Juego mortal (Fortitude) (42 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–¿Puedo acompañarla a su casa? – le preguntó educadamente.

Catherine miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las nueve.

–Tendremos que apresurarnos –explicó–, o llegaré después del toque de queda.

–No tiene que preocuparse –la tranquilizó–. Está con un oficial naval alemán.

«Vaya –pensó Catherine–, como si necesitaran recordármelo.» Cuando llegaron junto a su puerta, Catherine le ofreció la mano. Educadamente, Metz se quitó el guante y se la tomó.

–Buenas noches,
Fraulein
. He disfrutado muchísimo de esta velada –le dijo, dando un ligero taconazo y ofreciéndole una de aquellas leves inclinaciones de cabeza que los alemanes realizaban con despreocupada elegancia.

Catherine rezó porque la oscuridad ocultase su asombro. Todo el asunto resultaba tan irónico… Deseó echarse a reír. El hombre estaba obviamente determinado a hacer la cosa más rara en tiempo de guerra: ser un marido fiel. Realmente le había pedido que saliesen a cenar porque estaba solo y deseaba hablar de Haendel. «¿Te reirás también tú, Aristide, o me despedirás por mi fracaso cuando te lo cuente?»

Catherine se desanudó el pañuelo que llevaba para ocultar su conspicuamente rubio cabello y agitó un poco la cabeza. Era un ademán cuya efectividad había comprobado a menudo y sintió que asaltaba la sensibilidad de su vacilante acompañante. Por lo menos, comenzaba a abrirse paso entre las imágenes de Willi y Gretel, y su
Frau
, allí en Bremen, que le habían paralizado con tanta rectitud. Le colocó las manos en los codos y tímidamente la atrajo hacia él. Ella respondió apretando su cuerpo contra el del alemán y ofreciéndole un largo y frío beso.

Cuando Catherine se separó, lanzó una serie de preocupadas miradas a un lado y otro de la calle.

–No me deberían ver aquí de esta manera –susurró–. Podría causar problemas a los vecinos.

–Claro… –replicó Metz con una comprensión profundamente poco bienvenida–. Comprendo.

Catherine notó con furia que comenzaba a ponerse otra vez los guantes. «Simplemente no lo creo –pensó–. Todo este asunto es absurdo.»

Catherine apoyó una de sus manos en la guerrera de su uniforme y alzó la vista hacia él, una mirada, esta vez, notablemente menos comedida que antes en el restaurante.

–¿Le gustaría subir a tomarse una taza de té de hierbas? – le preguntó–. Es lo que utilizo en vez de café.

Durante un segundo, quedó atrapado por la esclavitud de la indecisión y Catherine sintió que el consejo de aquellas imágenes de beatitud doméstica en Bremen acabarían prevaleciendo. Luego, con inesperada ansiedad, gruñó:

–Ja, ja…

El piso de Catherine era un lugar convenientemente espartano, con una sala de estar con un lavadero y un hornillo en el rincón, su dormitorio y el cuarto de baño. La radio estaba bien escondida en el amplio depósito de «Faithful Niágara», que funcionaba con una cadena y que estaba fijo en la pared encima del retrete.

Mientras calentaba el té en el hornillo, él se sentó en el sofá charloteando esta vez acerca de Mozart. Pasaron diez minutos de Mozart y cinco de Bach antes de que reuniese de nuevo fuerzas para besarla. Catheiine ofreció sólo una frágil y fugaz resistencia a su manoseo; luego se levantó y, tomándole de la mano, le llevó al pequeño dormitorio.

Aparentemente sensible a su timidez, le señaló la puerta del cuarto de baño.

–¿Por qué no te desnudas allí? – le sugirió con tacto. Luego, con una risilla, añadió–: Y no te olvides de lavarte como un buen chico…

Metz sonrió. Aprobaba la preocupación de la chica sobre la limpieza, y por buenas razones. Los oficiales alemanes que contraían enfermedades venéreas en el Pas de Calais eran trasladados para una cura a un castillo de Bélgica y luego enviados al Frente Oriental.

