El destino del puñado de hombres que llegaban cada viernes por la tarde era la sala de conferencias del tercer piso. El decorado de la sala podría describirse de un modo apropiado como un espartano servicio civil británico: una larga mesa rectangular cubierta con paño verde y en la que el lugar de cada hombre aparecía señalado por un bloc de notas, lápiz y unas copas para beber. La única otra amenidad disponible era una taza de té aguado y dos biscuits servidos exactamente a las 4.30. Sin embargo, los hombres que se reunían tan fielmente en torno de aquella mesa de conferencias cada viernes por la tarde, representaban la crema de la guerra secreta. La suya era en realidad la mesa redonda de la clase dirigente de la Inteligencia británica durante la guerra. Cada organización secreta que funcionaba en Londres –MI5, MI6, la Sección de Control de Londres de Sir Henry Ridley, la Inteligencia de la Armada, el Ejército y la RAF, los descifradores de claves– estaba representada en aquella mesa con una excepción notable: el SOE. Los patronos de Catherine Pradier eran considerados demasiado inseguros para gozar del conocimiento de cualquiera de las estrategias secretas que se debatían en el 58 Saint James Street.
Llamado el Veinte Comité, por el número romano XX con el que se le designaba, el grupo había sido fundado originariamente por Winstón Churchill para vigilar la información que era suministrada de la Inteligencia alemana por la creciente colección de agentes dobles del MI5. En 1944, su preocupación principal había llegado a ser el coordinar e implantar las telas de araña de engaños que el LCS de Sir Henry Ridley forjaba para engrosar los esquemas engañosos de
Fortitude
. En 1943 se habían añadido al comité dos norteamericanos, uno representando el OSS de O'Donovan, y el otro al Departamento de Estado.
T. F. O'Neill, como suplente americano de Ridley, y oficial de enlace, constituía la alternativa del representante del OSS. Fue en aquella condición como entró en la sala de conferencias por primera vez el miércoles 3 de mayo. Ridley le presentó a uno o dos de los hombres que ya se encontraban en la sala y le señaló un asiento al lado del suyo, en la parte central de la mesa. El joven comandante norteamericano quedó impresionado. La autoridad de los hombres reunidos en torno de él, dominaba sobre todo el Globo. Sólo Winston Churchill, el presidente Roosevelt o los Jefes Conjuntos americanos o el Estado Mayor General británico podían rechazar las decisiones tomadas en la mesa a la que ahora se encontraba sentado.
Un hombre alto y ligeramente inclinado de hombros entró en la estancia y ocupó su lugar en la cabecera de la mesa. Se dio un nervioso tirón a los puños de sus mangas, se retrepó en su silla y dejó que sus ojos ordenasen el silencio, al igual que un profesor lo lograría antes de comenzar su conferencia. Eso constituía algo apropiado de decir, puesto que John Cecil, «J. C.» Masterman era un reconocido estudioso de Oxford y un historiador clásico. Al igual que Sir Henry Ridley, constituía el epítome perfecto de aquella noción de que Inglaterra era un país gobernado por una élite de personas bien nacidas y bien educadas. No existía ningún canal oficial en el Londres de la época de guerra que no pudiese alcanzar con una llamada telefónica, muy a menudo a un oficial de alta graduación que, en un tiempo u otro, había sido uno de sus estudiantes.
Cuando el silencio se hizo en la sala, cogió un papel del expediente que tenía ante él. Se trataba de una comunicación interceptada a la Abwehr.
–Señores –anunció Masterman–, tenemos una crisis entre manos.
Hizo una pausa para dar a aquello el adecuado sentido dramático.
–
Artista
, John Jepsen, ha sido arrestado por la Gestapo en Lisboa y se lo han llevado a la Prinz Albrechtstrasse.
T. F. O'Neill no tenía la menor idea de a quién se refería. La reacción en los rostros que le rodeaban le dijo, sin embargo, con claridad que aquellas noticias eran consideradas como catastróficas.
–Debemos formularnos a nosotros mismos tres preguntas –continuó Masterman–. ¿Hablará? Si habla, ¿qué revelará? ¿Qué producirán tales revelaciones en las perspectivas de éxito de
Fortitude
?
T. F. sintió que Ridley rebullía a su lado. Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia delante.
–La primera pregunta se responde por sí misma –manifestó–. Hablará. Se puede tomar como algo axiomático que a cualquiera que sea capturado por la Gestapo conseguirán sacarle la verdad por medio de la tortura. No hay nadie que no se derrumbe. Nadie. Y lo que sabe es de la mayor importancia.
–Hemos recibido algunas sugerencias de nuestra estación en Lisboa –terció el representante del MI6– en el sentido de que pueden haberle detenido por algunas maniobras de tipo financiero, por tratos de mercado negro con divisas.
–Esto será del todo irrelevante –respondió Masterman, descartando con una mirada el punto de vista de aquel hombre– cuando comiencen a quebrarle los huesos uno a uno en aquellas celdas que tienen, puesto que decidirá contarles todo lo que sabe, simplemente, para salvar el pellejo. Y en efecto lo que sabe es en extremo perjudicial.
