–No con demasiada emoción, pero sí le recuerdo.
–A fines de 1937, un joven inglés, un lord muy entusiasmado de la República apareció por allí con un «Lockheed 14». Le Gastelloix me pidió que le hiciera volar hasta Barcelona. El nombre del lord inglés era Forbes. Me llevó para un largo vuelo de prueba antes de que me fuese.
Henri hizo una pausa, luego, ceremoniosamente, sorbió su jerez.
–Le encontré en un bar de Marsella hace un mes.
Tras haber pronunciado aquella frase, se retrepó y apreció a Strómelburg con frío divertimento.
–Comprendo –replicó Strómelburg, interesado por primera vez en la conversación–. Supongo que se trata de un tributo ambulante de la eficiencia de la Luftwaffe. Huía tras haber sido derribado.
–Hans, eso fue exactamente lo que pensé cuando le vi –repuso Henri, con su audaz y cínica sonrisa en la cara–. Pero me equivoqué. Y al parecer tú también te has equivocado. Forbes no ha estado en un avión desde 1940.
Strómelburg reflexionó durante un momento.
–Supongo que no estarás sugiriendo que se encontraba en Marsella sólo en busca de una buena
soupe de poisson…
Henri tomó otro deliberado sorbo de jerez.
–En realidad, iba en busca de pescado, pero no de los que se ponen en la sopa. Me dijo que se encontraba allí buscando reclutas para trabajar en un servicio secreto británico.
–Pues resulta más bien candido por su parte hacerte participar en ese pequeño secreto…
–Me preguntó si podría trabajar para él.
Exterior mente, Strómelburg permaneció tan cortésmente desinteresado como siempre.
–¿Y qué línea de trabajo tenía en mente?
–Algo en lo que podría usar admirablemente mi experiencia de volar…
–¿En Marsella?
Henri meneó la cabeza.
–Aquí. Me pidió que estableciese una organización para llevar a cabo vuelos nocturnos clandestinos en los pastos desiertos del valle del Loira. Los británicos –prosiguió– quieren que sus agentes secretos puedan entrar y salir de Francia.
Strómelburg se retrepó en su asiento, asombrado y exaltado a la vez. Durante meses, sus servicios habían estado recogiendo rumores de misteriosos vuelos que entraban y salían de Francia en medio de la noche. Se había mostrado escéptico al respecto. A fin de cuentas, la Luftwaffe le había asegurado que una operación así resultaba casi imposible.
–¿Y qué le contestaste? – preguntó con una gentil insistencia.
–Le dije que necesitaba veinticuatro horas para pensarlo.
–¿Y…?
–Nos encontramos al día siguiente. Acepté.
Una sensación de calma interior pareció apoderarse de Henri al pronunciar aquellas palabras, algo del alivio que se extiende por un penitente cuando acaba de descubrir algún espantoso pecado a su confesor.
–¿Y has dicho que esa conversación tuvo lugar hace un mes?
Henri asintió.
–Dos días después me envió aquí para que empezase el trabajo. La primera cosa que tuve que hacer fue encontrar media docena de campos que sirviesen como pistas de aterrizaje. Unos pastos llanos, abiertos, cerca de alguna señal importante que un piloto pudiese captar desde mil metros de altura, como un puente o la orilla de un río.
Durante un segundo, Henri cayó en el silencio. Luego, bruscamente, se levantó y depositó su copa de jerez en la repisa de mármol de la chimenea con un chasquido.
–Mira, Hans –declaró–, antes de que vayamos más lejos, deseo que comprendas algo. Quiero que conozcas exactamente por qué estoy aquí.
Stromelburg asintió, pero no respondió nada. Era mejor –razonó– que fuese su visitante quien diese salida a aquella tensión que de forma tan clara hervía en su interior.
–Puede parecerte absurdo en este instante, dado el hecho de que me encuentre aquí, en esta estancia, pero soy un patriota francés. Cuando fui movilizado en 1939, pedí que me asignasen a los cazas.
Créeme, hubiera derribado cualquier avión alemán que hubiese podido alcanzar en 1940, y me hubiera alegrado de que fuese así. No he regresado a París después del armisticio, porque no hubiese soportado vivir en la capital de mi país ocupada por un ejército extranjero.
Strómelburg hizo un ademán con su copa como demostración de su simpática comprensión.
–Henri, créeme, nadie admira o aprecia más que un alemán la devoción de un hombre hacia su patria.
Henri había unido las manos a la espalda y comenzó a pasear arriba y abajo delante de la chimenea.
–En los viejos tiempos, solías creer que sólo estaba interesado en aeroplanos, muchachas y dinero…
–Cometes una injusticia contigo mismo, mi querido Henri. Yo siempre te he juzgado como un joven muy valeroso. Un brillante piloto, tal vez algo testarudo, y carente, quizá, de cierto grado de madurez política.
–Sí –respondió Henri con una mueca–, siempre me estabas adoctrinando acerca de lo ingenuo que era al trabajar para los republicanos españoles…
–Y lo eras –reconoció Strómelburg, indicando con su sonrisa una comprensión paternal de voluntarismo de un jovenzuelo.
