Al dejar de lado su abuelo el
Wall Street Journal
con un decisivo golpe propinado con la muñeca, T. F. se sorprendió al oír una de sus profundas toses roncas. Aquella tos constituía el heraldo de un ritual llevado a cabo raramente en el comedor dei viejo Tom, la oración de acción de gracias.
–Oh, Señor Mío Jesucristo –comenzó–. Te pedimos hoy Tu bendición especial sobre Tu muy devoto siervo, Thomas Francis O'Neill III.
El anciano entonó el nombre como si cada sílaba reverentemente pronunciada significase subrayar la distancia que él mismo había recorrido desde su casita de suelo de barro, en Carrick on Shannon.
–Aléjale de todo mal en los peligrosos días que le esperan. Ayúdale a servir a su nación con valor y honor. Ayúdale a hacer bien las cosas y muéstrale cómo ver que están bien hechas. Y te rogamos que a través de la intervención de Tu divina gracia, le hagas regresar al regazo de su familia cuando la bendición de Tu paz haya quedado restaurada en la tierra. Amén.
El anciano hizo una apresurada señal de la cruz, introdujo su blanca servilleta de lino entre dos de los botones del chaleco y sonrió a sus huevos revueltos con el aire levemente divertido de un hombre que se preguntaba a sí mismo si su elocuencia sería suficiente para conseguir que el Altísimo olvidase por un momento sus transgresiones.
–Tommy… ¿Seguirás sin decirme qué vas a hacer allí exactamente?
–Abuelo –respondió T. F., abriéndose camino a través de su desayuno con el gusto de un hombre que sabe que no gozará de un festín semejante durante los próximos meses–, sé muy poco acerca de ello, pero ni siquiera de ese poco me está permitido hablar. Todo cuanto puedo decir es que serviré como oficial de enlace norteamericano en una organización inglesa adjunta a la oficina de Churchill.
–Apostaría a que tiene que ver con el asunto de la invasión…
–Es muy probable.
–Por el amor de Dios, que no te veas envuelto en eso…
El anciano suspiró.
–¿Vas a seguir trabajando con ese «abogado de visillos» de Búfalo?
Aquel «abogado de visillos» era
Wild
Bill Donovan, el fundador de la OSS. En realidad,
Oíd
Tom conocía a Donovan y también le gustaba, pero le parecía que representaba algo fuera de la normalidad: un republicano irlandés.
–Sólo de forma muy indirecta. Mis verdaderos superiores serán los Jefes de la Junta del Estado Mayor en Washington.
Sus palabras provocaron una sonrisa de orgullo en el rostro de
Oíd
Tom. Sólo tenía una vaga noción respecto a lo que podría ser aquello de la Junta de Jefes del Estado Mayor, pero le parecía que sonaba a algo semejante. Fuera cual fuese la misión de su nieto, se trataba de algo relacionado con la dirección de la guerra, en su escalón de mando superior, y el pensamiento hizo que el anciano se hinchase de satisfacción. Estudió la figura del que se había sentado al otro extremo de su mesa, en el desayuno durante tres décadas. Su propio hijo, Tom Jr., se había ahogado en la playa de Connecticut en el verano de 1913, sólo cinco meses después del nacimiento de T. F. Su muerte había cargado a Tom con aquella maldición que junto con el alcohol, constituía el estigma irlandés: el sentimiento de culpabilidad. En este caso, se trataba de un sentimiento de culpabilidad abrumador por haber descuidado a su hijo en su impetuosa persecución de la riqueza. Había trasladado al nieto y a su madre a su mansión de Prospect Avenue, determinado a prodigar en el nieto la atención que había denegado a su hijo. A partir de aquel día había vigilado el menor aspecto de la crianza de T. F., con el mismo celo que dedicaba a sus manipulaciones en la Bolsa. Cuando llegó el momento de elegir un
college
para T. F., nada menos que el cardenal arzobispo en persona había acudido desde Boston en su nuevo «Packard» para ensalzar las virtudes de Holy Cross y Boston College, previendo ya, tal vez, la biblioteca Thomas F. O'Neill o el gimnasio que, llegado el momento, agraciarían esos campus si su intercesión lograba el éxito.
Pero no fue así,
Oíd
Tom envió a T. F. a Yale para que se convirtiera, si tenía algo que ver con ello, en una réplica perfecta de los «New England Yankees», como Bulkeley, lo cual odiaba en público tanto como admiraba en secreto. Todo aquello en lo que había triunfado podía medirse en la casi perfecta simetría de los rasgos de su amado nieto. La que fuera en un tiempo desordenada pelambrera rubio ceniza de T. F., había llegado a disciplinarse en el pelo corto
de rigeur
en la Costa Este, de Bar Harbor a Bryn Mawr, cosa que no era de extrañar. En una década, ningún barbero que no perteneciese al «Yale Club», en Nueva York, había puesto un par de tijeras en aquel cabello. Tenía los ojos azul pálido de O'Neill, un matiz acorde con la leyenda del color de las aguas de Donegal Bay en una mañana de verano. Sólo una nariz torcida, el recuerdo del golpe del
stick
de un jugador de hockey de Dartmouth, concedía un toque de carácter a un rostro que, de otro modo, hubiera sido demasiado blandamente regular.