–En efecto…
Una vez más se trató de Ridley, con su voz resumiendo de forma muy clara, según el parecer de T. F., lo destrozado que se hallaba cada hombre de aquella sala. Su desazón estaba muy bien fundada. Jepsen había sido reclutado para trabajar para la Inteligencia británica a través de un agente doble yugoslavo que se llamaba Dusko Popov. Popov era el agente que los alemanes habían enviado a Estados Unidos, por cuenta de los japoneses, para estudiar Pearl Harbor y que había sido tan despectivamente dejado de lado por Edgar Hoover. El llamado en código
Triciclo
era, ahora uno de los tres agentes dobles con que contaban los británicos para hacer llegar
Fortitude
a los alemanes.
Masterman se tiró de nuevo de los puños de su camisa.
–Si Jepsen cuenta a sus torturadores que
Triciclo
opera bajo nuestro control, y continuamos usándole para pasar el material de
Fortitude
a la Abwehr, nos encontraremos ante el más espantoso de los problemas, ¿no les parece?
–Si considera un gran problema el que nos estén aguardando diez Divisiones Panzer en cuanto lleguemos a las playas de Normandía, en ese caso, podemos denominarlo así –observó áridamente el coronel que representaba a la Inteligencia Militar británica en aquel comité.
–Para mí una cosa está clara…
T. F. observó que Ridley hablaba desde dentro de una de aquellas nubes de humo de cigarrillo que siempre parecía colgar en torno de él durante aquellas reuniones.
–Debemos dar de lado inmediatamente a Popov.
Miró en torno de la mesa hacia el escocés que representaba al MI5.
–¿Ha pensado en cómo podríamos hacerlo?
–Sí –replicó rápidamente–. He dedicado alguna atención a este asunto. Popov y Jepsen eran condiscípulos, ¿no es así? Reclutó a Jepsen. Supongamos que, simplemente, le dice a su controlador que hasta que la Gestapo quite sus sucias manos de Jepsen y le haga regresar a Lisboa, está acabado. Ya no podrá pasar a la Abwehr ni la hora…
Ridley sonrió.
–Esto podría conseguirlo.
Se volvió hacia Masterman.
–Debo decir que esto confirma un miedo terrible que siempre me ha asaltado desde que Himmler se hizo cargo de la Abwehr. De momento, mi preocupación no es Popov. Éste está ya acabado. Se trata más bien de cuál será la reacción de la Gestapo cuando descubran que uno de esos preciosos agentes que han heredado de la Abwehr está, en realidad, trabajando para nosotros. ¿Empezarán a albergar sospechas de todos sus demás agentes? ¿Perderemos también a Bruto y Garbo, precisamente ahora que más los necesitamos?
La voz de Masterman resultó un portento de pesimismo cuando comenzó a hablar:
–Si perdemos a esos dos, en ese caso habremos perdido también a
Fortitude
y junto con la misma, probablemente, nuestras esperanzas de una afortunada invasión del continente.
–Antes de que lo dejemos correr todo y nos tomemos unas pastillas de cianuro –declaró el hombre del MI6–, ¿podría sugerir que los alemanes tienen pocas fuentes de información disponibles? No creo que consigamos que Góring arriesgue uno de sus aviones de reconocimiento para fotografiar esos encantadores despliegues visuales que hemos creado en su beneficio en el sudeste de Inglaterra, aunque le mandemos una escuadrilla de «Spitfires» para escoltar a su avión en su viaje de ida y vuelta. Hemos montado el más suntuoso banquete imaginable, y nuestro invitado principal no parece deseoso de acudir a la cena. En vista de ello, su confianza en los informes de sus agentes en este país ha de ser mucho mayor de lo que sería en otras condiciones.
–Estoy por completo de acuerdo.
Era el escocés del MI5 que cuidaba de la vigilancia de los agentes dobles.
–Sin importar hasta qué punto Himmler y sus compinches desprecien a la Abwehr, tienen poco más que les sirva de guía. Deberán basar, por lo menos, algunas de sus apreciaciones en los informes que les están enviando. ¿Qué más han conseguido? Naturalmente, aumentarán sus suspicacias si descubren que hemos convertido a Popov. Pero deben tener algo en que basar sus estimaciones de Inteligencia, ¿no es verdad? Además, así como el marido cornudo es el último hombre del pueblo en enterarse de cómo crecen sus cuernos, del mismo modo el maestro de espías es, inevitablemente, la última persona en percatarse de que su precioso espía se ha pasado al otro campo.
Masterman meneó brutalmente la cabeza.
–Todo eso puede ser cierto, pero debemos estar preparados para el peligro de perder a Garbo y a Bruto. ¿Y cómo hacer avanzar otros jugadores de este vasto equipo suyo, como Mutt y Jeff, Tate, Mullet, Puppet, Treasure?