Para su sorpresa, Metz, después de su reserva inicial, demostró ser mejor amante de lo que había esperado: gentil, considerado, sin apresurarse aunque ansioso. Cuando todo terminó, Metz, placenteramente cansado, se quedó tumbado a su lado durante unos momentos. Empezó a removerse pero fue ella la primera que salió de debajo de los cobertores.

–Volveré en un momento –susurró–. Quiero ir al bidé.

Cerró la puerta del cuarto de baño detrás de ella, abrió al máximo los grifos del agua y comenzó a canturrear. Luego alargó la mano hacia los pantalones de Metz y registró los bolsillos hasta encontrar el llavero. Tenía cuatro llaves. Aún tarareando, abrió su botiquín y sacó la bandeja con cera blanda que Aristide le había entregado. Con cuidado, realizó una impresión de cada una de las llaves en la cera. Luego enjugó las llaves y volvió a meterlas en el bolsillo del pantalón de Metz.

Aún tarareaba alegremente cuando regresó de puntillas al dormitorio. Metz estaba mirando lúgubremente al techo, sin duda turbado, ahora que su placer había quedado borrado tan poco agradablemente por aquellas visiones del hogar en Bremen. Se detuvo, pensando en Paul y en cuánto le hubiese gustado verle en su cama. «¿Me perdonarás por lo que he hecho? – se preguntó en silencio–. ¿Lo comprenderás? ¿Lo llegarás a saber alguna vez?»

Avanzó hasta la cama y, pensando en la bandeja con cera del armario del cuarto de baño, se inclinó para besar a Metz. Por primera vez durante aquella noche, en su caricia hubo algo de intimidad y de afecto.

Aristide estaba orgulloso de su habilidad para juzgar a las personas. Se trataba del filósofo que había en él. Sin embargo, tuvo que admitir que había juzgado mal a Pierre Paraud, el ingeniero eléctrico al cargo de la central de Pas de Calais. No sólo aquel tímido electricista realizó un cuidadoso estudio del panel de control de la batería en su última visita, sino que bosquejó de memoria un plano del panel que resultaba asombroso por sus detalles y minuciosidad.

–No ha sido tan difícil –le aseguró modestamente Paraud a Aristide–. Los paneles de control, básicamente, están diseñados de la misma forma. Éste es uno muy bien trazado. El banco de relés y cortacircuitos que van a cada una de las tres torretas se hallan claramente etiquetados con el nombre de cada cañón.

Paraud señaló su dibujo. Se veían tres bancos de cajas trazados a tinta, cada uno de ellos dividido en dos líneas paralelas, una para los relés y la otra para los fusibles.

–Las dos primeras series de cajas de cada banco –continuó Paraud– controlan la corriente que va a la cabria de los obuses y a los motores de la torreta.

Los señaló.

–Como verá, son mayores que los otros cortacircuitos y relés. Y eso se debe a que son más sensibles.

–¿Está hecho a escala? – le preguntó Aristide.

–Más o menos. Los cortacircuitos son casi del tamaño del puño cerrado de una mujer.

–¿Y cómo encajan en el panel?

–Entran en un enchufe hembra. Me pidió que le diese las especificaciones de su fabricante. Son de la casa «Siemens». El número del modelo es «XR402».

–¿Y eso es todo?

Paraud asintió.

–¿Dónde se pueden conseguir?

–Sé que cuando necesitan piezas de repuesto las solicitan a un almacén de la «Siemens» en París.

París, pensó Aristide: tenía un buen contacto en París. Se trataba de un ex oficial del Ejército y compañero del organizador del SOE cuyo nombre en clave, Ajax, era asimismo el del circuito que dirigía al sur de la capital. Aristide se acordaba de él porque habían regresado juntos en un «Lysander» para un entrenamiento secreto en Inglaterra. Ajax formuló unas fuertes sospechas sobre el francés que se cuidaba de las operaciones aéreas. Dio a Aristide un número de teléfono y un código con el que entrar en contacto. Tal vez Ajax consiguiese esos cortacircuitos.