–Está bien –dijo el anciano, dejando a un lado su desayuno a medio acabar y emitiendo una tos catarral–, pero sigo diciendo que es algo terrible. No lo olvides nunca. No quieres decirme lo que vas a hacer. De todos modos, te diré unas palabras amables antes de tu partida. Y nunca olvidarás estas cosas, ¿de acuerdo?
–Oh, nunca… –replicó un sonriente T. F., pensando en la inacabable cadena de sermones que había recibido en aquella mesa para marcar cada uno de los momentos cruciales de su vida: uno cuando le enviaron a Yale, otro en su partida para la Harvard Law School, y otra tanda al acudir a Washington para trabajar en el «Reconstruction Finance Corporation», un puesto que las conexiones de su abuelo con el «New Deal» habían logrado para él.
–Recuerda sólo una cosa, jovencito. No importa dónde vayas, ni lo interesante que sea la compañía de que disfrutes: no te olvides nunca de quién eres, o de dónde procedes.
Sonó un teléfono en el recibidor.
–Probablemente, te he protegido demasiado de los aspectos rudos y penosos de la vida mientras me he ocupado de tu educación. Pues bien, tendrás que aprender a hacerles frente por ti mismo cuando lleguen los tiempos difíciles. Recuerda sólo que lo que está bien y lo erróneo no es siempre lo que han escrito en el catecismo o en esos libros que has estudiado en la Harvard Law. Lo que está bien o está mal, Tommy, es lo que aparece escrito en tu corazón. Léelo, sigúelo y siempre harás las cosas bien.
Biidget, la doncella, interrumpió el sermón.
–Lo siento, señor. Es para Mr. Tommy.
Cuando T. F. regresó, se le veía una expresión de perplejidad en el rostro.
–Era Washington. Han cancelado mi vuelo desde Bradley.
Bradley Field, a unos cuantos kilómetros de Hartford, en Windsor Locks, era uno de los puntos de partida de los vuelos del Mando de las Fuerzas Aéreas en dirección a Europa.
–Me han dicho que debo presentarme en el Pentágono. Me mandarán esta noche desde Andrews.
T. F. consultó su reloj.
–Si Clancy puede llevarme a la estación, llegaré justo para coger el tren de las 8.12 a la ciudad.
Su abuelo se levantó, se acercó a él y asiéndolo con fuerza, le besó en la mejilla. Mientras el anciano se apartaba, T. F. vio brillar en sus ojos azules algo que jamás había visto antes en él, no desde la muerte de su abuela en 1936, ni desde la muerte de su propia madre de una gripe hacía ya muchos años: lágrimas.
–Regresa, muchacho –susurró su abuelo–. Regresa a casa conmigo.
El anciano se recuperó y le dio un último apretón en el codo.
–Y ahora será mejor que te vayas.
–Es él, allí. El que habla con la anciana en el quiosco de periódicos.
La mirada de Paul señaló a un hombre achaparrado, con ropas de trabajo de algodón y cuyo camión acababa de aparcar junto al bordillo en la Avenue Jean Jaurés.
–Va siempre de un lado a otro y nunca le molestan.
Catherine vio las palabras «Pécherie Delpienne. Boulogne» en el panel de la camioneta.
–Los alemanes le dejan tener allí una flota pesquera; la mitad de lo pescado es para nosotros y la otra mitad para ellos. Te dejará cerca de la estación de ferrocarril y podrás coger un tren para Calais. Te está esperando, por lo que, simplemente, métete en la cabina como si pertenecieses a la empresa.
Una lluvia suave, tan fina como una neblina, descendía de aquel firmamento gris de marzo. Aquel lugar industrial que se extendía desde la Porte Pantin constituía un espectáculo monótono y deprimente; casi tan deprimente como la melancolía que invadía a Catherine.
–Si alguna vez has de dejarlo y escapar, ya sabes cómo entrar en contacto conmigo –le susurró Paul.
Catherine asintió.
–Te conseguiré un avión para regresar a Inglaterra.
Catherine apretó su mano entre las suyas con fuerza durante un largo momento. Finalmente se la soltó y cogió su bolso.
–Será mejor que me vaya…
Se levantaron. Como de costumbre, Paul había ya pagado su café
ersatz
. Se la quedó mirando, con un ansia inmensa, casi palpable en sus ojos tristes.
–Te amo, Denise. De veras que te amo…
Catherine se llevó las manos a las solapas de su gabardina.
–Lo sé –susurró.
–¿Habrá un tiempo para nosotros?
Catherine hizo aquel ademán de apartarse el pelo que tanto gustaba a Paul.
–Espero que sí. Cuando… –titubeó–. Tal vez cuando todo esto haya acabado. ¿Quién sabe…?
