Catherine percibió de nuevo el orgullo en su voz.
–Así, pues, tenía razón. Eres otro Saint-Exupéry.
Su amante gruñó.
–Resultaba duro volar. Con muy pocos instrumentos. La navegación era más bien un asunto de meterte entre las nubes, elegir unos hitos terrestres para imaginarte por dónde ibas: un canal, un río, una línea férrea. Lo que es una buena forma de navegar mientras exista un agujero entre las nubes. En caso contrario, es cuando te ganas de veras tu paga.
Sus pensamientos volvieron de nuevo al pasado. Volaba cada tarde desde Le Bouget hasta Lila, El Havre, Ruán, Estrasburgo, pasaba allí la noche y regresaba a la mañana siguiente. Le gustaba. Siempre había esos aeroclubes en los campos que utilizaba, gente joven que aprendía a volar, chicas bonitas atraídas por el encanto del nuevo mundo del aire, hombres jóvenes de familias ricas a los que deleitaba tener a un aviador profesional como amigo. En París, su uniforme de «Air Bleu» le permitía acudir al «Salón de Pilotos» de Le Bourget, donde se tomaba un trago con los hombres que se habían convertido en sus dioses, los pilotos internacionales de «Air France», «Imperial Airways», «Lufthansa».
Suspiró.
–Te diré una cosa; era una forma magnífica de conocer el país.
–¿Seguías volando para ellos cuando comenzó la guerra?
–Dios mío, no… Lo dejé en la primavera de 1937. La compañía «Air Bleu» quebró.
–Oh, querido… Mi pobre Saint-Exupéry… Exactamente cuando las cosas iban tan bien para ti…
–Fue lo mejor que me sucedió jamás. Conseguí un trabajo en Coulommiers, en las afueras de París, enseñando acrobacias a los pilotos de caza de la República española.
Se echó a reír.
–¡Imagínate! Nunca me había subido a un caza en toda mi vida y estaba enseñando a aquellos pobres diablos a hacer acrobacias… Luego, un día, el civil que regía el campo me llevó a París y me propuso que fuese a tomarme una copa en su piso del Boulevard Pasteur. Me contó que era coronel de la Fuerza Aérea española en misión secreta. Estaban comprando todos los aviones que podían y necesitaban pilotos para llevarlos hasta Barcelona. Sin instrumentos, sin radio, con sólo una brújula y un mapa por todo instrumento de navegación. Ni siquiera informes del tiempo, porque no querían que supiera la oficina meteorológica lo que estaba sucediendo y les hiciese demasiadas preguntas.
Catherine se quedó electrizada. La mención de la guerra civil española la hizo retroceder a unos recuerdos muy turbulentos. Sus desfiles a través de Biarritz, con sus amigos vascos, denunciando la rebelión de Franco, desafiando a su madre al efectuar colectas para la República, ocultando a simpatizantes republicanos, que entraban y salían de España, en el garaje familiar. Fue así como nació su espíritu de rebeldía. Se acercó aún más a Paul.
–De esta forma tu corazón se encontró en el lugar apropiado desde el mismo comienzo.
–¡Diablos! – estalló Paul–. Me importaban un pepino los republicanos. Me metí en aquello por dinero. Recibía 5.000 francos en metálico dentro de un sobre en el apartamento del coronel, antes de cada viaje. Transportando aviones hasta Barcelona ganaba más dinero en dos meses de lo que hubiese podido ganar en «Air Bleu» en un año. Me encantaba. Volábamos en toda clase de aviones: «Vultee», «Northrup», «Dragón Fly», «Blériot». La mitad de las veces las carlingas eran abiertas.
Catherine percibió el orgullo que se evidenciaba de nuevo en su voz, como en el tema recurrente de una sinfonía.
–No podíamos volar por encima de los Pirineos. Debíamos encontrar una forma de hacerlo a través de esas montañas. Me fascinaba…
–¡Oh, querido, Barcelona! – se lamentó Catherine–. La brillante ciudad rodeada de colinas, tan brillante, y pensar que veías todo eso como un aventurero, no como un idealista… A fin de cuentas, tal vez debí escuchar a mi madre…
–Era un lugar magnífico, debo reconocerlo. Nos alojábamos en el «Hotel Oriente», junto a las Ramblas. Me gustaba mucho pasear por las Ramblas, escuchando discutir a la gente al lado de cada quiosco de periódicos.
