—[No le gustará] —dijo secamente la señora Rodríguez—. [Es esa chica puta. Carlotta.]
—Jesús, ¿y ahora qué? —dijo Laura. Cogió a la niña, que no dejaba de agitarse con los ojos muy abiertos, y la llevó al salón. Carlotta estaba sentada en el sofá; había traído un cesto de mimbre lleno de comida.
—Algo para morder —anunció, señalándolo alegremente.
—Estupendo —dijo Laura—. ¿Cómo está, Carlotta?
—Estupenda —dijo Carlotta, rebosante de alegría—. ¡Bienvenidos a Granada! Este lugar es estupendo. Acababa de decírselo a él.
—Carlotta será nuestro enlace hoy —dijo David.
—No me importa, puesto que Sticky está muy atareado —dijo Carlotta—. Además, conozco la isla, así que puedo darles una vuelta. ¿Quiere un poco de zumo de papaya, Laura?
—De acuerdo —dijo Laura. Se sentó en el otro sillón, sintiéndose intranquila, deseando echar a correr por la playa. Pero no había la menor posibilidad de eso, no aquí. Mantuvo en equilibrio a Loretta sobre su rodilla—. ¿Así que el Banco confía en usted para que nos muestre el lugar?
—Estoy conectada en audio —dijo Carlotta, sirviendo el zumo. Un ligero par de auriculares rodeaban su cuello, y el cable descendía hasta un teléfono en su cinturón adornado con tachas. Llevaba un top de algodón de manga corta, con un palmo de desnudo y pecoso estómago entre él y su minifalda de cuero—. Hay que ir con un poco de cuidado con la comida por aquí. Han traído algunos
houngans
a esta isla que realmente pueden joderte.
—¿Houngans? —dijo David—. ¿Se refiere a esa gente que diseña drogas?
—Sí, ellos. ¡Aquí obtienen venenos vudú que pueden hacer cosas a sus tipos que yo no le haría a un Jefe de Personal del Pentágono! Embarcan a esos doctores locos hasta aquí, biotecs de alta reputación, y hacen con ellos no sé qué especie de híbridos con ese viejo veneno del pez globo de los dueños de los zombis, ¡y salen de ello tan mansos como un perro apaleado! —Pasó a Laura un vaso de zumo—. ¡Si yo estuviera en Singapur en estos momentos, sería una imagen venerada!
Laura miró inquieta su vaso.
—Oh, está usted segura y bien conmigo —dijo Carlotta—. Yo misma me traje todo esto directamente del mercado.
—Gracias, eso fue muy considerado —dijo David.
—¡Bueno, nosotros los texanos tenemos que mantenernos unidos! —Carlotta tendió la mano hacia el cesto—. Pueden probar también algunos de esos pequeños tamales, «pasteles» los llaman aquí. Son como pequeños currys en forma de pastelillos. Comida india. India oriental, quiero decir; acabaron con todos los indios nativos hace ya mucho tiempo.
—[¡No lo coma!] —protestó la señora Rodríguez. Laura la ignoró.
—Están buenos —dijo, mientras masticaba.
—Hace años los arrojaron a todos por la Punta Sauteur, la Punta del Saltador quiere decir —explicó Carlotta a David—. A los indios caribeños. Sabían que los colonos de Granada los tenían fichados, así que todos saltaron por el acantilado al mar, juntos, y murieron. Allí es donde vamos hoy…, a la Punta Sauteur. Tengo un coche fuera.
Después del desayuno subieron al coche de Carlotta. Era una versión más grande del triciclo brasileño, con una especie de manillar para conducción manual.
—Me gusta conducir manualmente —confesó Carlotta mientras subían—. La velocidad, ésa era la gran emoción premilenio. —Hizo sonar alegremente el claxon pulsando un botón con el pulgar mientras pasaban junto a los guardias en la puerta. Los guardias saludaron con la mano; parecían conocerla. Carlotta aceleró el motor, escupiendo gravilla a los lados del camino, hasta que llegaron a la carretera.