–Permítame preguntarle algo. Supongamos que consigo uno de esos cortacircuitos. Alguien tendrá que prepararlos para mí, sustituir el plomo de dentro por cobre. El trabajo ha de hacerse perfectamente para que nadie adivine que hemos cambiado los fusibles. ¿Lo hará?

Aristide vio de nuevo el estremecimiento de miedo en el labio inferior del hombre.

–No puedo. Metz nunca me deja solo allí ni durante un segundo.

–Eso no es lo que le he pedido, ¿no es verdad? – le recordó ásperamente–. Todo lo que quiero es que prepare los cortacircuitos. Hágalo solo, por la noche, en su desván, donde nadie le vea.

El pequeño ingeniero suspiró. Por qué pequeños e inciertos pasos se descienden las escaleras del peligro. Se encogió de hombros.

–Si quiere…

–Claro que sí –insistió Aristide.

Londres

–En realidad no debería hacer lo que me propongo llevar a cabo esta tarde.

Sir Henry Ridley andaba con aquel ademán característico suyo de inclinar los hombros y, en desafío a todas las reglamentaciones acerca de uniformes de Su Majestad, con las manos metidas profundamente en los bolsillos, con el omnipresente cigarrillo «Players» colgándole del labio.

–Sin embargo, confío en usted, ya lo ve…

El candor pareció adherirse a cada una de las sílabas que pronunció.

–Me gustan mucho los norteamericanos.

La cabeza del anciano hizo un ademán hacia más allá de las verdes y vacías extensiones de Saint James Park, hacia los contornos de las majestuosas casas Nash, a lo largo del Pall Mall de Londres.

–Pero debo añadir que no compartimos el mismo punto de vista todos los que estamos aquí. Además, están haciendo una tarea de primera clase para nosotros. Esa idea que ha aportado acerca de las maquetas de caucho ha sido del todo extraordinaria. Ya tenemos al Pentágono trabajando en esto, y también a nuestra propia gente de «Dunlop Tire».

El aire de la tarde era rico y húmedo; manchas doradas de junquillos y bancos amarillos de narcisos moteaban el verde paisaje del parque. A lo largo de los ondeantes rebordes del estanque, las parejas se abrazaban, las muchachas muchas de uniforme y los hombres con los uniformes de todas las Armas y naciones imaginables.

–Necesitaremos su ayuda en otro pequeño asunto –continuó Ridley–. Aunque esta vez preferiría que lo considerásemos sobre una base en cierto modo informal.

Dejó que T. F. ponderase sus palabras cuando comenzaron a cruzar el Mall, encaminándose hacia Marlborough Road. De repente, Ridley se detuvo y se quedó mirando hacia los árboles que bordeaban el camino.

–¡Caramba!

Señaló con su «Players» hacia las ramas que tenía encima.

–Un cucú… Es de lo más extraordinario localizar uno aquí en esta época del año.

Inmensamente complacido por su descubrimiento, continuó su paseo hacia Saint James Square.

Excepto el recio muro de sacos terreros y la presencia de dos guardianes uniformados, un P.M. americano con su casco blanco y un cabo con el uniforme azul de los Marines Reales, no había nada que indicase que el número 31, Norfolk House, fuese parte del SHAEF, el cuartel general en Londres del mando de invasión del general Dwight D. Eisenhower. La entrada en sus instalaciones, no obstante, era mucho más compleja de lo que parecía desde la calle. Tras tres verificaciones diferentes de su identidad, T. F. y Ridley fueron escoltados por un guardia armado hasta una estancia señalada sólo por un número: el 303. El cuarto albergaba una organización llamada «Operaciones B» (especiales). Agregadas directamente a la oficina de Eisenhower a través de su jefe de Estado Mayor, el general Walter Bedell Smith, las «Operaciones B» eran responsables de llevar a cabo aquella parte del plan
Fortitude
de Ridley que quedaba bajo la jurisdicción de Eisenhower.

