Hizo dar una vuelta al avioncillo, que comenzó a corretear hacia un hangar. En el momento en que apagaba el motor, Catherine escuchó voces afuera y vio un grupo de personas que se aproximaban al aeroplano. Deseó gritar de alegría:
«¡He vuelto! ¡Estoy a salvo! ¡Lo he conseguido!»
«Lindbergh debió sentirse así –pensó– al aterrizar en París.»
Se vieron sumergidos en un círculo de abrazos, de bravos, de gritos de «¡Bien hecho!» y luego les metieron en el mismo coche con las ventanillas tapadas que la había llevado a su vuelo de partida de aún no hacía dos meses. En unos minutos se hallaban de regreso al mismo
cottage
de la RAF, en el que hizo su última comida en suelo inglés.
Un sonriente oficial del SOE con una tablilla de notas en la mano la saludó en la puerta.
–Sólo un par de rápidas formalidades –le explicó– y podrá ir adonde el sargento Booker le aguarda con el desayuno. Veamos, Denise.
Se quedó mirando sus notas.
–No se llevó ningún arma, ¿verdad?
Catherine sonrió.
–No…
–¿Ha traído alguna?
–No –respondió ella de nuevo, mientras el hombre consultaba su tablilla.
–Entonces todo lo que tiene que hacer es devolver su píldora a «L». Ahora ya no la necesitará.
Catherine había casi olvidado la pequeña píldora de forma cuadrada escondida en el tacón de su zapato. Lo desenroscó, sacó la pastilla y se la pasó al joven oficial.
Dentro del comedor, la mesa de los desayunos del sargento Booker estaba atestada de platos con huevos, jamón, salchichas y beicon.
–¡Oh, Dios mío! – gritó Catherine–. ¡Vaya festín!
Durante un segundo le escocieron los ojos al recordar su sopa boba en Calais. El piloto, aún con el mono puesto, entró en la sala. Alguien sacó una botella de vino y todos comenzaron a entrechocar copas en un feliz tumulto de excitación y alivio.
Cuando acabaron, la
rubia
les esperaba afuera para conducirla de regreso a Londres y al piso en el 6 Orchard Court, del que había partido hacia Francia. Se adormeció de nuevo durante unos momentos y se despertó mientras aceleraban hacia las afueras de Londres, y pasaban ante las monótonas hileras de casas que le habían hipnotizado en su viaje de ida. En cierto sentido, fue entonces cuando el conocimiento de que realmente había regresado, sana y salva, la abrumó de forma definitiva. Un calorcillo tranquilizador, una especie de calidez sofocada, como después de tomarse una buena botella de borgoña, se deslizó a través de ella. Lo había hecho; había regresado desde detrás de las líneas alemanas como agente secreto; había cumplido una peligrosa misión con honor y dignidad; había vuelto, en suma. Se había probado a sí misma lo que ya no debería probarse nunca más.
Tras tomar el ascensor del edificio hasta el piso y cruzar por el corredor pesadamente alfombrado, la conmovió cuan incongruente era todo aquello: unas horas antes, se hallaba en un cobertizo en la Francia ocupada y ahora en la elegancia y seguridad de este edificio. Park, el mayordomo, le abrió la puerta.
–¡Mademoiselle Denise! – exclamó con aquella especie de cántico feliz suyo–,
comme ga fait plaisir
: Qué alegría verla de nuevo.
Le explicó que el comandante Cavendish la recibiría muy pronto pero que, en el entretanto, quizá le gustaría recomponerse un poco. La condujo por un pasillo hasta el cuarto de baño del apartamento, una especie de relicario para los operarios del SOE. Su bañera de mosaico negro estaba llena de agua caliente y de burbujas de jabón; su uniforme de FANY, limpio y planchado, colgaba de la pared. Catherine jadeó ante la idea de un lujo tan sencillo como un baño caliente. Mientras tanto, Park desapareció y reapareció luego con una bandeja de plata en la que había media botella de «Veuve Cliquot» y una copa de champaña.
