Ariosto había notado un objeto duro en uno de los bolsillos de Galán. Rebuscó bajo el agua y lo sacó. A pesar de la oscuridad, reconoció una granada de sonido. La explosión paralizaba a quien estuviera cerca con los oídos desprotegidos. No perdía nada con asegurarse. Se acercó de lado a la escalera y se pegó al muro. Quitó el seguro de la granada y contó hasta tres, lanzándola con todas sus fuerzas por el hueco hacia la parte superior.
Colocando el cuerpo de Galán sobre su espalda, se tapó los oídos.
***
Padilla había oído llegar a su perseguidor, a pesar de los esfuerzos de éste por ser silencioso. Esperaba acostado sobre el suelo, con el cañón del arma apoyado en el borde del último peldaño. Aquel tipo no tenía escapatoria.
Déjate ver, capullo
, pensó. Pero no subió nadie. Sólo escuchó como una piedra volaba por encima de él y rebotaba contra la pared, a su espalda. ¿Le estaba tirando piedras? Tal vez fuera una burda treta para saber si disparaba con esa provocación.
¡Qué imbécil!
Volvió a colocarse en posición. Si algo le sobraba era paciencia.
Esperó unos segundos. Nada. Qué extraño.
Miró hacia el lugar donde había caído la piedra. Enfocó la vista a la distancia del objeto. No era una piedra. El cerebro reaccionó instantáneamente cuando procesó la información. Padilla soltó el arma y sus dedos se dirigieron a sus oídos. Llegaron una centésima de segundo tarde a su destino.
***
El estampido taladró el aire a pesar de la distancia. Ariosto quedó sordo momentáneamente, a pesar de su protección. Se recuperó en un segundo y comenzó a subir la escalera con Galán sobre sus hombros.
***
Padilla estaba mareado. Aunque se había tapado los oídos, la fuerza del sonido lo había llevado casi al desvanecimiento. Se levantó a duras penas, tambaleándose. Tomó el arma y los tubos de acero y enfiló por el pasillo hacia la luz. Estaba tan desorientado que no percibió que uno se había caído al suelo.
***
Ariosto llegó al último escalón con las fuerzas agotadas. No había nadie allí. Se dejó caer de rodillas y depositó a Galán en el suelo seco. Le pareció una eternidad el tiempo que había estado en el agua. Jadeó durante medio minuto antes de mirar a su alrededor. Examinó la herida de Galán. No tenía buen aspecto. Se quitó la camisa y la rasgó en tiras, haciendo con ellas vendas para contener la hemorragia de la espalda y el brazo del policía.
Estaba helado y no tenía nada que ponerse. El fugitivo no estaba allí, pero había estado poco antes, comprobó al observar uno de los tubos caído al comienzo del pasillo y las huellas húmedas en el suelo. Sacudió la pistola para sacarle el agua y se enfrentó, sin pensarlo ni un segundo, al oscuro pasadizo.
***
Los efectos de la bomba sónica iban desapareciendo a cada minuto que pasaba. Padilla consiguió orientarse. Al final del pasillo desembocó en una sala repleta de calaveras que le miraban burlonas. Pensó que se trataba de un desvarío mental, un delirio provocado por el frío. Tardó apenas un minuto en darse cuenta de que se trataba de un osario. Al fondo descubrió una escalera por la que entraba un chorro de luz y aire fresco. Una salida. Un grito de triunfo surgió de su garganta. Aquello era el final de aquel mal día. Sin embargo, no podía estar tranquilo si sabía que tenía a alguien persiguiéndolo. Dejó los tubos al pie de la escalera y se sentó en el primer escalón, apuntando con la MP5K al corredor. Esperaría unos minutos para acabar con su perseguidor. Esta vez no se dejaría sorprender.
***
Ariosto cruzó los mismos pasadizos que el escurridizo fugitivo. Llegó al pasillo final, que daba a una estancia más grande. Al fondo había luz. Se detuvo en la sombra más profunda a fin de no delatar su presencia. Examinó el paisaje vertical que las paredes le permitían ver. Un haz de luz diagonal provenía de la derecha. En el suelo, el reflejo de su impoluta blancura se veía oscurecida por la silueta de un ser humano sentado en algún lugar que quedaba fuera de su vista.
Le estaba esperando.
