordar de alguna manera a la chica media de "Smith" o "Vassar".»

La mujer dejó la vela en la coqueta y se acercó al lado de su cama.

–Sé un encanto –le ordenó– y ayúdame a bajar este edredón.

El quejido que anunciaba el fin del bombardeo despertó a T. F. Deirdre yacía en sus brazos, profundamente dormida. Gentilmente, acarició el húmedo cabello que se le había apelmazado en la frente.

«Dios mío –pensó–, cuánto tengo que aprender acerca de los británicos.»

Calais

La vida –la fragilidad de la suya propia– se encontraba mucho más en el centro de la preocupación de Catherine Pradier mientras el sidecar de su moto rebotaba y oscilaba por la polvorienta carretera, en dirección a la cresta en la que se alzaban las tres macizas torretas de la «Batería Lindemann». Se preguntó si los guardianes mirarían en el interior de la cesta de la costura, que aferraba contra su pecho con tanta fuerza como si estuviese llena de huevos de Pascua… «Pero, ¿por qué deberían hacerlo?», se preguntó a sí misma. Nunca antes lo habían hecho. Miró hacia el canal, que esta mañana aparecía verdigris en vez de con su hostil y sombrío color gris. Más allá de las aguas, los acantilados calizos de Dover eran claramente visibles. Inglaterra y la seguridad, Inglaterra, donde ya no se despertaba cada mañana con el miedo como compañero de lecho. Era sábado, 29 de abril, y hacía ya seis semanas que su «Lysander» la había depositado en Francia. Seis semanas en las que no había oído a nadie dirigirse a ella como Catherine, desde que se había deslizado en la envoltura de ese ser imaginario que se llamaba Denise. Sin embargo, la esquizofrenia de la existencia del agente, en la que su identidad se hallaba ahora por completo sumergida en aquella personalidad imaginaria, consideraba a su ser real tan abstracto como un personaje de ensueño. «Por desgracia –pensó lúgubremente–, esta conversión tiene sus límites. Si algo funciona mal en la siguiente media hora, será mi ser real, más que mi ser imaginario, con el que tratarán los alemanes…»

La motocicleta se detuvo y ella declinó educadamente el ofrecimiento del cabo de llevarle la cesta. Mientras andaban por la senda de gravilla hacia la entrada de
Bruno
, la central de las tres torretas de los cañones, se halló como siempre asustada por las dimensiones de aquellos mastodontes de hormigón y acero que se alzaban hacia el cielo. El sentido de fuerza que transmitían, según podía apreciar, era aún más sobrecogedor cuando se sabía, como ella, que las cuatro quintas partes de su estructura se encontraban ocultas bajo la superficie de la tierra. ¿Era realmente posible que seis bloques esmaltados de blanco y que se encontraban en su cesto de la costura, fuesen suficientes para inmovilizar aquel monstruoso despliegue, paralizar aquellos cañones en el momento para el que los alemanes los habían creado con tanto costo y sabiduría?

Como había predicho, Metz se encontraba aguardándola, tan fielmente como un perro Labrador, trabajando –o fingiendo trabajar– en su escritorio situado casi directamente debajo del panel de control. Se levantó y, con un movimiento de cabeza, mandó al gordo cabo una vez más de vuelta a la superficie empleando la escalera.

–¿Nos tomamos un café? – preguntó–. ¿Uno auténtico?

Catherine forzó en su rostro una nerviosa sonrisa de aceptación y dejó la cesta encima del escritorio. De la forma más disimulada posible, mantuvo los ojos dirigidos al reloj de pared, mientras Metz seguía hablando. En su nerviosismo, sólo tuvo que proporcionar algún ligero impulso para mantener el flujo de la conversación hacia delante, con tanta firmeza como el avance de una ola. Ningún sonido resultaba tan dulce a los oídos de su admirador y amante músico, reflexionó, que el sonido de su propia voz. Dieron las nueve y luego pasaron. «¿Por qué no llama?», pensó Catherine. A las nueve y cinco estaba aún prolongando los últimos tragos de su café. El bastardo había perdido los nervios. Según sabía, Metz no la dejaría sola ni durante un minuto, si le era posible evitarlo. La operación se había desvanecido. Este pensamiento debería haberle provocado una infinita sensación de alivio. Pero, extrañamente, no fue así. En vez de ello, ardía de cólera y de frustración en el momento en que escuchó una voz por el altavoz que decía algo en alemán.

Metz se puso en pie.

–Discúlpame –le dijo–. Tengo arriba una llamada telefónica…

Catherine se tragó su café y llevó las tazas a Heinz, el camarero del comedor. El lavarlas mantendría sus manos ocupadas durante un momento. Su estómago se le agitaba con los retortijones de la tensión nerviosa. Se sintió mareada y, estuvo segura de ello, se tambaleó sin poder evitarlo al regresar a la habitación de la puerta contigua.

Sacó las cuatro llaves de su llavero y probó con la primera. No acababa de encajar en la cerradura. Ni tampoco la segunda. ¿Y si no había llevado consigo la llave la noche que salió con ella?