Durante largo rato, se refociló en la bañera, saboreando la calidez del agua, sorbiendo el champaña, sintiéndose alcanzada por una oleada de dicha. Qué maravilloso hubiera sido el poder compartir la bañera y aquel champaña con Paul…
Se puso el uniforme y, con una sensación de enorme tristeza, dobló aquellas sucias y malolientes prendas con las que había regresado.
Denise y todo cuanto había hecho, las emociones vividas, eso ya no existía, no era más que un montón de ropa sucia en una caja de cartón.
Cavendish la abrazó calurosamente en cuanto la vio entrar en su despacho.
–Querida mía –le dijo–, lo has hecho soberbiamente. Has justificado más que de sobra la fe que habíamos depositado en ti.
Le hizo un gesto hacia el gran butacón y comenzó a devorar el contenido del detallado plan de Aristide para el saboteamiento de la «Batería Lindemann». A medida que la lectura progresaba, Catherine sintió cómo cada vez se excitaba más y más. Cogió el fusible que Catherine había traído y lo observó detenidamente.
–Extraordinario –dijo al fin–, absolutamente notable. Aristide ha realizado una soberbia obra maestra.
Se la quedó mirando.
–Y tú también, querida, has demostrado un frío y tremendo valor. No puedo dar un cumplido más elevado a ninguno de mis agentes. Tu trabajo, ciertamente, merecerá una condecoración.
Introdujo el informe de Aristide en un expediente de ALTAMENTE SECRETO de su escritorio.
–Ahora –siguió–, me parece que te has ganado un merecido descanso. Cuidaré que el plan de Aristide llegue lo más rápidamente posible a las personas que están esperando verlo…
Unos días después del regreso de Catherine a Londres, se llevó a cabo una reunión en la sala 732 del cuartel general del SHAEF en Norfolk House, en el corazón de la capital británica. Se trataba de la reunión regular del Comité de Defensas Costeras, y el primer tema de su agenda de aquella mañana fue la «Batería Lindemann». El presidente del comité, un tal capitán Price, de la Marina Real, entregó al comité una copia del plan del SOE para dejar fuera de combate a la batería, por medio de un sabotaje industrial basado en la labor de Aristide y de su ingeniero eléctrico.
Tras revisar cuidadosamente el plan, el comité se mostró conforme en lo siguiente:
1) El plan, con algunas modificaciones, era excelente y ciertamente factible desde un punto de vista técnico.
2) Su ejecución o no ejecución no era asunto propio del comité, que estaba abrumadoramente preocupado con los preparativos de la invasión a lo largo de las costas normandas.
3) Se convenía en que el plan debería trasladarse a los miembros del Comité Conjunto de Inteligencia, en cuya jurisdicción recaía principalmente aquel asunto.
La organización de engaño de Sir Henry Ridley, la Sección de Control de Londres, se hallaba representada en el Comité Conjunto de Inteligencia.
Desde la puerta, el oficial parecía arropado en una mortaja de oscuridad. Las sombras hacían desaparecer los ángulos de las esquinas. La capa de polvo en los cristales sin limpiar de las ventanas difuminaba la luz solar que llegaba a través de las ventanas del cuarto piso de los «Broadway Buildings» en una especie de brillo rubensiano, contra el cual el movimiento aparecía en silueta más bien que como una forma redondeada. Sir Stewart Menzies, «C», el jefe del servicio de espionaje británico, el MI6, prefería las cosas de aquella manera; a fin de cuentas, se movía en un mundo de sombras donde nada era completamente lo que parecía.
Estaba apoyado contra la abierta y apagada chimenea con un elegante viejo
tweed
, y la palidez de sus pálidos ojos azules y de su plateado cabello rubio, todo ello acentuado por las sombras de que se revestía. No dijo nada mientras su criado, un veterano de la guerra bóer, con uniforme de inválido de guerra, servía el té a sus invitados. Cuando se fue el hombre, cuyas viejas articulaciones crujían al unísono de las antiguas planchas de madera del suelo, se volvió hacia Henry Ridley.