–Claro que sí –suspiró Paul–. Si…
Dejó en el aire las palabras y la atrajo hacia sien un último abrazo. Finalmente, con un brillo en los ojos, ella se apartó. Se inclinó y cogió su maleta.
–
Au revoir
–musitó.
Se dio la vuelta y echó a andar a través del vacío bulevar, hacia la camioneta que aguardaba. Paul la miró alejarse, con su gabardina azul cubriendo estrechamente aquel cuerpo que había amado con tan apasionada intensidad hacía sólo unas horas. La mujer abrió la portezuela del camión y se deslizó grácilmente en el asiento contiguo al conductor. No miró hacia atrás.
Cuarenta y cinco minutos después de dejar a Catherine, Paul estaba sentado a la mesa de otro café, esta vez en la Rué de Buci, en el Barrio Latino, absorto como de costumbre en su estudio del
Je suis partout
. No dio señales de haberse percatado del paso de una mujer de mediana edad, con un turbante azul que llevaba una cesta de la compra de redecilla. Tampoco pareció advertir su regreso quince minutos después.
Se levantó y anduvo por la Rué de Buci, pasó por los puestos de venta al aire libre con su patética colección de lentejas y colinabos, y luego siguió por la Rué Saint-André des Arts hasta la Rué des Grands Augustins. Allí entró en los débilmente iluminados locales del bar de la esquina. No había en aquel lugar ningún otro cliente. Sus dos ocupantes eran un hosco tabernero y una puta igual de taciturna, limándose las uñas sentada en un taburete de la barra. Paul se acomodó en un taburete cercano e hizo una seña al camarero.
–«Cinzano» –pidió.
Luego se volvió hacia la prostituta.
–¿Cómo van las cosas? – preguntó.
–Fatal…
–¿Y cuál es el problema? ¿Nuestros amigos alemanes han perdido su entusiasmo por
l'amour á la aisel
La mujer se encogió de hombros en un silencio indiferente.
–Bueno, no te preocupes. Uno de estos días tendrás que alegrar a los americanos.
–¿Y eso a mí qué me importa? – gruñó–. Para mí una polla es igual que otra. Mire, Míster, si lo que quiere es hablar, hable con él.
Y señaló con su lima de uñas al barman.
–Si quiere joder. son cincuenta francos y cien si me quito toda la ropa.
–Bueno –replicó Paul–, en otra ocasión.
Y se puso a mirar el periódico en la barra que había entre ambos.
–¿Le importaría que leyese su periódico?
–Adelante…
Paul se tomó su bebida de forma ociosa, mirando de vez en cuando los titulares del periódico. Luego se levantó, les hizo a los dos un saludo y se marchó. Cuando andaba por la Rué Saint-André des Arts llevaba en la mano el periódico de la prostituta. Diestramente, sus dedos hurgaron entre las páginas en busca del sobre que debía encontrar allí. Tras encontrarlo, giró por la Rué Mazarine y aceleró el paso hacia la estación de Metro de Odéon.
Sin pronunciar una palabra, el doctor, el maestro del juego por radio de Hans Dieter Strómelburg, atravesó la oficina y dejó el mensaje que llevaba deíante del
Obersturmbannführer
. Strómelburg lo leyó una vez y luego otra. Alzó la vista hacia su subordinado, con sus agradables rasgos nublados con todos los signos demasiado familiares de una cólera interior.
–¿Te imaginas? – preguntó, con un tono de incredulidad proporcionándose su propia respuesta–. Ese bastardo ha tratado de engañarnos.
Tocó una tecla del teléfono que tenía junto a su escritorio.
–Llevad al inglés de la celda cinco al
baignoire
–ordenó a los dos hombres de paisano que acudieron a su llamada–. Colgadle de la cabria e idle trabajando hasta que yo suba.
El mayor de los dos obsequió a Strómelburg con una media reverencia.
–¿Qué debemos preguntarle, señor?
–Nada. Sólo hacedle daño. Yo llevaré el interrogatorio cuando llegue.
Durante veinte minutos Strómelburg leyó su última remesa de cables desde Berlín, mientras escuchaba con silenciosa satisfacción los apagados gritos de la agonía de Wild en el piso de arriba. Una vez acabado el último cable, hizo una seña al doctor y se encaminó a las instalaciones de arriba. Wild había sido desnudado, le habían puesto unas esposas y colgado de éstas a una cabria suspendida del techo, a fin de que sus pies no acabasen de llegar del todo al suelo. Mientras colgaba allí, impotente como un carnero degollado, los dos hombres de la Gestapo le habían estado golpeando con sus porras negras de caucho. La espalda, el pecho, los muslos y la entrepierna eran una red de hihllos rojos y ensangrentados a causa de los golpes. Le habían dislocado el hombro izquierdo, produciéndole un dolor tan atroz como un ser humano puede llegar a sufrir a través de su cuerpo.
Stromelburg hizo un ademán a los torturadores para que se detuviesen. Durante algún tiempo permaneció en el umbral mirando al inglés que colgaba de la cabria y sollozaba en su espantosa agonía. Luego entró con lentitud en la estancia.