Ariosto tomó la decisión en medio segundo. Arrojó con las escasas fuerzas que le quedaban el tubo de acero que había recogido al centro de la estancia, buscando que el criminal se distrajera un instante. A continuación salió corriendo hacia el refugio de una gran losa vertical de piedra apoyada sobre una de las paredes, a su izquierda. Disparó al bulto tres veces mientras corría. La ráfaga de la MP5K rebotó en su improvisado escudo pétreo inmediatamente después de ocultarse tras él. Varias esquirlas de piedra cayeron sobre sus desnudos hombros.
Ariosto se preparó para escuchar un minuto de petardeo, pero éste sólo duró siete segundos. Extrañado, se aventuró a mirar por un lado. El hombre se afanaba en desencasquillar el arma.
Balas mojadas
, pensó Ariosto. Salió de su escondite y lo apuntó con la pistola. El ladrón le arrojó el subfusil, que su contrincante esquivó con facilidad. Sacó a continuación una navaja de grandes dimensiones. Ariosto apuntó a una de las piernas del hombre y apretó el gatillo. Un ridículo clic dejó en evidencia a su portador. El tipo cogió rápidamente los tubos que tenía a mano y comenzó a subir las escaleras.
—Hasta nunca, imbécil —dijo, mirándole con desprecio.
El fugitivo desapareció de su vista y medio segundo después Ariosto oyó un golpe que sonó a hueco, como cuando se revienta un melón. El cuerpo desmadejado del hombre cayó rodando por las escaleras, arrastrando los tubos de acero con él. Quedó quieto en su base, en una postura extraña. Ariosto se acercó asombrado. Un solo vistazo bastó para confirmar que el tipo no se movería. Una sombra se proyectó sobre él desde lo alto de la escalera. Miró hacia arriba. Una figura a contraluz, que portaba en su mano un candelabro de bronce adornado con querubines alados con su base abollada, préstamo momentáneo de un retablo vecino, se agachó sonriendo.
—El doctor Ariosto, supongo.
***
—¡Marta! ¡Qué alegría verla! —Ariosto estaba asombrado y confundido—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—No se olvide de mi máster acelerado en galerías subterráneas en clases nocturnas —respondió la arqueóloga.
El momento de júbilo dio paso al de preocupación. La expresión de Ariosto mostró su desasosiego.
—¡Pronto! Galán está malherido allá abajo. Hay que sacarlo y que lo vea un médico.
A Marta se le encogió el corazón. Bajó los escalones de dos en dos y corrió tras Ariosto por los pasadizos del osario. Encontraron a Galán tendido en el suelo, tal como lo había dejado Ariosto. Marta se agachó y le levantó la cabeza con delicadeza.
—Déjeme, sé algo de primeros auxilios, —aseguró la arqueóloga.
Intentó tomarle el pulso, pero su nerviosismo le impedía concentrarse. Volvió de lado al policía para comprobar si tenía agua en los pulmones. Galán soltó un chorro por la boca. Marta lo colocó boca arriba y comenzó a practicarle la respiración boca a boca. Tras medio minuto de incertidumbre, notó que el policía reaccionaba. Un poco más animada, continuó con las insuflaciones. Galán entreabrió los ojos, tosió varias veces, y fue incorporándose un poco. Con lo que parecía un gran esfuerzo, dijo algo. Marta se apartó, sorprendida.
Ariosto no había logrado escuchar la frase.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, ansioso.
Marta se volvió. Tenía las mejillas sonrosadas.
—Ha dicho «dame otro».
Y acto seguido se acercó con suavidad y regaló un cálido beso en los labios de Galán. Este revivió como por encanto, abriendo los ojos.
—Debo estar en la gloria. Nunca pensé que los ángeles fueran tan bellos —dijo, con voz cansada.
—Ya basta por hoy, tortolitos —interrumpió Ariosto—. Démonos prisa en salir de aquí —Ariosto les sonrió—, les recuerdo que tengo mesa reservada en el Casino para dentro de una hora.
Tres semanas después.
Sandra Clavijo retiró la silla metálica y sentó en una mesa de la terraza del
Orche
. Marta, Galán y Ariosto llevaban un rato esperándola con una cerveza y la saludaron efusivamente. Habían quedado para comer en el Casino de Santa Cruz.
—Señorita Clavijo, celebro que haya podido venir —comentó Ariosto, visiblemente encantado.
—Luis, ¿cuándo va a dejar de llamarme así? —respondió la periodista, sonriendo—. Llámeme Sandra, por favor.
Pidieron otra cerveza para la recién llegada, mientras ésta terminaba de acomodarse.
