—Entonces, no lo descartas, ¿verdad? —preguntó la arqueóloga.
—No. No lo descarto. Es muy raro, pero podría ocurrir —respondió el patólogo—. Lo primero que habría que hacer es analizar esa piedra, por supuesto. Ahí encontrarás la clave.
—Está claro —dijo Marta, levantándose—, cuando la encuentre, serás el primero en saberlo.
***
Marta volvió a la realidad, sus pasos la encaminaban de nuevo a la calle Anchieta. Allí se encontró con el cordón policial. A lo lejos divisó en uno de los coches a Ramos, el policía que les acompañó en la apertura de la cripta. En la valla dio con un policía empapado que la miró extrañado cuando le pidió hablar con Ramos.
El agente volvió al cabo de unos minutos y la acompañó hasta el vehículo donde se encontraba el subinspector. Ramos dio efusivas muestras de alegría al verla y la invitó a entrar.
—No sabe lo preocupados que hemos estado por usted, señorita.
Marta le relató su terrible experiencia en los túneles y Ramos la puso al día de la investigación.
—Me comentó Ariosto que usted ha investigado todas estas casas —dijo la arqueóloga, señalando la calle—. ¿Ha podido ver el interior de ésta? —apuntó con su dedo índice la primera casa de la izquierda, la de la aldaba blanca en forma de puño.
—Sí, eso fue ayer —respondió el policía—. Parece que haya pasado una eternidad. El vecino que vive en ella me atendió correctamente. Entré con Galán e incluso dimos una vuelta por la casa. Vimos unas huellas entrando y saliendo de ella que supusimos que eran de usted. De resto, nada extraño, salvo una curiosa construcción en el patio, como una pirámide pequeña.
—¿Visitó el sótano? —preguntó Marta ansiosa.
—Pues sí, pero sus paredes estaban tapiadas. Es un espacio tan estrecho que apenas parece aprovechable.
Marta recordaba, de la noche anterior, el pasadizo que desembocaba en los túneles. Por la distancia, sabía que correspondía a aquella casa. Tenía que haber otro sótano. Marta se fió de la experiencia del policía. Si no había entrada al subterráneo dentro de la casa, debía estar fuera, en el patio. ¿Tendría algo que ver aquella extraña construcción piramidal? Era lo único que se salía de lo normal. Tal vez la clave estuviera allí.
—¿Sabe si hay alguien ahora en esa casa?
—Hemos tocado el timbre, pero no han abierto. El inspector Ariosto ha entrado en la otra hace unos diez minutos.
—¿Ariosto está ahí dentro? —Marta no se esperaba esa noticia. Le agradó.— ¿Me permitiría echar un vistazo al patio desde la casa de al lado?
Ramos miró dubitativo a la arqueóloga. La verdad es que era guapa. De esa clase de mujer con la que te gustaría tropezarte a los treinta y cinco, resuelta, lista y con un profundo encanto femenino. Ramos tenía un problema inconfesable. Se derretía cuando lo miraba fijamente una chica atractiva. No era algo nuevo. Le acompañaba desde que era joven.
—Le dejo diez minutos. Pero, por favor, no toque nada y, sobre todo, no suba a la primera planta. Es muy desagradable.
—Gracias, subinspector, es usted muy amable. Si no hubiera tanta gente, le daría un beso.
—Ni se le ocurra. Y además, no se lo diga a nadie —Ramos sonreía—. Uno tiene una reputación de tipo duro que mantener.
***
Marta se asombró del desastre existente tras la puerta de entrada. Le recordó a algunas películas de la Segunda Guerra Mundial en que aparecían casas de civiles destrozadas. ¿Realmente esto ha ocurrido en La Laguna? Todavía el ambiente estaba impregnado de polvo en suspensión. Había pasado un distribuidor hecho trizas cuando le pareció oír un disparo, a lo lejos. Tal vez fuera otra cosa. ¿Un trueno? Desechó la idea. Tenía otras cosas en las que pensar. Siguió por el corredor hasta una cocina en desuso. Reconoció el lugar por donde había bajado a los túneles la noche anterior. Un escalofrío la taladró de arriba abajo. Pasó de largo y salió al patio.
La lluvia arreciaba y la tierra comenzaba a oler a mojada. Abrió su escandaloso paraguas amarillo, acercándose al muro medianero, a su izquierda. Se veía en el suelo la huella del desplazamiento de una enorme pila de lavar de piedra oscura, ahora apoyada en la fachada trasera de la casa. Miró alrededor. Para su sorpresa, adosada a uno de los muros, descansaba una escalera de aluminio con cuatro escalones con plataforma en su parte superior. Se le había pasado por alto la noche anterior. La cogió, la acercó al muro y subió los peldaños haciendo equilibrios con el paraguas. Su cabeza pasaba holgada la altura de la pared. Echó un vistazo.
