Aristide hizo hacia él un ademán con la cabeza. El camarero se aproximó, al tiempo que limpiaba con una bayeta y escaso entusiasmo el reluciente cinc de la barra.
–¿René?
–Sí… –replicó el hombre, sin preocuparse de alzar la mirada.
–¿Dónde puedo encontrar un poco de cebo?
Esta vez René sí levantó la mirada. Durante un instante destellador se produjo una vacilación en sus ojos, y Aristide imaginó que aquello no tenía mucho que ver con la pesca. Aquel hombre, al que había sido dirigido el último mensaje de Cavendish, era bastante cauteloso. Y eso era bueno. Escudriñó a Aristide, se plantó delante de él, con su robusto antebrazo apoyado en el borde de la barra, como si estuviese a punto de susurrarle en qué lugar del río Lys picaban más los peces.
–No vendemos cebos –le confió–. Pero sí tienen en el «Café Commerce».
El codo izquierdo de Aristide descansaba ahora en el ejemplar del periódico, que había plegado y llevado al bar.
–Hay un mensaje para Londres en la página tres. ¿En cuánto tiempo lo puede hacer circular?
–No lo sé –musitó René–. Yo sólo los entrego.
Aristide aprobó las reticencias de aquel hombre. Aquí al parecer cuidaban mucho de la seguridad.
–Me llamo Aristide. En la página cuatro verá un anuncio de «Chez Jean», en la Rué Darnel. Hay allí un número de teléfono escrito a tinta. Es mi contacto. Si Londres le hace llegar algo, llame, y dígale al que responda que René ha telefoneado desde Lila para decir que las truchas están picando. Me pasaré por allí y recogeré cualquier cosa que usted tenga.
Aristide tomó un sorbo de cerveza.
–No lo pierda –le previno–. Londres quizá tenga algo importante para mí a finales de mes.
René, el camarero, asintió. Aristide levantó el codo del periódico y el barman dejó caer el trapo encima del diario. Empezó a moverse por la barra.
–Le diré una cosa –prosiguió en beneficio de los dos clientes de edad–, un tipo de esta calle pescó tres truchas en una hora en Armentiers. Exactamente en la Nacional 42, bajo el puente Nieppe.
Aristide le hizo un ademán con el vaso.
–Gracias –replicó–. Lo probaré.
Engulló la cerveza y regresó junto a su bicicleta, preguntándose dónde podría librarse de su fatiga antes de comenzar el regreso a Calais.
Londres
Mientras paseaba por el Saint James Park de Londres, T. F. O'Neill estaba aún bajo el encanto que había dejado en él la mesa redonda de la Inteligencia aliada. Ridley, como siempre hacía, insistió en volver andando a su cuartel general subterráneo. A medio camino a través del parque, un curioso T. F. decidió plantearle una pregunta.
–Soy consciente del papel de Garbo en nuestro plan. Y también de ese Triciclo mencionado esta tarde, sea en realidad quien sea. Pero, Bruto, su tercer agente, constituye un misterio para mí.
–Ah… –replicó Ridley como si lamentase aquella brecha en la información de su subordinado–. Un tipo notable ese Bruto. Es polaco. Era piloto de caza en sus Fuerzas Aéreas antes de la guerra. Precisamente se encontraba en París cuando los alemanes conquistaron Polonia, por lo que nunca llegaron a atraparle. Se quedó después de caer Francia y estableció una red de espionaje para MI6. Una muy buena hasta que, como suele suceder en estas cosas, la Abwehr consiguió infiltrarse y arrestar a sesenta y cuatro de sus miembros, según creo.
–¿Y cómo llegó aquí desde París?
–El jefe de la Abwehr en París, que consiguió arrestarlo, quedó simplemente conmocionado al descubrir, por medio de los documentos recogidos, el excelente trabajo que habían estado realizando para nuestra gente del espionaje. Se lo llevó todo al viejo Von Stülpnagel, el comandante alemán en Francia, diciéndole: «Mire qué tipo más estupendo soy al haber desmontado tan maravilloso círculo de espías. ¿No merecería una medalla?»
Ridley se echó a reír. Pocas cosas le divertían más que la contemplación del desconcierto de sus enemigos.
–El viejo Stülpnagel estalló. Prácticamente, dejó muerto
in situ
al hombre de la Abwehr. «¿Cómo es eso? – le gritó–. ¿Los británicos tienen esos soberbios espías detrás de nuestras líneas, y sus bufones de la Abwehr son del todo incapaces de plantar espías en Gran Bretaña ni remotamente parecidos a éstos?» Pues bien, eso facilitó al tío de la Abwehr lo que le pareció una idea muy inteligente. Si su polaco era tan bueno, se dijo a sí mismo, ¿por qué no ponerle a trabajar para Alemania? Por lo tanto, se dirigió a la prisión de Fresnes a verle.
»–Mira –le dijo–, tengo más bien malas noticias para ti. Nuestro tribunal militar te condenará seguramente a muerte como espía. Sin embargo, me parece que tengo una forma de salvarte del pelotón de ejecución.
