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Galán había chocado inesperadamente con un obstáculo en la oscuridad. Se puso en pie sólo para notar como un filo cortante se enganchaba en su chaleco antibalas. Su instinto le avisó de que era el estilete. Agarró el brazo del agresor e intentó doblarlo. Recibió un puñetazo en la sien que le separó de su atacante. Decidió bucear hacia atrás mientras sentía a su alrededor cómo, a través del agua, lo buscaba la punta del pincho. Sacó la cabeza del agua tres metros más allá. Intuyó la sombra de su agresor, que se dirigía al túnel de la derecha. Había abandonado su presa. Por un momento dudó. ¿Debía seguir al portador del estilete, con toda seguridad el asesino de los días anteriores, o insistir con el tipo del subfusil? Como sólo vio a uno, decidió seguirlo.
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Padilla había terminado de encajar el cargador cuando surgió del agua frente a él una figura oscura. Sus reflejos respondieron, y golpeó con el arma en la cabeza de su atacante. Oyó el sonido de un hueso al romperse y un quejido de sorpresa. La figura quedó exánime y se alejó flotando hacia el interior del túnel. El policía estaba fuera de combate, y ahora había que salir de allí. Tomó el túnel correcto y comenzó a caminar, forzando su peso contra el agua.
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Ariosto llegó al lugar donde suponía que estaba Sandra. Efectivamente, su cabeza sobresalía apenas unos centímetros del agua y adivinó su expresión asustada. Llamó su atención con un siseo.
—Soy Ariosto —cuchicheó—. Voy a soltarla. No se mueva.
Ariosto se perdió a causa de la oscuridad la mayor mirada de agradecimiento y alivio que podía ofrecer una persona. Se percató de que la chica se estaba ahogando. Arrancó la mordaza de un tirón y con la navaja comenzó a cortar las ligaduras de Sandra. Un minuto después la periodista estaba libre. A continuación, y a pesar de que el lugar era el menos indicado, Ariosto recibió un inesperado abrazo.
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Marta encontró y giró el cuerpo de Mandillo hacia arriba. Había estado a punto de ahogarse. El aire atrapado en la espalda del chaleco antibalas le había servido de flotador, pero ya se hundía cuando la arqueóloga llegó hasta él. El policía había perdido el conocimiento y tenía una brecha en la frente. Le aplicó la presa de salvamento y lo arrastró de vuelta al túnel por donde habían venido, preguntándose dónde estaba Ariosto.
El capitán Yanes, el tipo duro de las fuerzas especiales, estaba acojonado. A pesar del aparataje de medios y luces, no se esperaba estar con el agua hasta el pecho en unos túneles horriblemente oscuros. En todos sus años de servicio nunca se había encontrado en una situación tan amenazadora como aquella. Los movimientos de sus entrenados hombres parecían torpes en aquel medio, como niños con flotadores en una piscina. Y encima, cuando oyeron la atronadora descarga de disparos en lo profundo del túnel, una serie de cascotes cayeron sobre sus cabezas. El techo estaba avisando de que iba a venirse abajo en cualquier momento. Si no fuera por su historial, habría dado la orden de volver cagando leches a la luz del día. Pero no, iban a quedarse allí porque eran los tipos con más cojones del Cuerpo. Sólo por eso. Miró a sus hombres. Todos estaban pensando lo mismo.
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Ariosto y Sandra oyeron como distintos chapoteos, distanciados entre sí, se perdían en el túnel del centro. Volvieron en silencio nadando al lugar donde debía estar Marta. La hallaron tras un recodo, remolcando al inconsciente agente Mandillo.
—¡Gracias a Dios, Ariosto! —exclamó Marta—. ¿Está bien?
—Sí, querida —respondió—. Hoy es mi día de suerte, he pescado una sirena. Te presento a Sandra Clavijo, reportera del
Diario de Tenerife
.
—Encantada —Marta se maravillaba de Ariosto. Cómo era posible que en una situación como aquella mantuviera las formas—. ¿Eras tú la que gritabas en el subterráneo?
—Sí, ese hombre estuvo a punto de matarme con su estilete. Y eres tú la que descubrió el escondite, ¿verdad?
—Ya habrá tiempo para explicaciones —interrumpió Ariosto—. Me parece que Mandillo está malherido. Es importante que lo saquen de aquí. Hagan el favor de llevarlo fuera, ya conocen el camino de vuelta. —Ariosto parecía un sargento dando órdenes—. Tomen mi linterna.
—¡Un momento! —intervino Marta—. ¿Y qué se supone que va a hacer usted ahora?