–¿Y también frecuentabas los cabarets de flamenco?
–A veces.
–Humm… –murmuró Catherine–, probablemente te pasabas la mitad del tiempo tocando la guitarra debajo de las ventanas de alguna señorita…
–Yo no… Nunca he sido de esos que tocan la guitarra debajo de la ventana de una damita. Me gustaba más ir al dormitorio y cantar allí…
–Sí –rió por lo bajo Catherine–, ya me he percatado de ello…
Cayó en un apático silencio durante unos momentos.
–¿Y no te gustaría volar ahora? – le preguntó.
–Eso es lo que me pidieron.
–¿Y por qué no lo hiciste?
–Esa es una de las preguntas que no debemos hacernos, ¿lo recuerdas?
–Tienes razón –suspiró la chica.
Luego emitió una risa baja y gutural.
–Realmente somos unos extraños en la noche, ¿no crees? Nos hemos visto impulsados a unirnos a causa de una incursión aérea en algún lugar del Norte. Ni siquiera conocemos nuestros verdaderos nombres, puesto que no nos permiten que los sepamos…
Medio dormido, Paul se volvió en la cama y la abrazó con ternura.
–Sé cuanto necesito saber. Eres la mujer más encantadora que jamás haya conocido.
Sus cuerpos yacían entrelazados en la cama, con una manta de lana raída por las polillas cubriendo su desnudez, aunque el calor que pudiese proporcionar resultara mínimo. La cabeza de Paul descansaba confiadamente en la curva de los hombros de Catherine. Estaba profundamente dormido. Ella estaba despierta, contemplando en silencio los cambiantes dibujos que formaba la luz lunar en el suelo, lanzando un resplandor gris sobre sus figuras. Acababa de cerrar los ojos en busca del sueño, cuando escuchó el crujido aterrador de unos neumáticos y luego el rugido del motor de un coche que reverberaba a través del callejón que se encontraba debajo de su ventana. Su cuerpo se tensó: se oyó un repentino estrépito de frenos rechinantes, el metálico golpeteo de las portezuelas del coche, el sonido de unos pies que corrían y una voz que gritaba:
–
Deutsche Polizei aufmachen
!
A continuación el golpe de unos puños contra una puerta de madera.
Paul se sentó de un salto. Catherine había estado a punto de gritar, pero ahogó el grito en su garganta. Se agarró a Paul.
–¿Qué pasa?
–La Gestapo.
Se puso en pie y corrió hacia la ventana.
Con su cuerpo desnudo tan tenso como un muelle, miró hacia el callejón de abajo. Catherine buscó tontamente por la habitación, recogiendo sus ropas del suelo, preguntándose cómo podrían escapar del hotel. Dirigió la mirada hacia Paul. A la luz de la luna, la tensión pareció fluir de pronto desde su cuerpo como el aire que se escapa de un globo infantil al desinflarse. Le hizo un ademán. Se precipitó a su lado y también miró.
La incursión era en el edificio que se encontraba al otro lado de la calle.
Con las manos temblorosas aferradas a la falda que había recogido del suelo, Catherine se dejó caer aliviada en brazos de Paul. En el callejón, exactamente debajo de su ventana, habían dos «Citroen» negros, con el motor en marcha, las portezuelas abiertas. Media docena de hombres con largos abrigos de cuero se movían por allí. Un rayo de luz salió de la puerta abierta de un edificio al otro lado del callejón, exactamente a su izquierda. Desde el interior pudieron escuchar con claridad el ruido de muebles destrozados, hombres que gritaban y pasos retumbando en una escalera de madera.