–¿Y el polaco aceptó?
–Oh, Dios santo, no… Hubo cierto tira y afloja. Finalmente, el polaco se mostró de acuerdo si, a su vez, los alemanes garantizaban que se les respetaría la vida a los sesenta y tres franceses que habían sido arrestados con él. El hombre de la Abwehr quedó encantado de aceptar, puesto que esto le daba, naturalmente, una especie de garantía de la buena conducta del polaco. Por lo tanto, fingieron una huida y así comenzaron las cosas.
–¿Y contó toda la historia al llegar aquí?
–Tras algunas persuasiones… Se ha convertido en inmensamente valioso para nosotros. Sabemos que los alemanes confían en él. Y, a diferencia de los otros agentes que tenemos aquí, es un oficial regular. Lo que hemos hecho es convertirle en oficial de la Fuerza Aérea polaca en nuestro ejército de fantasmas. Esto le permite viajar por todos los sitios, inspeccionando tropas y cuarteles generales. Imaginamos las cosas más maravillosas para que las vea e informe de las mismas a los alemanes.
–Fascinante… –replicó T. F.
Luego, al cabo de unos cuantos pasos, se detuvo y se volvió hacia Ridley.
–Espere un momento, coronel. Más pronto o más tarde, los alemanes despertarán y descubrirán que su polaco les ha estado mintiendo, ¿no le parece?
–Supongo que sí.
–¿Y qué sucederá entonces con esos sesenta y tres franceses que mantienen como rehenes de la buena conducta del polaco?
Ridley no respondió inmediatamente. Miró a T. F. a través de sus semicerrados ojos, con la más mínima sugerencia de una tímida sonrisa en las comisuras de su boca.
–Afortunadamente, para cuando hayan anudado cabos, la marcha de la guerra habrá cambiado y sus mentes estarán ocupadas en otro lugar.
–Maldita sea, coronel, si perdona mi francés… Los alemanes les alinearán a todos delante de un pelotón de ejecución y los fusilarán, y usted lo sabe condenadamente bien.
Ridley no respondió. Siguió andando con firmeza, como si su silencio fuese ya bastante respuesta. Cuando, finalmente, se volvió hacia T. F., fue como si el polaco y las preocupaciones que T. F. había suscitado ya no existiesen.
–Mi mujer y yo –comenzó– hemos pedido a Deirdre Sebright que venga al campo a pasar el fin de semana. ¿Le gustaría unirse a nosotros? Le sentará muy bien mancharse con un poco de barro las botas. Y eso nos dará oportunidad de mantener una larga charla. Y conocernos mejor mutuamente.
París
Catherine escrutó el «Café-Tabac» de la esquina de la Rué Saint-André des Arts con la Rué des Grands Augustins, con la misma disimulada intensidad que Aristide había empleado en el «Café Sporting». Parecía casi desierto. Una mujer, probablemente una prostituta, fulminaba al flujo de personas que circulaba por aquella estrecha calle del Barrio Latino, reflejando tal hostilidad en los ojos, que Catherine se preguntó qué desesperada lujuria podría llevar a un hombre hasta su cama.
Qué diferente era la escena en la calle de Calais, donde la mitad de la gente del centro de la ciudad parecían ser alemanes. Aquí no se veía un uniforme a la vista. Continuó un centenar de metros más, consideró durante un momento los pocos y patéticos ofrecimientos que se hacían en el escaparate de un comerciante de antigüedades, y luego retrocedió de nuevo por la calle hasta el café. La puta no alzó ni siquiera la mirada hacia ella cuando traspasó la puerta del local y se instaló en la barra. Al parecer, la competencia no la inquietaba. Catherine pidió un vaso de vino, que se bebió pensativamente. Se hallaba alarmantemente fuera de lugar. Sintió que sería mejor para todos los interesados que hiciera las transacciones propias del asunto tan rápidamente como le fuese posible.
–Me gustaría decir hola a Monsieur Bernard –dijo.
El hombre la miró con resignada indiferencia.
–Aquí no –replicó–. Vuelva a eso de las seis. Tal vez tenga para entonces un recado de su parte.
Catherine volvió a ocuparse de su vaso de vino y el camarero a limpiar los suyos. Si su pregunta le había afectado de alguna manera, ciertamente no dio la menor indicación al respecto. La mujer se acabó su vino y se levantó para marcharse. Mientras lo hacía, se vio invadida por uno de aquellos impulsos infantiles que, ocasionalmente, la abrumaban, una de aquellas repentinas ideas en relación a las cuales amigos, padres y amantes la habían estado previniendo en su contra durante años. Una vez más, hizo un ademán hacia el camarero.
–Dígale a Monsieur Bernard –le susurró– que Madame Dupont aguardará a Monsieur Dupont en el mismo hotel-pensión que compartieron hace unas cuantas semanas.