—Voy a seguirlos. O mucho me equivoco o uno de ellos era Galán. No se preocupen, he encontrado la pistola de Mandillo. Iré con cuidado.
—¿No irá a hacerse el héroe? ¿Verdad, Ariosto? —a Marta no le importó parecer impertinente en aquel momento, aunque se arrepintió del tono inmediatamente—. Está loco si pretende capturar a esos asesinos.
—Intentaré echarle una mano a Galán, eso es todo —respondió con paciencia—. Sandra no está en condiciones de volver sola con Mandillo, tendrá que ayudarla. La vida del chico corre peligro. No discutamos, por favor. Está decidido. —Ariosto se insertó la pistola en el cinturón y comenzó a nadar suavemente en dirección al túnel, perdiéndose en la oscuridad.
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Las luces de una multitud de linternas taladraban la oscuridad. El ruido de mil salpicaduras saturaba el ambiente al final del túnel. El capitán Yanes y su equipo avanzaban por la galería. Marta había observado como Sandra se había ido recuperando. La aparición de los policías la reanimó por completo.
—Sandra —Marta captó su atención—. Sigue tú sola. Ellos te ayudarán. Yo debo hacer algo que tengo pendiente.
—¿Estás segura? —preguntó asombrada la periodista—. ¿De verdad quieres volver ahí dentro?
—No quiero, pero debo hacerlo. Sigue sin mí —le apretó el brazo amistosamente—. Nos veremos fuera.
Marta se desplazó fuera del arco de luz de la linterna y se esfumó en la líquida negrura. Su temor por la vida de Galán estaba haciéndole perder los nervios.
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El tipo del estilete notó cómo lo seguía Galán. ¿De dónde había salido ese fulano? ¿Y el otro loco de la ametralladora? Aquellos hombres no tenían nada que ver con él, pero allí estaba, en medio de aquella pelea que ni le iba ni le venía. Debía darle el esquinazo a su perseguidor y conseguir que se las ventilara con el que iba en cabeza. O mejor darle una cuchillada al pasar. Ya vería.
Descubrió en una de las paredes un hueco, una entrada estrecha, similar a las que conducían a las casas particulares. Se escabulló por ella silenciosamente y esperó a que pasara el que seguía su rastro.
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Marta llegó nadando al distribuidor. Sus ojos se habían acostumbrado tanto a la falta de luz que podía ver las siluetas de las bocas de los túneles. No tomó el túnel del centro, sino el de la izquierda. Hizo memoria de la noche anterior y siguió nadando con fuerza. Como esperaba, llegó al derrumbe del túnel. El nivel del agua todavía no había llegado al hueco por donde se había deslizado veinte horas antes. Se escurrió de nuevo por la abertura y aterrizó sobre el suelo embarrado, pero libre de agua. Se levantó de un salto y comenzó a correr. Todavía podía llegar a tiempo.
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Galán sentía agarrotados los músculos a causa del frío y del cansancio. La fecha de su carnet de identidad estaba pasándole factura. Sólo le animó pensar que a los demás también les pasaría lo mismo. Avanzaba todo lo rápido que le permitía su cautela interior. En cualquier recodo podría estar esperándole alguno de aquellos criminales. Lamentó haber perdido las gafas de visión nocturna en el forcejeo con el tipo del estilete. Se había quitado el chaleco, que ralentizaba sus movimientos, y se movía mucho más ligero en el agua. El nivel ya llegaba a la altura de sus hombros. Era más fácil nadar que caminar.
De repente sintió un movimiento a su izquierda, se apartó instintivamente cuando un volumen de masa líquida anunció un atacante. Sintió un pinchazo profundo en su espalda. Se volvió y vislumbró, como los de un gato, unos ojos terribles llenos de determinación. Volvió su arma hacia el agresor y disparó sin apuntar. Una detonación gigantesca sonó en el espacio no ocupado por el agua. Había fallado un poco. Intentó disparar otra vez. La bala no salió. Debía haberse mojado la pólvora. No podía volver a disparar sin quitar el cartucho de la recámara. Lanzó la pistola contra su contrincante, alcanzándole en el rostro.