–Así, Squiff –le dijo–, ¿se trata de la luz en el camino a Damasco?
–Tal vez –replicó Ridley.
Había solicitado aquella reunión y requerido que sus participantes se limitasen a él mismo, «C» y el suplente de «C», Sir Claude Dansey.
–Dime, ¿es el SOE consciente del hecho de que has puesto tu baza en ellos?
–Dios mío, no –replicó Menzies–. Con toda franqueza, no confiaría al SOE ni el tiempo que hace hoy. Son inseguros de una forma horrible.
–¿Y Cavendish? – inquirió Ridley, al tiempo que se tomaba el té con la aprensión que merecía su elevada temperatura–. ¿No alberga la menor sospecha?
»Recordarás al viejo Cavendish del colegio. Un tipo terriblemente decente, pero del que no puede decirse que haya inventado la pólvora. Las sospechas no parecen perturbar excesivamente la placidez de su mente. Hemos tenido un montón de problemas hace unas semanas, pero Claude –sonrió graciosamente a su segundo– consiguió arreglar las cosas con él después de una buena comida en el «Savoy Grill».
–Un almuerzo horrendo, en realidad –murmuró tétricamente Dansey–; abadejo hervido, según puedo recordar.
Verás –prosiguió Ridley–, esto es lo que tengo en mente.
Pacientemente, y con ciertos detalles, bosquejó el plan que había preparado para reforzar
Fortitude
y realizar el reajuste que la toma del poder por parte de Himmler en la Abwehr y la pérdida de Popov parecían exigir. Menzies y Dansey le siguieron atentamente.
–En realidad, se trata de una idea muy inteligente, Squiff –dijo Menzies cuando terminó–. Su éxito, naturalmente, depende de si los alemanes pican o no en tu anzuelo. Si lo hacen, podremos engancharles con bastante certeza. Sabemos que Himmler está siempre telefoneando a Hitler con sus informaciones más jugosas. Y esto puede caer dentro de esa categoría. Y, ciertamente, el RSHA está buscando un gran golpe realizado por sí mismo para justificar el haberse hecho cargo de la Abwehr. La pregunta que me hago es la siguiente: ¿cómo lanzarás tu idea de modo que sea tan inocua que nunca lleguen a ver la mano que hay detrás de todo eso?
–¿Qué me dices de tu sujeto?
–No es posible activarlo. No puede coger la idea sobre la marcha, por así decirlo, entrar en la Avenue Foch y decir: «Miren el maravilloso trofeo que tengo para vosotros.» Sería demasiada iniciativa por su parte y levantaría las suspicacias de nuestros amigos teutones. Sólo puede hacerlo a través de ti.
–Además –terció Dansey–, no le hace mucha gracia la verdadera naturaleza de sus servicios y, obviamente, no sabe nada acerca de la invasión y de
Fortitude
. Recuerda que se encuentra exactamente allí donde los alemanes pueden prenderle. Creo que le hemos dicho que siga con ellos como una forma de facilitar sus servicios. A fin de cuentas, maneja a un gran número de personas, tanto de nuestra gente como del SOE.
–¿Puedes confiar en él?
–Oh, me parece que casi por completo. Ha estado con nosotros desde la guerra civil española. Trabajaba para nosotros en una operación de correo para los alemanes que llevaba a cabo entonces. En aquella época, se hallaba en comunicación con el Deuxiéme Bureau. Y desde la caída de Francia, ha permanecido del todo a nuestro lado.
–Verás –siguió Ridley–, si no podemos usarle, ¿existe alguna otra manera de que consigamos que den un mordisco a la manzana? ¿Algún modo en que, en vez de ir tu hombre a ellos, sean ellos los que vayan a él y le digan «Bien, esto es lo que deseamos que hagas»?
Dansey se aclaró la garganta con educación por medio de una serie de toses. Menzies y Ridley se volvieron hacia él. Cuando «Tío Claude» se aclaraba la garganta en momentos semejantes, por lo general seguía a su ademán un rápido y respetuoso silencio.