—Quería felicitarte personalmente, Antonio —dijo Sandra—. ¡La medalla de oro al mérito policial, y con distintivo rojo, nada menos!
—Por nada, Sandra —dijo el policía, todavía convaleciente—. Te pinchan con una agujita y te hacen un héroe. Lo que más me alegra es que también se la han concedido a los compañeros de la brigada.
—¿Qué tal se encuentran Mandillo y Méndez? —preguntó Ariosto.
—Están fuera de peligro y recuperándose, afortunadamente. La decisión de sacarlos del agua cuanto antes les salvó la vida. A Mandillo no le quedan palabras de agradecimiento hacia ustedes dos —dijo, señalando con el mentón a Marta y Sandra.
—No tiene tanta importancia —dijo Sandra—, en el agua no pesaba mucho, y al sacarlo fuera de los túneles cargaron con él los compañeros de las Fuerzas Especiales. Menos mal que dejó de llover poco antes y los túneles no se inundaron por completo.
—Por cierto —replicó Galán—, tengo entendido que te han nombrado redactora. ¡La primera con menos de veinticinco años en toda la historia del rotativo!
—No te creas que las tengo todas conmigo —respondió Sandra—. En esos días se duplicó la tirada, pero cualquier día me mandan de nuevo a la calle a cubrir los cortes de cinta de los políticos.
—Otro motivo de felicitación —apuntó Galán—, tiene que ver con Marta ya que, a instancias suyas, el Gobierno de Canarias, el Cabildo y el Ayuntamiento de La Laguna van a organizar, bajo su dirección, una prospección sistemática de la red de canales subterráneos de la ciudad, algo impensable hace un par de meses. Tal vez, en un futuro próximo, se convierta en un atractivo turístico más de la Isla.
—Sin pecar de falsa modestia —dijo Ariosto—, he de confesar que de todo este asunto también he salido beneficiado. He sido ascendido oficialmente, por parte de mis dos tías, por una vez unánimes en su parecer, a chico de los recados. ¡He dejado de ser el último mono para ellas!
***
Orlando, el dueño de la cafetería, le trajo personalmente la cerveza a Sandra, acompañada de un platito de aceitunas.
—¿Quieren algo más?
—Otra ronda para el caballero y para mí —indicó Galán—, hoy hace un calor tremendo, y no he probado la cerveza desde el día de los túneles.
—Me he preguntado varias veces qué se ha hecho de las pinturas de los Machado —preguntó Ariosto—, ¿sabe algo, Antonio?
—Han sido depositadas de momento en el edificio del TEA, ya saben, donde se expone pintura moderna, a la espera de asignarles un lugar definitivo. No es nada usual ver cuadros de Rubens, Van Eyck o Tintoretto en Tenerife. Por lo que sé, se quedarán en la Isla. Así lo querrían sus propietarios.
—A propósito —dijo Marta—, ¿qué fue de los auténticos Machado?
—Como me temía —respondió Galán—, encontraron los cuerpos en su vivienda de Nueva York. Aún así, hicieron un gran servicio después de muertos. En sus testamentos donaban toda su colección de obras de arte, y el resto de su fortuna personal, al pueblo de Canarias. Los políticos ya están pensando en construir un museo espectacular.
—¿Qué ocurrió con el ladrón de las pinturas? El de la metralleta. —preguntó Marta, preocupada.
—Le hiciste un buen chichón —dijo Galán, riendo—. Se está recuperando en la cárcel, de donde no va a salir en mucho tiempo. Dos asesinatos y robo con fuerza en las cosas, más atentado contra la autoridad en España, son cargos muy serios. Ya hay una solicitud de extradición del gobierno de Estados Unidos.
—Hablando del chichón —terció Ariosto—, el padre Damián me ha encargado la reparación del angelito de bronce. Marta, no tendré más remedio que pasarle la factura a usted.
—¿No podría comprarle otro y quedarme yo con ése? Le tengo un cariño especial.
—Me temo que no, son piezas únicas, y muy antiguas por cierto.
—Siguiendo con las cosas antiguas —intervino Sandra—, Ariosto, ¿nos puede decir ya de dónde sacó la famosa carta del 23 de mayo?
—¡Ah! Sandra, espero que comprenda que hay fuentes que no se pueden revelar. Para su tranquilidad, le aseguro que el original se encuentra donde debe estar, y no pretendo ser enigmático. No tema, algún día se lo contaré, lo prometo.