—¿Crees que es seguro dejar a los esclavos de la casa con nuestras cosas? —preguntó Laura a David.
David se encogió de hombros.
—Los desperté y los puse a trabajar. Rita está podando los rosales, Jimmy limpia la piscina, y Rajiv está desmontando la bomba de la fuente para ver si puede repararla.
Laura se echó a reír.
David hizo crujir sus nudillos, con los ojos nublados por la anticipación.
—Cuando volvamos, podemos hacer algo nosotros mismos.
—¿Quieres trabajar en la casa?
David pareció sorprendido.
—¿Un lugar tan enorme como ése? ¡Demonios, sí! ¡No podemos dejar que se pudra!
La carretera estaba más concurrida durante el día, llena de viejos y oxidados Toyotas y Datsuns. Los coches pasaban como podían por el cuello de botella de unas obras, donde un equipo de pico y pala estaba matando el tiempo, sentado a la sombra de su apisonadora. El equipo miró sonriendo a Carlotta cuando el triciclo pasó por su lado.
—¡Hey, cachoooonda! —gritó uno de ellos, agitando la mano.
De pronto, un camión militar cubierto con una lona apareció desde el norte. El equipo cogió sus picos y sus palas y se puso a trabajar. El camión pasó retumbando junto a ellos por el arcén…, iba lleno de milicianos de aspecto aburrido.
Un kilómetro más adelante pasaron una ciudad llamada Grand Roy.
—Vivo en la Iglesia de aquí —dijo Carlotta, agitando el brazo mientras el motor traqueteaba alocadamente—. Es un pequeño y hermoso templo, todo chicas del lugar, tienen ideas curiosas acerca de la Diosa pero nos llevamos bien.
Campos de caña, huertos de nuez moscada, montañas azules hacia el oeste cuyos picos volcánicos cortaban un oleaje de nubes. Pasaron otras dos ciudades, más grandes: Gouyave, Victoria. Aceras atestadas de mujeres negras con chillones trajes estampados tropicales, unas cuantas mujeres con saris indios; los grupos étnicos no parecían mezclarse demasiado. No se veían muchos niños, pero sí montones de milicianos vestidos de caqui. En Victoria pasaron junto a un bazar, donde una extraña música sincopada brotaba de unos altavoces instalados a la altura del pecho y cuyos propietarios estaban sentados detrás de mesas de aglomerado donde se apilaban altos montones de cintas y vídeos. Los tenderetes se alternaban con vendedores de cocos y viejos que tiraban de carritos de helados. Muy arriba en las paredes, más allá del alcance de las pintadas, antiguos pósters sobre el SIDA advertían contra los actos sexuales desviados en una rígida y precisa prosa sanitaria.
Pasado Victoria giraron hacia el oeste, siguiendo la linea de la costa hasta la punta norte de la isla. El terreno empezó a elevarse.
Rojas grúas de carga delineaban el horizonte sobre la Punta Sauteur, como esqueléticas filigranas tendidas hacia el cielo. Laura pensó de nuevo en las rojas torres de radio con sus fantasmagóricas luces ascendentes… Tendió la mano hacia David. Este se la apretó y le sonrió por debajo de las gafas; pero ella no pudo ver sus ojos.
Luego estuvieron en la colina, y de pronto pudieron verlo todo. Un enorme complejo marítimo que se extendía mar adentro, como la versión de acero de Venecia de un magnate, todo agudos ángulos metálicos y entramados verticales y verdosa agua cruzada por cables flotantes… Largos espigones protectores de enormes peñascos blancos, tendiéndose a lo largo de kilómetros hacia el norte, con la espuma saltando aquí y allá por encima de ellos en toda su longitud, las aguas interiores apaciguadas por campos de boyas rompeolas anaranjadas…
—Señora Rodríguez —dijo David calmadamente—. Necesitamos un tec oceanógrafo online. Comuníqueselo a Atlanta.