–Creo que existe otro canal con el que llegar a sus oídos –anunció–. No sé si recuerdas –esta vez sus palabras iban dirigidas a Ridley–, pero cuando el SOE comenzó sus operaciones, todo su tráfico de radio, de ida y vuelta, pasaba a través de nuestros transmisores.
También les proporcionamos sus códigos. Armaron el correspondiente revuelo y, finalmente, en 1942, el Gabinete de Guerra decidió concederles sus propias instalaciones independientes. Sin embargo, cuando se las traspasamos, mantuvimos una capacidad para vigilar de
grosso modo
su material.
Dansey realizó una pausa para beberse su té, permitiendo deliberadamente que su gesto suscitase la curiosidad de su interlocutor.
–Hace bastante tiempo nos enteramos de que cierto número de sus circuitos, no sabemos desgraciadamente cuántos, se hallaban en realidad bajo control alemán. Esto nos sugirió algo. En realidad, aunque ni los alemanes ni el SOE lo sepan, estamos en el otro extremo de la línea de dos de los circuitos que los alemanes creen dirigir.
Les ofreció una helada sonrisilla.
–Uno de ellos se ha empleado recientemente en la conexión que has mencionado.
Ridley cerró los ojos durante un segundo, pensando.
–Notable… Ésa puede ser nuestra respuesta.
–Sí –repuso Dansey–. Creo que sería lo más conveniente.
Berlín
Era el lunes 15 de mayo, tiempo una vez más de que el coronel barón Alexis von Roenne proporcionase al Estado Mayor General de Hitler sus últimas estimaciones acerca de la fuerza de los aliados y de sus intenciones respecto del próximo asalto a la «Fortaleza Europa». Alineó media docena de lápices de colores sobre su escritorio, en Zossem, los cuarteles generales del Ejército alemán, a treinta kilómetros de Berlín. Sacó del cajón su precioso mapa de Inglaterra y lo pegó a la pared, donde él y su subordinado, el teniente coronel Roger Michel, pudiesen estudiarlo. Como de costumbre en las mañanas de los lunes, los ojos de Michel aparecían acuosos y sus dedos temblaron ligeramente al llevarse la nutritiva calidez del café a sus labios. Hoy, Von Roenne prefirió ignorarle. Mientras Michel asentía su conformidad, Von Roenne realizó seis ajustes en la ubicación de las unidades aliadas que se mostraba en el mapa. Todos ellos se basaban en los informes de los agentes de la Abwehr en Inglaterra durante la semana anterior.
Cuando finalizó, llamó a su secretaria y comenzó a dictarle su informe.
–«El número total de las Divisiones angloamericanas dispuestas para su empleo en el Reino Unido, se ha incrementado desde principios de mayo con tres Divisiones traídas de Estados Unidos y, por tanto, en el momento actual, probablemente, asciendan a cincuenta y seis Divisiones de Infantería, tres Brigadas independientes de Infantería, siete Divisiones aerotransportadas, ocho Batallones de paracaidistas, quince Divisiones blindadas y catorce Brigadas blindadas. El punto focal de la concentración enemiga en el sur y sudeste de las Islas británicas, se ha hecho más y más marcado –dictó Von Roenne–. Esto posee el apoyo de los traslados informados por fuentes fiables de la Abwehr, de dos Divisiones inglesas al área de Portsmouth y –continuó– la separación de dos unidades norteamericanas de las fuerzas británicas en el sudeste de Inglaterra. Se supone que en la zona de Bury St. Edmunds –siguió– se halla el 20.° Cuerpo estadounidense y la 4ª División blindada norteamericana, según una fuente fiable de la Abwehr. En la misma zona, cerca de Ipswich, la 6ª División blindada estadounidense también parece haber sido localizada y otra fuerza americana es posible que se haya estado formando en el sudeste de Inglaterra y en la zona de Folkstone.»