–En esa época necesitaba dinero. Estaba sin trabajo, recuérdalo.
Una vez más. la luz de advertencia se encendió en la mente de Strómelburg. «Así que llegamos al meollo de la cuestión –pensó–. Deseaba verme porque quiere venderme su operación. Veremos si el precio es el adecuado.»
–No hubiera pensado en absoluto que nadases lo que se dice en abundancia en estos días –dijo, tratando de ofrecer tan sutilmente como fuera posible una salida para el próximo movimiento del francés.
Ante el asombro de Strómelburg, Henri prorrumpió en risotadas. Su mano se dirigió a su bolsillo y sacó un fajo de francos.
–¿Nadando? ¡Me estoy ahogando en dinero! Los ingleses son unos patronos generosos, Hans.
Una risa fingida cubrió la sorpresa de Strómelburg y al mismo tiempo suspiró de alivio. Uno de los principios que le había guiado en Francia se resumía en la máxima: Amo la traición y odio a los traidores. Muy a gusto hubiese abierto sus cofres para comprar la operación de Henri, pero el gesto hubiera sido seguido del arrepentimiento. Le gustaba mucho más el pillo aventurero que tenía ante él; en cierto modo se hubiera entristecido al verle dispuesto a vender a sus compañeros por unas monedas de plata del Reich. Henri había cesado en su incesante andar y estaba inclinado contra la repisa de la chimenea, contemplando las llamas que había debajo. Cogió su copa de jerez, se la bebió de un solo trago y luego se volvió hacia Strómelburg.
–Tengo que decírtelo, Hans: deseo con todo mi corazón ver a Alemania fuera de Francia. Pero no a cualquier precio. No si eso significa que los bolcheviques se hagan cargo de todo en cuanto os vayáis. Y tal y como están las cosas ahora, Hans, si Alemania pierde esta guerra, los comunistas se apoderarán de Francia.
–Te has vuelto muchísimo más prudente desde la última vez que te vi –sonrió Stromelburg, preguntándose si el joven que tenía ante él era sólo otro francés oportunista, ansioso de encontrarse en el lado adecuado cuando la guerra acabase, o si Henri comprendía realmente la amenaza comunista.
A fin de cuentas, era esto lo que había llevado a Stromelburg al nazismo cuando era un joven estudiante y enfocaba las pasiones de su vida adulta.
–Siempre me estabas diciendo en los viejos tiempos que, políticamente, era muy ingenuo, Hans. Pues bien, no lo era tanto como pensabas. Sé muchísimo más acerca de las clases trabajadoras de lo que puedes creer. Y mantuve los ojos abiertos. Los tenía abiertos en Barcelona y también los he tenido abiertos durante los tres últimos años en Marsella.
Stromelburg empezó a decir algo pero se contuvo. Una de las lecciones de sus días de Policía era que si quieres enterarte de algo, debes escuchar. Dejar que hablen los demás.
–Las armas están comenzando a inundar este país, Hans. Me refiero a una auténtica inundación. Los ingleses creen que van a parar a los patriotas franceses que desean luchar contra los alemanes. Pero están equivocados. El noventa por ciento acaba en manos de los comunistas. Los comunistas son quienes dirigen la Resistencia.
–Somos muy conscientes de eso, Henri –replicó Stromelburg, con su voz modulada por la seguridad en sí mismo–; eso no es exactamente como descubrir a Dios en el camino de Damasco…
–Tal vez tú sabes cosas que desconocen la mayoría de las personas de este país. Lo hacen igual que lo hicieron con los republicanos en España. Un pequeño grupo en el centro de las cosas, que gradualmente se expande, hasta que un día te despiertas y son ellos los que mandan, y ya no puedes hacer nada al respecto. No van a usar esas armas que entran en este país para matar alemanes, Hans. Las emplearán para matar franceses, franceses como yo que están contra la revolución que emprenderán cuando la guerra haya acabado.
–De todos modos –observó Stromelburg mientras valoraba con ojos sin vida al joven francés–, te ha costado un mes llegar a esa conclusión, ¿no es así? Un mes durante el cual, me imagino, has trabajado para nuestros amigos ingleses.
–Sí, así ha sido.
Hubo casi un hosco desafío en el tono de Henri.
–Ya sabes que vosotros los alemanes no sois los únicos salvadores del mundo. Ya te he dicho que quiero ver a Alemania fuera de Francia.
Se encogió de hombros.
–Por eso estuve dispuesto a intentarlo con los ingleses.
–¿Conoces Inglaterra?
–En mi vida he estado en Inglaterra. No distinguiría un
pub
de una
pissotiére
.
–¿Y sin embargo has decidido que prefieres a nuestros rivales ingleses?
–Los ingleses, Hans, sólo se preocupan por los ingleses. Ya he aprendido eso. Nos dejaron en las playas de Dunkerque. Nos hundieron la flota en aguas de Mess el Kebir. Nos entregarán a Stalin mientras toman el té si creen que eso salvará su isla. Pero permíteme decirte algo: me gustan los ingleses.