Allí estaba, extraña, única, y fuera de lugar, aquella pirámide de trece escalones. ¿A quién se le ocurriría construir algo así en medio de una huerta? En La Laguna hubo y había personajes excéntricos, pero gastarse dinero en levantar aquello se llevaba la palma. Si pasaban los de las Pirámides de Güímar por allí, adoptarían la estructura y, si se terciaba, la conectarían con un culto superviviente de antiguos aborígenes. Desechó la idea por ruin. El complejo de las pirámides daba trabajo a un buen número de vecinos de aquel pueblo, y eso estaba por encima de todo lo demás.
Marta miró a un lado y a otro. No había nadie. Dejó caer el paraguas al otro lado, se apoyó con el abdomen sobre el muro, hizo presión con las manos e, impulsándose hacia arriba, pasó las piernas por encima lateralmente, y cayó limpiamente en el jardín de la casa de al lado. Se estaba convirtiendo en una profesional de la prueba de salto, o mejor dicho, de asalto al jardín.
Se acercó a la estructura. Era una pirámide de unos dos metros de altura, construida con el clásico ladrillo rojo de algunas fachadas. Su antigüedad se evidenciaba en los bordes desgastados por las inclemencias del tiempo. En las junturas crecía alguna que otra mala hierba, que ocultaba la marca de antiguos charcos de agua evaporados. Estaba claro que no la habían edificado ayer.
Rodeó la pequeña pirámide esquivando las ramas de un almendro raquítico y de un limonero espléndido, cargado de limones sin recoger. No vio en sus escalones abertura alguna.
Debe tener una entrada subterránea
, pensó Marta,
igual que en las pirámides de Egipto
. Buscó en el suelo alrededor de la estructura. En la parte de atrás encontró una enorme plancha metálica oxidada sobre el piso. A pesar de que los bordes estaban cubiertos de tierra, en un extremo distinguió unas bisagras y en el otro un cierre con candado. Su experiencia le dijo que aquello no se había abierto en decenios. Tenía toda la pinta de ser el acceso a una antigua carbonera, o algo similar.
Estaba dando la segunda vuelta cuando escuchó un grito debajo de sus pies. Era una mujer chillando con desesperación. El sonido provenía de algún lugar por debajo de la pirámide.
Sin duda.
Ariosto decidió pedir ayuda. Cogió la mochila, bajó la escalera y abrió la puerta de la calle. Se encontró a Ramos y a otros cuatro policías apuntándole con sus pistolas frente a la entrada.
—¡Quietos todos! ¡Es amigo! —Ramos levantó su mano y los agentes bajaron sus armas—. Ariosto, ¿qué fue ese ruido? Parecía un disparo.
—Efectivamente, de una escopeta de caza. Ramos, tenemos un sospechoso claro, el dueño de esta casa —indicó Ariosto—. Ha huido por la escalera del sótano y acabo de escuchar un grito de mujer en el subsuelo.
—Debe ser Marta —terció Ramos, alarmado.
—¿Marta? ¿Está aquí? —preguntó Ariosto, alarmado—. No. No puede ser ella. Se trata de otra persona, y sé quién es. Pero hemos de comprobarlo. Ramos, haga el favor de pedirle a uno de sus hombres que me acompañe.
—De acuerdo. Yo no puedo dejar la escena del tiroteo, pero le asignaré un agente —Ramos se volvió hacia sus colegas de uniforme—. ¡Mandillo! Vaya con el inspector Ariosto y cúbralo. Comuníquese con nosotros si tiene dificultades. —El tono de Ramos no invitaba a la duda, pero aún así, el tal Mandillo, uno de los nuevos, lo miró incrédulo, no recordaba haberlo visto en la Jefatura.
—Inspector de Hacienda —Ariosto deshizo el nudo mental del policía—, en misión especial, como colaborador de la Policía.
Buscó la mirada cómplice del agente y la encontró. El chico era espabilado.
—¡Acompáñeme, rápido, por favor!
Ariosto sabía que había perdido unos segundos preciosos, pero era inevitable dar explicaciones a Ramos. A cambio, había conseguido un escolta armado. De nuevo en la casa, cruzó el pasillo y llegó a la puerta cerrada de la escalera del sótano.