Sí lo había hecho. La tercera, tras un leve forcejeo, se deslizó en la cerradura. Le dio dos vueltas y luego notó que el cerrojo se deslizaba sobre sus goznes. Su primer momento de pánico ya casi había pasado. Respiraba en pequeños jadeos. Para su inmenso alivio, el panel tenía exactamente el mismo aspecto que en el dibujo del ingeniero. Alargó la mano hacia su primer fusible amañado. En el panel vio el letrero que indicaba «ANTÓN» para la torreta del cañón de la izquierda. Observó que los dos primeros fusibles llevaban el número «XR402». Alargó la mano hacia el primero y le dio un ligero tirón. Se deslizó con facilidad de su muesca. Cogió entonces el fusible falso, apoyó sus muescas en los agujeros del panel y lo empujó hasta colocarlo en su sitio. Luego le hizo dar una vuelta con la palma de la mano para asegurarse de que quedaba fijado con firmeza en el panel.

«Es fácil –pensó–, más fácil de lo que había creído que sería.»

«Con mayor rapidez, más calmada, de forma más deliberada», se dijo a sí misma, repitiendo aquellas frases precautorias como si se tratase de una letanía. El segundo fusible entró más rápidamente en su sitio.
Antón
había quedado listo.

Antes de su llegada, había dispuesto su cesta de la costura en dos mitades, con un pequeño cartón como divisoria. Era una precaución contra un error cometido debido al apresuramiento o al pánico. Planear las cosas, nunca improvisar si es posible; aquéllos habían sido unos principios maestros de sus superiores del SOE, y nada podría llegar a ser más estúpido que confundir entre los fusibles auténticos y los amañados. Había colocado los seis fusibles preparados en la mitad izquierda de su cesta. Ahora, metió los dos fusibles auténticos que acababa de extraer del panel debajo de un par de monos verdes, en el compartimiento a la derecha de la divisoria y sacó dos fusibles falsos más de la parte izquierda.

Entraron en el panel con tanta facilidad y rapidez como los dos primeros.
Bruno
había quedado ya preparado. Deslizó los dos fusibles auténticos en su lugar de escondite y alargó la mano para coger los últimos dos fusibles amañados. Fue entonces cuando escuchó el inconfundible repiqueteo de unas botas de cuero que bajaban por la escalera metálica de la batería.

Más tarde, los acontecimientos de los siguientes segundos pasarían a través de su mente, una y otra vez, con la letárgica y definida precisión de las imágenes en una película a cámara lenta.

No había tiempo para cerrar y echar la llave del panel de control y regresar a la habitación donde se encontraba su máquina de lavar; los pasos que se aproximaban habían llegado ya casi al pie de las escaleras. Empujó el panel de control. No encajó del todo, pero tampoco se hallaba tan entreabierto que fuese fácilmente visible. Cogió una camisa de la cesta de la ropa, la desdobló y dio la espalda al pasadizo, al tiempo que mantenía alzada la camisa como si inspeccionara algún fallo en su labor. Luego escuchó cómo las botas de cuero se adentraban en el pasadizo. Si pertenecían a Metz, estaba perdida por completo. El darse cuenta de eso no le produjo pánico; por el contrario, se sintió invadida de una entumecedora calma, algo vagamente similar a la sensación que sintió a los quince años al comenzar a deslizarse bajo la anestesia cuando le practicaron una apendicectomía. Tampoco le pareció una eternidad hasta el momento en que los pasos alcanzaron la puerta; le pareció exactamente lo que era, una fracción de segundo antes de que escuchara la voz de un desconocido gritar:


Heinz, ein kafee
!

Regresó al panel, lo abrió y rápidamente insertó en su sitio los últimos dos fusibles falsos, vigilando su trabajo. Los números «XR402» se hallaban correctamente alineados en la base de los fusibles. Tras darles un último empujón para asegurarse de que se encontraban sólidamente en su sitio, cerró la puerta. Dio una vuelta a la llave.

Recogiendo su cesto, cruzó la estancia hacia su lavadora, en un abrir y cerrar de ojos metió un montón de ropa sucia dentro y abrió la conexión del agua caliente. Fue entonces cuando la sobrecogió el miedo. Las articulaciones de sus rodillas parecieron paralizarse de terror. Mareada de repente, se sujetó al borde de la máquina de lavar para impedir desplomarse encima. Una vez más detrás de ella, escuchó un repiqueteo de taconazos sobre el suelo de hormigón.

Entró Metz, apartó la silla y se instaló ante su escritorio debajo del panel de control.

–Siento haber tardado tanto –explicó–. ¿Me has echado de menos?

La visita a Pierre Paraud fue algo inesperado y sin anuncio previo.

–No debía haber venido aquí –musitó Paraud, reflejando tanto reproche como se atrevió a ello–. La gente podría verle.

–Un día tendrá razón al alegrarse de que lo hayan hecho.

Aristide se permitió un instante de silencio para que comprendiese la sugerencia que sus palabras deberían aportar. Luego instaló su pequeña estructura en la silla que estaba delante del escritorio de Paraud.

–Lo ha hecho –La sonrisa con la que anunció aquella noticia no resultó ni vaga ni irónica.

–Los fusibles están ya en su sitio. Todo salió a las mil maravillas. Su llamada telefónica se produjo exactamente en el momento oportuno, por lo que tanto ella como yo le estamos altamente agradecidos.

Paraud aceptó el cumplido con un movimiento de cabeza.

Aristide cruzó las piernas casi remilgadamente, tirándose un poco de los pantalones.

–Ahora ya sólo queda por hacer una cosa.

–¿Cuál?

–Debemos instalar el desvío que me describió, para mandar la sobrecarga de corriente en el momento en que Londres lo ordene.

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