Henri sonrió.
–Por otra parte, vosotros los alemanes estáis en una posición diferente, Hans. No sois el pueblo más agradable del mundo, pero no vais a vender a nadie a Stalin. No podéis. No compra. Tenéis que derrotarle, porque si no lo hacéis os esclavizará. Y ésa es la razón de que cuando todo se haya dicho, sólo los alemanes estarán entre Francia y los comunistas.
Stromelburg permaneció sentado en silencio durante un largo rato, considerando las implicaciones de lo que Henri le había dicho.
–No me crees, ¿verdad?
Stromelburg alzó la mirada, sorprendido. Aquello no entraba dentro de sus cálculos.
–Te daré los detalles de mi primera operación. Puedes enviar a alguien a verificarlo si lo deseas. Verás que te estoy diciendo la verdad.
–¿Cuándo llegará el primer avión?
–Mañana por la noche.
–¡Mañana por la noche!
Henri se retrepó en su sillón con un suspiro.
–Eso ha sido la razón de mi decisión, Hans. Por eso cuando vi anoche a Rolf le dije que tenía que concertarme una cita contigo hoy por la noche. Sabía que no podía pasar por todo esto. Por mucho que desee veros a vosotros, los alemanes, fuera de Francia, no puedo hacer algo que sé que preparará el camino para que los comunistas se apoderen de este país.
Stromelburg se levantó, llenó de nuevo la copa de jerez de Henri y se sirvió otro whisky.
–Y ahora, dime… ¿Cómo se supone que funcionará esta operación? – preguntó mientras volvía a su sillón.
–Después de encontrar los campos radié sus ubicaciones a Londres para que la RAF los fotografiara.
–¿Y cómo transmitiste el mensaje?
–A través de la entrega de una carta. En un café. La RAF radió a su vez la aceptación de cuatro de los seis campos que les he facilitado.
–¿Y con qué frecuencia se supone que deben llevarse a cabo esos vuelos?
–Cada luna llena. Dos, tres, tal vez cuatro veces como máximo al mes. Cada vuelo traerá a dos o tres personas y se llevará a dos o tres.
La dimensión de lo que Henri estaba describiendo hizo tambalear al jefazo de la Gestapo.
–Ah –añadió el francés–. Me olvidaba. También se supone que he de recoger paquetes de correo para cada vuelo, en las entregas de cartas que efectúan en varios lugares de la ciudad.
Dos agentes al mes entrando, calculó Strómelburg. Londres reservaría ese servicio para sus agentes más importantes, ciertamente. Y esos sobres llenos de información. Si Henri le estaba diciendo la verdad, ese trabajo sería algo muy importante, el pivote vital sobre el que debería girar toda la operación británica en Francia.
–¿Te dijeron quién lleva a cabo esto?
–Una organización llamada SOE.
–Los conozco muy bien. ¿Pero esperan que lo hagas todo tú solo?
Henri meneó la cabeza.
–Me han proporcionado un ayudante y un operador de radio.
Strómelburg soltó un silbido de admiración. Un operador de radio. Eso constituía la prueba de lo importante que era el asunto para los británicos. El alemán jugó con las gotas del whisky en su vaso, distraído momentáneamente por la luz que se refractaba a través de los derretidos cubitos de hielo y el cristal. Naturalmente, estaba recordando todo lo que Henri le había dicho, sondeando su relato, tratando de alinear en el espacio, en unos breves segundos, las alternativas que se abrían ante él.
–Dime, Henri, ¿aún vives en tu viejo piso?
Intrigado porque después de todo lo que le había dicho, Strómelburg estuviese interesado en sus disposiciones domésticas, Henri indicó que así era.
–¿Sabe alguien además de Rolf que venías aquí esta noche?
Henri le miró pasmado.
–Hans, sé que sol/as pensar que era en parte un aventurero, pero créeme que eso no incluye una vocación por el suicidio.
Strómelburg se echó a reír con la suavidad de una brisa que pasa junto a uno y a continuación, se puso de nuevo serio.
–¿Exactamente dónde y cuándo este supuesto primer aterrizaje va a tener lugar?
Henri, con cuidadosos detalles, le facilitó toda la información.
Ahora le tocó el turno a Strómelburg de levantarse y comenzar a pasear por la estancia, con las manos unidas a la espalda. Tarareando en voz baja, hizo pasar las implicaciones de lo que Henri le había contado a través del filtro de su mente, analizando sus motivos, y yuxtaponiéndolos contra sus primeros recuerdos de aquel joven. Luego decidió el curso más sagaz que se abría ante él.
Se detuvo y se volvió hacia el francés.
–Lo que deseo que hagas, Henn, es que finjas que jamás has venido aquí esta noche. Que eches una cortina en tu mente sobre nuestra conversación. Regresa y lleva a cabo esa operación de mañana por la noche exactamente como si nunca nos hubiésemos visto. No me preguntes por qué te estoy diciendo que hagas esto. No ahora. Más tarde, cuando de nuevo nos pongamos en contacto ya te lo explicaré.