Se separaron un par de metros. Ambos oían la respiración del otro. Su oponente sacó el estilete fuera del agua, a la altura de los ojos. Galán sintió que las fuerzas le fallaban, la herida debía ser más profunda de lo que pensó inicialmente. Se dio cuenta de que no tendría muchas oportunidades. Sacó la pistola de Méndez de la parte trasera de su pantalón y la elevo por encima de la superficie. Su enemigo era rápido, un destello y notó otro pinchazo en el brazo, el de la pistola. Disparó dos veces antes de que perdiera la fuerza en la mano. Los fogonazos no le dejaron ver si había acertado. La cabeza comenzó a darle vueltas y le invadió una debilidad creciente. Se sintió flotando en el agua mientras todo se volvía negro, y no precisamente por falta de luz. Lo último que vio, entre penumbras, fue el rostro del asesino, muy cerca del suyo, sonriendo.
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Ariosto no había utilizado nunca la
Star 28PK 9 mm. Parabellum
, la clásica pistola reglamentaria de la policía. En la oscuridad era difícil comprobar si tenía puesto el seguro. Le pareció que no, y recordó que Mandillo había disparado cuatro veces antes de atacar al de la ametralladora. Se deslizaba silenciosamente a estilo braza cuando le sorprendió un fogonazo, seguido de un trueno, unos treinta metros más allá. Se acercó prudentemente, y oyó el forcejeo entre dos hombres. Luego dos disparos más. Los destellos iluminaron dos cabezas. Reconoció a Galán de espaldas, algo le pasaba, había dejado de luchar. El otro hombre se acercó, era el del estilete. Lo había sacado fuera del agua y se preparaba para lanzar un golpe mortal. El policía no hacía nada por defenderse. Ariosto sacó la pistola fuera del agua y gritó.
—¡Quieto o disparo!
El hombre permaneció petrificado por un segundo, asombrado de la presencia de otra persona cerca de allí. Un brillo de maldad apareció en sus ojos y tomó impulso para asestar el golpe. Ariosto dudó. Ambos hombres estaban muy cerca uno del otro. Percibió un resplandor en la oscuridad, era el colgante, que brillaba debajo de la camisa del asesino. Apuntó a la luz y disparó. La bala salió, entre el humo y el trueno, y alcanzó al hombre a la altura del ojo derecho, que desapareció una fracción de segundos antes de que su cabeza se contorsionara en un ángulo imposible hacia atrás y se hundiera con el resto del cuerpo.
Ariosto guardó la pistola y nadó con rapidez los quince metros que lo separaban de Galán. Lo agarró por los hombros y lo colocó sobre él, en la posición de socorrismo que había visto adoptar a Marta con Mandillo. Miró en la dirección del asesino. No había vuelto a salir a la superficie.
Tenía dos opciones. Volver con Galán hacia atrás o seguir adelante. Recordó lo que le había contado Marta, y supuso que debía estar cerca de la salida de la Catedral. Tardaría mucho más en llegar a la calle Anchieta. Resolvió seguir adelante.
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Padilla estaba desorientado en aquel laberinto de túneles. El agua le llegaba ya al cuello y temía haberse pasado la desviación hacia la casa de la calle San Agustín. Si seguía subiendo el agua tendría que nadar, y la natación nunca había sido su fuerte. Podría ahogarse. Tenía que buscar un sitio en alto para escapar de aquel peligro. Además, se estaba quedando helado. Ya estaba pasando del nerviosismo a la histeria cuando divisó una entrada a la derecha.
Una escalera de piedra nacía bajo el nivel del agua y lo superaba. Una luz apagada parecía provenir de su interior. El hombre alcanzó la escalera y diez segundos después estaba fuera del agua. Se descolgó los tubos metálicos y se sentó en los escalones. Estaba exhausto. Miró en derredor. La escalera terminaba en una pequeña estancia con paredes de ladrillo, desde la que partía hacia la débil luz un estrecho pasillo. Sopesó la situación. Aquél era el lugar ideal para una emboscada. Esperaría en la parte alta de la escalera a que su perseguidor intentara salir del agua. Lo cazaría como a un pato. Sonrió y comprobó el cargador de la MP5K.
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Ariosto admiró a los nadadores de salvamento y socorrismo. Llevar un peso muerto al hombro y nadar con un solo brazo no era tan fácil como parecía. Estaba fatigado y entumecido por el frío. Necesitaba ponerse a buen recaudo en los siguientes minutos, ya que la hipotermia amenazaba con aparecer de un momento a otro. Le pareció ver un lejano resplandor en un entrante a la derecha del túnel. Se desvió a la izquierda, de forma que pudiera ver el hueco de frente. Era una escalera que se perdía en lo alto. No veía su final, pero tenía la certeza de que estaría seco. Un sexto sentido tocó a rebato en su cerebro. Era un buen lugar para que le dispararan desde arriba.