–Caballeros…
Era Ridley de nuevo. T. F. estaba fascinado por la forma en que aquel hombre podía imprimir tanta autoridad en su suave voz al hablar.
–Esta discusión no hace más que avanzar en círculos. La invasión, según debo recordarles, se encuentra a tan sólo un mes de distancia. Para ser convincente, un agente doble ha de formarse de un modo cuidadoso y paciente durante un largo período, y un mes no se puede decir enfáticamente que sea lo que deseo expresar al hablar de un largo período… En cuanto a la idea de avanzar a alguno de sus otros agentes o, más lógicamente, asignarles un papel más importante en nuestras operaciones, estoy en contra. A través de nuestras interceptaciones, resulta obvio que Garbo, Bruto y Triciclo disfrutan de unas reputaciones de lo más elevado a ojos de los alemanes. Triciclo se ha perdido ya para nosotros. Sin embargo, me inclino en creer que no sólo es más sencillo, sino también más seguro y efectivo, llevar adelante un plan de engaño a través de unos pocos y probados canales, que emplear una amplia variedad de canales cuyo valor resulta incierto.
–¿Nos está sugiriendo, pues, que debemos continuar con Bruto y Garbo y rogar para que todo el daño en este asunto se limite a Popov? – preguntó Masterman.
–No. Lo que sugiero es que no debemos permitir que el pánico se apodere de nosotros. Permanecer con Bruto y Garbo por lo menos hasta que «Ultra», y demos gracias a Dios por esto, indique que los alemanes abrigan dudas respecto de ellos. A fin de cuentas, Garbo tiene esa maravillosa e imaginaria red suya esparcida por todo el país, y hemos colocado a Bruto de modo que pueda moverse libremente por ahí, y de uniforme. No obstante –Ridley hizo un ademán que lo abarcó todo con ayuda de su cigarrillo–, comparto la preocupación que todos sienten respecto a un pequeño reaseguramiento, algún nuevo conducto con los alemanes. Se trata de una preocupación que me ha perseguido noche y día desde que me enteré de que Himmler se estaba haciendo cargo de la Abwehr. Pero cualquier nuevo canal que empleemos debe confluir hacia el RSHA y no hacia la Abwehr. Y nuestra carencia de tiempo nos obliga a emplear agentes dobles en dicho canal. ¿Qué debemos hacer, pues?
Aquello le condujo a una de sus dramáticamente largas chupadas al cigarrillo, y a dejar que el humo saliera grácilmente por las ventanillas de su nariz antes de continuar:
–Nuestro amigo «C» –añadió haciendo una indicación de cabeza hacia el representante del MI6– tiene una baza ya firmemente asentada
in situ
que puede ser de considerable utilidad para nosotros a este respecto. Sin embargo, por mucho que lo he intentado, no me ha sido posible elaborar un plan para que su baza entre directamente en juego. Algo se ha pasado por alto, algún eslabón vital, alguna pieza que nos proporcionará la solución de este rompecabezas.
Sonrió y sacudió su cigarrillo.
–Todo cuanto puedo decirles es que hemos de redoblar nuestros esfuerzos por encontrar ese eslabón perdido.
Aristide pedaleaba lentamente por la Rué de Béthune, de Lila, en busca del «Café Sporting». Una vez localizado, de acuerdo con las prescripciones de seguridad del SOE, lo rebasó pedaleando con lentitud, observándolo de la mejor manera posible a través de sus sucias lunas del escaparate. Tenía un aspecto abismalmente normal para el agotado y sediento Aristide. Dio un rodeo, aparcó su bici y echó a andar.
Su mensaje, ya puesto en clave, se hallaba dentro del periódico que llevaba enrollado en la mano. Aristide aún conservaba la clave y la señal de llamada que le habían dado cuando dejó Inglaterra y contrató al predecesor de Catherine. Era la vieja clave del SOE que se basaba en un verso, de una poesía o de una letra musical, en el caso de Aristide, una línea de
Fleur Bleu
, de Charles Trenet. Había realizado la codificación y descodificación en persona, por lo que sabía que la Gestapo no había podido, con ayuda de la tortura, sacarle el secreto de la clave al operador después del desgraciado arresto del joven.
El café estaba casi desierto. Un par de ancianos se encontraban en un extremo de la barra de cinc del bar, tomándose sus cervezas del tiempo de guerra con un solemne silencio. El camarero se aproximó.
–Un
demi
–pidió Aristide–. Una caña…
Se la bebió de dos tragos y encargó otra. El camarero le asestó una divertida mirada.
–Vaya sed –sonrió, al tiempo que le ponía delante otro vaso de cerveza.
Aristide le observó. Manejaba la palanca de las cervezas con los gestos de un hombre que ha estado haciendo aquello durante toda la vida. Era de mediana edad, lo mismo que Aristide, con un estómago prominente, lo cual indicaba que la cerveza de tan horrible sabor del período de ocupación no había logrado disminuir su sed.