Catherine escudriñó la fachada del edificio que se hallaba inmediatamente enfrente al suyo. En media docena de las ventanas pudo ver figuras oscuras que observaban con un terror silencioso la escena que se desarrollaba en el callejón, caras goyescas distorsionadas por el miedo y por la luz desigual de la luna. Las demás ventanas aparecían cerradas a cal y canto; sin embargo, presentía las figuras allí detrás, también unidas a ella, a Paul, a aquellos vecinos desconocidos e invisibles que compartían el miedo y la impotencia. De repente un hombre, vestido sólo con la parte superior del pijama y con las manos esposadas a la espalda, fue medio empujado, medio arrojado desde el umbral iluminado hacia la noche. Una de las figuras con abrigo de cuero dio un paso hacia delante. Propinó una terrible patada en los descubiertos genitales del hombre. Su grito resultó tan penetrante, tan perforador, que Catherine creyó que vibraban los cristales de su ventana.
–
Wir haben sie…
–dijo triunfalmente una voz gutural.
Tanto Catherine como Paul se esforzaron sin éxito por captar el nombre del prisionero, cuando éste fue arrojado de cabeza al asiento trasero del coche que se encontraba delante.
–¡Pobre tipo! – susurró Paul–. Si supiera lo que le tienen reservado…
Tembló levemente y el brazo de Catherine aumentó la presión en torno a su cintura.
–Tengo que sacarte de aquí mañana. Pueden presentarse haciendo preguntas, tratando de averiguar si trabajaba con alguien de la vecindad.
Temblando aún levemente, Catherine y Paul regresaron a la cama unidos. Allí se abrazaron con fuerza, como chiquillos asustados en una tormenta, con sus cuerpos temblorosos entrelazados en un esfuerzo por proporcionarse el calor y la seguridad que tan desesperadamente necesitaban. Permanecieron de aquel modo durante casi una hora, sin dormir ni hablar. Luego, cuando el primer gris pálido fue penetrando en la oscuridad, hicieron el amor de nuevo, esta vez en una profunda comunión del todo diferente a cualquier cosa que hubiesen conocido antes.
Hartford, Connecticut
A la otra orilla del océano Atlántico, el comandante Thomas Francis O'Neill 111, T. F. para sus amigos, se encontraba aquella misma mañana de marzo, preparándose para ir a la guerra. Era el comandante más joven en la rama más joven del Ejército de Estados Unidos, la Oficina de los Servicios Estratégicos
(Office of Strategic Services, OSS)
. Sin embargo, nada en su forma de obrar sugería ni remotamente la afiliación de T. F. ni con el Ejército de Estados Unidos ni con su recién creado servicio de espionaje. Como había estado haciendo durante tantas mañanas como su mente de tremta y un años podía recordar, T. F. desayunaba en la penumbra de paneles de caoba del comedor principal de la mansión de su abuelo en Prospect Avenue. Su sitio y el de su abuelo, como siempre, se encontraban en los lados opuestos de la larga mesa, cada lugar brillando con la cristalería Waterford y la plata georgiana. Un ramo de rosas amarillas recién traídas del invernadero familiar adornaban el centro de la mesa y un ejemplar del
Hartford Courant
, plegado y abierto por las últimas cotizaciones de la Bolsa de Nueva York, descansaba en el atril ante la taza de café de su abuelo.
Así, todo era exactamente como debía ser, acorde con el hecho de que como siempre, su abuelo llegaba tarde. Pero no existía la posibilidad de que T. F. comenzase sin él. Debía irse a la guerra después del desayuno pero no imaginaba siquiera la posibilidad de empezar sus huevos revueltos antes de que el patriarca –que le educara desde el día de su nacimiento– hubiera ocupado su lugar a la cabecera de la mesa.
–¿Nos vamos a Inglaterra? – preguntó mordazmente Clancy, el mayordomo de su abuelo, desde su posición de centinela, junto al muchacho manteniendo la guardia sobre las bandejas de huevos revueltos, salchichas, una gran jarra de jugo exprimido de naranja y la burbujeante cafetera.
–Seguro que querrás visitar a esos tipos.