—[De acuerdo, David. Inmediatamente.]Laura contó treinta instalaciones de gran envergadura mar adentro. Estaban llenas de gente. La mayor parte eran viejas instalaciones perforadoras petrolíferas, con sus cenceñas patas alzadas veinte pisos por encima del agua y sus bases de cinco pisos de altura alzándose imponentes sobre la superficie del mar. Gigantes marcianos, con sus rodillas rodeadas por muelles de carga y pequeñas barcazas amarradas. La luz tropical de Granada brillaba a intervalos en las cabinas dormitorio de aluminio del tamaño y forma de casas móviles, con el aspecto de juguetes sobre las plataformas.
Un par de redondas y enormes CETOs resoplaban plácidamente, sorbiendo cálida agua del mar para alimentar sus calderos de amoníaco. Nidos en forma de pulpo de flotantes cables conducían de las estaciones de energía a instalaciones amontonadas con marañas de dispositivos hidráulicos verdes y amarillos.
Se salieron de la carretera. Carlotta señaló:
—¡Aquí es donde saltaron! —Los acantilados de Punta Sauteur tenían sólo doce metros de altura, pero el aspecto de las rocas de abajo era más bien desagradable. Hubieran tenido un aspecto más romántico con rompientes llenas de espuma, pero los espigones y los rompeolas habían convertido aquel rincón de mar en una sopa color lodo que hervía a fuego lento—. En un día despejado puede verse Carriacou desde los acantilados —dijo Carlotta—. Hay un montón de instalaciones sorprendentes en esa pequeña isla…, también forma parte de Granada.
Aparcó el triciclo en una franja de gravilla blanca al lado de un dique seco. Dentro del dique seco, el arco blancoazulado de los soldadores escupía brillantes chispas. Salieron del vehículo.
Una ligera brisa marina soplaba de mar abierto, arrastrando un olor a amoníaco y urea. Carlotta echó los brazos hacia atrás e inhaló profundamente.
—Fertilizante para plantas —dijo—. Como en los viejos días en la costa del golfo, ¿eh?
—Mi abuelo solía trabajar en ellas —dijo David—. En los viejos complejos de las refinerías…, ¿los recuerda, Carlotta?
—¿Recordarlos?
—Se echó a reír—. Son
ésos,
apostaría cualquier cosa. Trajeron toda esa basura tec barata hasta aquí…, la compraron allá donde había sido abandonada. —Apretó con la mano sus auriculares y escuchó—. Andrei está esperando…, él puede explicárselo todo. Vamos.
Caminaron bajo las sombras de gigantescas grúas, subiendo los peldaños de piedra caliza de un dique, hacia el mar. Un hombre rubio muy bronceado permanecía sentado sobre el muelle de piedra, bebiendo café con un par de estibadores. Los tres llevaban blusas sueltas de algodón, tejanos con muchos bolsillos, sombreros rígidos y zapatos con punteras de acero.
—Al fin, ahí están —dijo el hombre rubio al tiempo que se levantaba—. Hola, Carlotta. Hola, señor y señora Webster. Y ésta debe ser su hija. Una pollita encantadora. —Le dio un golpecito amistoso en la nariz con un dedo manchado de grasa. La niña gorgoteó y le ofreció su mejor sonrisa desdentada—. Me llamo Andrei Tarkovski —dijo el técnico—. De Polonia. —Miró sus sucias manos, como disculpándose—. Perdónenme por no darles la mano.
—Está bien —dijo David.
—Me han pedido que les muestre algo de lo que hacemos aquí. —Hizo un gesto hacia el extremo del malecón—. Tengo un bote preparado.
El bote era una embarcación de fondo plano con una proa roma y un motor fuera borda a chorro de agua Andrei les tendió unos chalecos salvavidas, incluido uno pequeño para la niña. Se los pusieron. Loretta. sorprendentemente, se estaba tomando todo aquello con gran regocijo. Bajaron por una corta escalerilla al bote.
David se sentó a popa. Laura y la niña ocuparon la proa, mirando hacia atrás, sentadas sobre un banco de remero acolchado. Carlotta se acomodó en el fondo del bote. Andrei puso en marcha el motor. Avanzaron por la lodosa agua.