Ridley y T. F. se instalaron en su sitio en la oficina notablemente destartalada, entre la acostumbrada charla insustancial y el ofrecimiento –que rechazaron– de una taza de té. El gordezuelo coronel que presidía la estancia, según observó T. F., tenía la misma expresión agradable e iguales fríos y calculadores ojos que descubriera en tantos de sus nuevos colegas.

–Bueno –dijo Ridley, indicando con el tono de su voz que los preliminares habían terminado y que iban a llegar al fondo de su asunto–, recordarán que el otro día les describí cómo nuestro servicio de contraespionaje, el MI5, había convertido o internado a todos los agentes alemanes que operan en este país…

T. F. aceptó aquella observación con un asentimiento de la cabeza.

–Bajo la dirección de nuestro Edgar, aquí presente, estamos empleando a treinta de ellos para añadirlos a
Fortitude
. Sin embargo, tres son de la mayor importancia para nosotros, a causa de la confianza que los alemanes tienen depositada en éstos, y porque cada uno posee transmisores de radio para sus comunicaciones con la Abwehr.

Había ya un nuevo «Players» en los dedos de Ridley describiendo gráciles parábolas en la estancia, mientras continuaba:

–Tal vez el más importante de nuestro pequeño trío, es español, o más precisamente catalán. Se llama García. Llegó hasta nosotros a través de una serie más bien fortuita de circunstancias. Cuando comenzó la guerra, nos ofreció sus servicios como agente doble a través de nuestra Embajada en Madrid. Lo rechazaron. Obviamente, todo el asunto olía a una trampa de la Abwehr. Sin embargo, García acudió a la Abwehr y les ofreció trabajar para ellos. Había luchado con Franco durante la guerra civil española, por lo que sus credenciales fascistas parecían de lo más aceptables. Al parecer, contó a Herr Kuhlenthal, el residente de la Abwehr en Madrid, unas patrañas sobre marchar a Londres para trabajar para una empresa farmacéutica. Naturalmente, se dirigía aquí como podía haber ido a la Luna. Se fue a Lisboa y se estableció como
free lance
, por así decirlo. Confeccionó sus mensajes de toda índole con los documentos británicos con los que pudo hacerse en Lisboa.

Ridley se rió entre dientes. La forma ingeniosa con que el español había engañado a los alemanes le encantaba.

–Desgraciadamente, parte de su material imaginario dio más bien en el clavo, según descubrimos al leer los resúmenes de la Abwehr de todo lo que les mandaba a través de «Ultra». Llegado el momento, volvió con nosotros y nos ofreció sus servicios por segunda vez. Esta vez, como estoy seguro de que comprenderán, le dimos la bienvenida cual hijo pródigo.

Lanzó una mirada al coronel que dirigía la oficina.

–¿Edgar, por qué no sigues a partir de aquí?

El coronel dobló las manos por encima de su estómago y brindó una graciosa sonrisa a T. F.

–Le trajimos aquí y le pusimos bajo nuestro control con el nombre de «Garbo». Ahora bien, el hombre tiene una interesante peculiaridad. Cuando estaba en Lisboa, inventó un par de ingleses imaginarios, que se suponía que trabajaban para él como subagentes. Pensamos que se trataba de una buena idea. Por lo tanto, durante los dos últimos años hemos creado un pequeño imperio de subagentes para él, veinticuatro en total. Inevitablemente existen los correspondientes anglófobos: un nacionalista gales, un sij, un pistolero del IRA pasado al espionaje. También hay tipos venales que hacen estas cosas por dinero y que no saben que están siendo utilizados, como un sargento norteamericano al que le gusta el whisky y las mujeres, y Garbo se las ofrece, o un desaliñado secretario del Ministerio de la Guerra, que disfruta de sus hazañas como
latín lover…

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