Al igual que la mayoría de los criados de su abuelo, Clancy procedía de una reserva al parecer inagotable de primos, sobrinos y sobrinas que vivían en el miserable pueblo de Carrick on Shannon, de donde había emigrado el abuelo O'Neill a Estados Unidos en 1885 y a donde enviaba periódicamente citaciones para una nueva hornada de cocineros, criadas, jardineros o chóferes. Clancy, cuya empobrecida juventud estuvo poblada de leyendas sobre aquellos intrépidos hombres fenianos, nunca había sido una persona que se enorgulleciera de los ingleses.
T. F. se echó a reír. Podía recordar muy bien aquellas largas horas de su infancia pasadas a los pies de Clancy, escuchándole tararear
Kevin Barry, Who dares to speak of Easter week, The west awake
, mientras el mayordomo pulía la plata de su padre.
–Verás, Clancy, los ingleses no son tan malos como tú los ves. He estado trabajando últimamente en Washington con algunos de ellos.
–Seguro que tienes razón, Tommy –gruñó taciturno Clancy–. Son peores.
–¡Vaya opinión!
Era su abuelo, que entraba en la estancia con todo el aplomo de los políticos irlandeses al llegar a un velatorio. Avanzó hacia la mesa, agarró a su nieto por los hombros y se inclinó para poder mirar su rostro con satisfacción.
–Seguro que nos hará sentir orgullosos a todos, ¿no te parece, Clancy?
Dio un cariñoso pellizco en las mejillas de T. F. y, sin dejar la menor pausa para una réplica a su pregunta, que como casi siempre resultaba retórica, ordenó:
–Cuidado con los huevos esta mañana. Aún está cerca la indigestión de anoche.
Con el mismo paso decidido con que había entrado en la habitación, se dirigió a su sitio, se quitó las gafas y se dedicó al periódico. El joven a quien amaba más que nadie en el mundo se iría a la guerra al cabo de muy pocas horas, pero eso no retrasaría la contemplación ritual de las tablas de la Bolsa con la que Tom O'Neill había hecho su inmensa fortuna, que ahora iba aumentando sólidamente.
–Las empresas de aviación suben un punto –observó aprobadoramente.
Con una presciencia característica, el anciano había visto aproximarse la guerra en 1937 y compró millares de acciones de «Pratt Whitney» aún muy cerca de su punto más bajo de la depresión. La perspicacia de aquella decisión constituía una leyenda en Hartford, Connecticut. El viejo Tom O'Neill era un patriarca reconocido del Hartford irlandés, una ciudad cuyo destino le había condenado cuando la miseria que le impulsara al Nuevo Mundo le llevó a Hartford, a medio camino entre Nueva York, donde había desembarcado, y Boston, adonde fue destinado.
La clave de su éxito en el Nuevo Mundo se debía a su educación, o más bien a su casi total carencia de ella, en la iglesia parroquial de Carríck on Shannon. Su tutor había sido un bienintencionado pero iletrado sacerdote que le enseñó a Tom la única cosa que sabía: escribir. En alguna parte de las brumas de los antepasados del cura debió haber un viejo monje de aquellos que iluminaban las páginas doradas del
Libro de Kells
, puesto que enseñó a Tom a escribir con una letra que, sencillamente, parecía flotar a través de la página. Constituía un don precioso para un muchacho de sólo catorce años en Hartford, cuando la ciudad comenzaba a emerger como capital de los seguros del país. Todas las pólizas de seguros de aquella época debían escribirse a mano, y la caligrafía de Tom le hizo conseguir un trabajo como amanuense de Morgan B. Bulkeley, el barbudo patriarca yanqui presidente de la «Aetna». A Tom le asignaron un rincón del despacho de Bulkeley, donde aguardaba los regulares rayos verbales que le convocaban para llevar a cabo los términos de una póliza importante de la empresa. También mantuvo bien abiertos sus oídos juveniles hacia las discusiones de su patrono, relacionadas con sus manipulaciones especulativas de la Bolsa. Con cada centavo que pudo pedir, tomar prestado o ahorrar, Tom acudía a la Bolsa en persecución de aquellas informaciones inintencionadas de su patrono. Cuando cumplió los treinta y cinco años era el mayor accionista individual de la «Aetna Life», con una participación que superaba la de Bulkeley. Tuvo que dedicar el resto de su vida al sólido aumento de su fortuna.