—¿Conoce algún sistema rápido para abrir una cerradura antigua? —preguntó Ariosto al policía.
—Yo le pegaría un tiro, a ver qué pasa —respondió el agente.
—¡Buena idea!. —Menos mal que el chico conectaba con él. A otro habría tenido que deletrearle la sugerencia.
Se separó un par de pasos y efectuó dos disparos a la cerradura, que saltó destrozada. Ariosto se quitó los dedos de los oídos y abrió la puerta. Mandillo entró en el hueco de la escalera. La bombilla iluminaba los escalones como una estrella moribunda. El policía bajó con precaución hasta llegar al final de la escalera. Ariosto le seguía a poca distancia.
—Aquí no hay nadie —dijo Mandillo.
—No es posible —replicó Ariosto—, yo mismo le vi entrar y pasar la cerradura. Debe haber alguna salida que no alcanzarnos a ver.
Los dos hombres revisaron la escalera varias veces, así como las paredes del zaguán inferior.
—No veo nada, Inspector —dijo Mandillo.
—Yo tampoco —Ariosto estaba confundido—. Aquel tipo escapó por esta escalera.
—Habrá que hablar con los de la Científica, para que examinen las paredes.
—No hay tiempo —indicó Ariosto—. Salgamos al patio, tal vez exista una entrada al subterráneo por allí.
Los dos hombres subieron la escalera y salieron al patio. Bajo la lluvia, en medio del jardín, se encontraba Marta bajo un paraguas amarillo, ensimismada observando la extraña estructura piramidal.
—¡Marta! —gritó Ariosto— ¿Estás bien?
La arqueóloga se sobresaltó con la voz de Ariosto. Miró a los dos hombres y se repuso del susto.
—Sí, tranquilo, no he sido yo quien ha gritado. Provino de aquí dentro —dijo Marta, señalando la pirámide—, estoy segura.
Ariosto levantó unos centímetros el candado. Era antiguo y estaba oxidado, pero se mantenía firme. Se volvió al policía.
Se separaron de la pirámide. El agente Mandillo desenfundó su pistola, acercó el cañón a unos treinta centímetros del candado y disparó oblicuamente para evitar un posible rebote. Una décima de segundo después el aro del candado había desaparecido. Ariosto no perdió tiempo. Probó a levantar la plancha. Pesaba demasiado para él solo. Mandillo le ayudó, y Marta también echó una mano. La pesada lámina metálica comenzó a levantarse por el empuje de los seis brazos, y dejó caer una lluvia de polvo en sus pies. Una vez superada la inercia contraria, subieron la compuerta al máximo y la apoyaron en los primeros peldaños de la estructura.
Miraron al interior. Estaba oscuro. Ariosto sacó su linterna multiusos y la utilizó por una vez para su función esencial. Bajo su luz, unos escalones empotrados en el muro invitaban a un descenso peligroso. No había pasamanos.
—Yo primero —dijo Marta—, soy la más ligera.
—De ninguna manera doctora Herrero, no puedo permitirlo —respondió Ariosto.
Marta no le hizo el menor caso y comenzó a bajar la escalera inclinando el peso de su cuerpo contra la pared. Ariosto se abstuvo de impedírselo, por temor a desequilibrarla. Admiró su resolución. Pocos hombres se atreverían a intentarlo. Intentó ayudarla iluminando su descenso con la linterna.
Como los escalones parecían sólidos, Ariosto bajó tras ella. Mandillo los imitó. Los diecisiete bloques de basalto negro soportaron el peso y los tres llegaron al suelo del sótano. Era un corredor de paredes de ladrillo con un enlosado de piedra. A la derecha, terminaba en una puerta metálica abierta. A la izquierda, el pasillo se perdía tras un oscuro recodo.
Se acercaron a la puerta. Daba acceso a un cubículo húmedo y falto de luz. Estaba vacío. Una cuerda anudada tirada en el suelo era la única señal de actividad humana.
Al lado del cubículo, en el pasillo, se podía ver el descenso de la parte inferior de una escalera, con peldaños de madera, empotrada en la pared. Ariosto observó cómo se colaban unos rayos de luz por unas rendijas uniformes a media altura. Demasiado uniformes, se dijo. Se acercó al entramado y palpó la madera. Empujó un poco y notó como un conjunto de seis escalones se desplazaba a la vez hacia delante. Los escalones estaban ensamblados como una sola pieza, que podía separarse de la escalera desde afuera, dejando un hueco por el que se podía pasar al otro lado. Después, se colocaba el cajón en su sitio y la escalera volvía a su estado original.