David se volvió hacia Andrei y dijo algo acerca de unidades de destilación catalítica. En aquel momento una nueva voz brotó online:
—[Hola, Rizome-Granada, aquí Eric King en San Diego… ¿Puede echarme otra mirada a esa unidad de desalación…? No. usted. Laura: mire hacia esa gran cosa amarilla…]
—Yo me hago cargo —dijo Laura a David, llevándosela mano al oído—. Eric, ¿dónde es que quiere que mire?
—[A su izquierda…, ajá. Huau, no había visto una cosa así en veinte años… ¿Puede darme una panorámica lenta de derecha a izquierda…? Ajá, estupendo.] —Guardó silencio mientras Laura escrutaba el horizonte.
Andrei y David estaban ya discutiendo.
—Sí, pero ustedes pagan por sus alimentos —le decía Andrei a David, apasionadamente—. Aquí tenemos energía de las corrientes térmicas del océano —hizo un gesto hacia el resoplante CETO—, que es gratis. El amoníaco es NH
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. Nitrógeno del aire, que es gratis. Hidrógeno del agua del mar, que es gratis. Todo el coste es el capital de inversión.
—[Sí, y el mantenimiento] —dijo hoscamente Eric King.
—Sí, y el mantenimiento —dijo Laura en voz alta.
—Eso no es problema, con los modernos polímeros —dijo tranquilamente Andrei—. Resinas inertes…, pintamos con ellas…, reducen la corrosión casi a la nada. Tendrían que estar ustedes familiarizados con ello.
—Resulta caro —dijo David.
—No para nosotros —respondió Andrei—. Nosotros las fabricamos.
Los guió por debajo de una instalación provisional. Cuando cruzaron la afilada demarcación de su sombra, Andrei apagó el motor. Avanzaron a la deriva; el plano suelo de la instalación, de casi una hectárea de superficie, atestada de barrocas tuberías, se alzaba seis metros por encima de la oscura agua. En un muelle flotante al nivel del mar, un impasible estibador les miraba fríamente, con su rostro enmarcado por unos auriculares.
Andrei les guió hasta una de las cuatro patas de la instalación. Laura pudo ver el brillo de la espesa pintura de polímeros en las grandes tuberías y viguetas. No había percebes adheridos en la línea del agua. Ni algas, oí légamo. Nada crecía sobre aquella estructura. Era tan lisa como el hielo.
David se volvió a Andrei y agitó animadamente la mano. Carlotta se reclinó en el fondo del bote y dejó colgar sus pies por encima de la borda, sonriendo hacía el fondo de la instalación.
—[Querría mencionar que mi hermano, Michael King, estuvo en su Albergue el año pasado] —dijo King online—. [Me habló muy bien de él.}
—Gracias, es bueno saberlo —dijo Laura al aire. David estaba hablando con Andrei, algo acerca de envenenamiento por cobre e insecticidas incrustados. Ignoró a King, bajando el volumen de su auricular.
—[He estado siguiendo este asunto de Granada. Bajo las terribles circunstancias, lo están haciendo ustedes muy bien.]
—Apreciamos su apoyo y su solidaridad, Eric.
—[Mi esposa está de acuerdo conmigo sobre eso…, aunque ella piensa que el Comité hubiera podido hacerlo mejor… Ustedes apoyan a los indonesios, ¿verdad? ¿Suvendra?]
Laura hizo una pausa. No había pensado en las elecciones del Comité últimamente. Emily apoyaba a Suvendra.
—Sí, es cierto.
—[¿Qué hay acerca de Pereira?]
—Me gusta Pereira, pero no estoy segura de que sea la persona adecuada —dijo Laura. Carlotta sonrió al verla murmurar como una idiota al aire, a una presencia invisible. Esquizoide. Laura frunció el ceño. Demasiado input a la vez. Con ojos y oídos conectados a realidades separadas, su cerebro se sentía dividido sobre costuras invisibles, todo se volvía ligeramente cerúleo e irreal. La Red la estaba quemando.