Inmensamente complacida consigo misma, salió en su busca. La Rué de l'Échaude se encontraba a sólo unos minutos de distancia. En cuanto abrió la puerta, el olor de cera vieja que se alzaba de las estructuras de madera la alcanzó al instante y escuchó los ladridos de
Napoleón
, el horrible caniche blanco de la dueña. No se podía comparar, se le ocurrió, la sensación que tuvo al entrar en aquel escuálido hotel con la que recibiera al llegar a casa de vacaciones desde el colegio de monjas. De todos modos, en vista de los memorables momentos que había pasado aquí, sintió una bienvenida sensación de deleite recorrerle el cuerpo.
La propietaria, tan grotescamente pintada y empelucada como Catherine la recordaba, estaba oculta en su jaula de la escalera. No reconoció a Catherine, pero, ¿por qué debería hacerlo? A fin de cuentas, el tránsito por su establecimiento era considerable y aun había aumentado recientemente a causa de los ritos primaverales. Aceptó el montón de billetes que le dio Catherine con un alegre gruñido y sacó una llave de su llavero.
–¿Madame está esperando compañía?
Se trataba de una afirmación más que de una pregunta, una clara indicación de que el único pecado que no se hallaba dispuesta a condenar era el que una persona durmiera sola bajo su techo.
–Ciertamente así lo espero –la tranquilizó Catherine, mientras comenzaba a subir por la desgastada escalera del establecimiento.
Luego sonrió
sotto voce
. «Dios mío… ¿y si recibo a un Monsieur Dupont equivocado?»
Hans Dieter Strómelburg reflexionó que, el detectar sentimientos de cualquier clase en los blandos rasgos de su subordinado, el doctor, era algo tan poco frecuente como descubrir edelweiss en el Zugspitze en el mes de abril. Sin embargo, la autosatisfacción parecía haberse extendido por los rellenos rasgos del doctor en aquella tarde de mayo. Strómelburg estaba intrigado. Dejó a un lado el objeto que había estado contemplando, un jarrón de Sévres del siglo
XVIII
, que había confiscado en Neuilly en la casa de un hombre de negocios judío deportado. Inclinándose hacia atrás en su sillón, sonrió indulgentemente a su joven e intelectual lingüista.
–¿Está enamorado? – le preguntó–. ¿O la expresión de su rostro es simplemente resultado de una buena botella de vino a la hora del almuerzo?
El doctor, que rehuía el alcohol tan asiduamente como practicaba la continencia sexual, sonrió apreciativamente.
–Ni una cosa ni la otra –replicó–. Se trata más bien de que los tigres están al fin comenzando a salir del bosque por la noche, allá en el Norte.
Aquella alusión dejó intrigado a Strómelburg.
–¿Se acuerda de aquel operario del SOE, Wild, al que capturamos en marzo?
–¿Aquel bastardo que trató de engañarnos con aquella doble comprobación de seguridad que comenzaban a emplear? Naturalmente que sí…
–¿Se acuerda de la trampa que decidimos montar en un café de Lila empleando su radio como cebo?
–Ah, claro… Fue aquel terrible asunto con aquellos dos terroristas que se suicidaron pegándose un tiro antes de que los atrapásemos… ¿Y qué ocurre?
–He activado el aparato hace unas tres semanas. Le dijimos a Cavendish que Wild debía esconderse, a causa de todos nuestros golpes a la red a la que había sido asignado allí, ¿se acuerda?
Strómelburg asintió.
–He enviado a Londres un mensaje de que yo, es decir, Wild, estaba dispuesto a operar de nuevo, pero que la red había quedado en gran parte destruida. Le he dicho a Cavendish que yo, Wild, estaba disponible como radio para cualquiera que tuviese que contactar con Londres. Que le diesen algunas frases en clave relacionadas con la pesca.
Strómelburg se llevó las manos a la nuca. Pensó que debía permitir al doctor seguir adelante y anunciar cuando quisiese el pequeño triunfo que le había llevado a su despacho.
–Esta mañana se presentó un hombre en el bar, dio al propietario la correspondiente palabra en clave y dejó un mensaje para Londres.
Strómelburg se irguió en su sillón ante las palabras del doctor.
–Vaya, vaya –le dijo–; eso parece interesante…
–El mensaje que entregó estaba en clave.
–Naturalmente…
El doctor sonrió. La forma en que disfrutaba de todo aquello no resultaba muy característica en él.
–Tenemos la clave. Pertenece a un agente de Calais. Berlín la descubrió hace seis meses.
–¡Ésa fue la razón de que aquella radio desapareciera del aire en Calais! Cavendish les ordenó que la cerraran y emplearan Lila, porque sabían que nuestros servicios de detección estaban cada vez más cerca de ellos. Déjeme ver el mensaje.
El doctor, como si fuese más bien un niño que ofreciese a su padre unas excelentes calificaciones, entregó una nota a su superior.
El texto decía lo siguiente:
Aristide a Cavendish: Denise partió hacia París tal y como ordenaron stop Lleva plena descripción del plan de sabotaje Contacto Calais con camarero café para futuras comunicaciones
.
–Hay algo más.
¿No tendrían fin la sucesión de jugosos bocados que el doctor ofrecía hoy? Strómelburg le brindó una sonrisa que impulsó a su subordinado a proseguir: