El hombre quedó en el suelo, semiinconsciente, pero agarrando todavía el arma con una mano. Intentó arrebatársela, pero la presa seguía siendo fuerte y los zarandeos sólo lograron despertarlo de su aturdimiento. Ariosto optó por la vía rápida. Tomó una lámpara de pie de metal de encima de una cómoda y asestó con la base un fuerte golpe en los nudillos de aquel tipo. El crujido del hueso al aplastarse se oyó una milésima de segundo antes que el agudo chillido del hombre que, al fin, soltó la escopeta. Ariosto la tomó, comprobó que estaba cargada y le quitó el seguro. Se separó, admirado de la perseverancia de su oponente al intentar levantarse.
Este logró ponerse de rodillas, apoyado en la mano sana. Su rostro estaba lleno de sangre proveniente de una brecha abierta en la frente. Como si de un milagro se tratara, el tipo dio un salto, agarró la lámpara metálica y se arrojó sobre Ariosto. Sus entrenados reflejos le hicieron dar un paso a la derecha en el momento justo, con lo que esquivó el ataque frontal de su contrincante, pero no pudo evitar un terrible puñetazo éste que le asestó, con la mano buena al pasar, directamente en el centro de su antebrazo. El golpe provocó un movimiento reflejo en su mano y el dedo índice apretó el gatillo. El ruido del cartucho de postas fue ensordecedor. El plomo graneado impactó en la vertical del techo y varios cascotes cayeron sobre Ariosto. Un fragmento grande de revoco golpeó en su cráneo, dejándolo aturdido. Se recuperó un par de segundos después, los suficientes para que el dueño de la casa desapareciera por el hueco de la escalera del sótano, cerrando la puerta y pasando la cerradura.
¡Maldita sea!
Se dijo Ariosto.
¡Se le había escapado!
Probó a abrir con el manillar. La cerradura se resistió. Observó la puerta: era antigua y maciza, no la tiraría abajo a empellones.
Ariosto concluyó que necesitaba refuerzos. Sacó su móvil y buscó en la memoria el número de Ramos. Acababa de pulsar el botón de llamada cuando oyó, en lo más profundo de la casa, un sonido amortiguado pero claramente reconocible. Era el grito de terror de una mujer. Un grito de profunda desesperación. Un grito de muerte.
El potente foco de la linterna de Galán se ensanchó al salir del estrecho pasillo y llegar a una amplia galería. Calculó que tendría unos tres metros de ancho por otros tantos de alto. El pasadizo desembocaba en el túnel como lo hace una casa respecto a su calle. En cierta manera, se trataba de una calle subterránea. Buscó las huellas en el suelo y las descubrió impresas en una fina capa de barro, dirigiéndose a su derecha. Un canalillo de agua corría por el centro de la galería. Olía a cerrado y a humedad. Algunas gotas comenzaban a caer del techo. Pocos segundos después llegaron sus compañeros.
—¡Por fin! —dijo Morales, bufando—. ¡Pensé que no se iba a acabar nunca este maldito pasadizo! ¡Qué agobiante!
Galán estudió el túnel con su linterna. El riachuelo estaba subiendo de nivel, anegando la zona seca. Se percató en las paredes de las marcas de sucesivos niveles de crecidas de agua. Había una a un metro de altura, otra a metro veinte y una tercera, la más alta, a casi dos metros. Galán no quiso imaginarse aquella galería llena de agua hasta los dos metros. Se volvió hacia Méndez, que cargaba una pesada mochila.
—¿Qué hemos traído de equipo? —preguntó Galán.
—Veamos —Méndez abrió la cremallera y estudió el interior—. Una escopeta de balas de goma, tres porras de caucho, gafas de visión nocturna, granadas de sonido paralizantes, botes de gas lacrimógeno y las correspondientes máscaras de oxígeno.
—Bien, vamos a repartírnoslas —respondió el jefe—. Procuremos evitar los gases. Son peligrosos en estos túneles.
Los tres policías avanzaron por la galería, atentos a las huellas del fugitivo. A los cinco minutos, el suelo comenzó a estar encharcado. Notaron como el agua fría se filtraba en sus zapatos de verano y sus pisadas se volvieron pesadas y ruidosas, «con esto no contaba», pensó Galán. El chapoteo de sus pasos impedía que su presencia pasara desapercibida. Deseó que no se demorase demasiado el final del túnel.
Llegaron a una bifurcación. Galán levantó la mano, y todos se detuvieron a su orden. Las huellas estaban borradas casi por completo, pero se las reconocía entrando y saliendo de uno de los dos túneles. Eso sólo podía significar que uno de ellos estaba cegado. Este detalle cambiaba bastante las cosas. En primer lugar, Padilla no conocía bien los túneles, puesto que se había metido por el equivocado. Con suerte iría a ciegas. En segundo lugar, la ventaja que les llevaba se había acortado, aunque Galán no sabía cuánto.
El jefe indicó a sus hombres el túnel de la izquierda. El suelo de la galería bajó de nivel unos centímetros y el agua les llegó a los tobillos. El rastro se había perdido.
Sólo les quedaba avanzar, y así lo hicieron. Galán calculó que habían caminado unos trescientos metros, lo que significaba que debían estar debajo de otra de las manzanas existentes al sur. Al menos la brújula funcionaba.
Pasaron por delante de varias entradas, demasiado estrechas para alguien cargado con cuatro cilindros de acero. No había marcas en las paredes de mampostería. El ladrón no había entrado por ellas.
Se aproximaron a un recodo del túnel. Un sexto sentido hizo detenerse a Galán. Le pareció notar ondas en el agua, delante de ellos. Se pegó a la pared e indicó por señas a los demás que hiciesen lo mismo.
De repente, tras la esquina surgió un brazo con un arma y mil truenos se escaparon de ella. Galán echó cuerpo a tierra y apagó instantáneamente su foco. Oyó las balas silbando cerca de sus oídos. La linterna de Morales cayó al agua. Un carrusel de flashes iluminó pobremente la galería. El sonido de los disparos atronó en aquel espacio cerrado y los dejó ensordecidos. Entre el ruido, a Galán le pareció escuchar un grito. No podía moverse ni mirar atrás. El petardeo acabó en diez larguísimos segundos. Después sobrevino el silencio.
Galán probó a colocarse las gafas de visión nocturna. Estaban sucias y mojadas, pero algo veía. Preparó su pistola sin levantarse, y fijó su mirada en la esquina de donde habían partido los disparos. Nada. Posiblemente, su atacante seguiría huyendo. Se incorporó lentamente, tenía toda la ropa chorreando. Tras el perfil del muro emergió, durante una décima de segundo, una cabeza. Morales disparó primero y Galán un instante después. Vaciaron cada uno medio cargador. Uno de los disparos levantó chispas en la oscuridad. Le habían dado a uno de los cilindros metálicos. Debía llevarlos colgados de alguna manera a la espalda.
—¡Policía! ¡No tiene escapatoria! —gritó Galán— ¡Salga con las manos en alto!
Oyeron como respuesta un chapoteo de pasos alejándose. El policía iba a salir tras ellos cuando Morales le llamó.
—¡Le ha dado a Méndez!
Galán se quitó las gafas, encendió la linterna, y se reunió con sus compañeros diez metros más atrás. Méndez estaba tumbado boca arriba en el barro. Su chaleco había absorbido dos impactos, pero el tercero había acertado al policía en el pectoral derecho, justo donde comenzaba el hombro. La herida tenía un feo aspecto. Morales le sostuvo la cabeza.
—¡Méndez! ¿Puedes oírme? —Galán sacudió suavemente al policía— ¡Responde!
Méndez asintió con la cabeza. Estaba en estado de shock y no podía hablar, pero se encontraba consciente.
—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Morales.
—Hay que evacuarlo —respondió Galán—. Ese tipejo puede esperar.
—¡No! Si lo dejamos se escapará —Morales parecía muy alterado con la idea—. Yo lo llevaré a hombros. Tú tienes que seguir a ese cabrón. ¡Vete! Cógelo antes de que lo pierdas. Yo puedo con Méndez.
Galán sopesó las posibilidades de Morales. Se le veía fuerte. Podría con su compañero.
—De acuerdo, ya sabes a lo que nos enfrentamos. Pide refuerzos y procura que nos manden al grupo de operaciones especiales —Galán apretó suavemente el brazo de Morales, tratando de infundirle ánimos—. ¡Vamos!
Galán cogió el arma de Méndez y se la enfundó en el cinturón, a su espalda. Limpió sus gafas y se las caló. Comprobó el seguro de la pistola y comenzó a avanzar en la oscuridad, solo.
Marta caminaba deprisa bajo su paraguas por la calle Herradores, evitando los charcos de vuelta de la consulta del doctor Morera. Le hubiera gustado poner a Galán al día, darle una buena sorpresa con su reaparición, y no que lo hiciera Ariosto. Pero era ella quien conocía al médico y no podía cambiar su papel. Mientras apretaba el paso, recordó la conversación mantenida hacía menos de quince minutos.
—¿Una piedra que modifica la conducta de las personas? —preguntó el doctor con una sonrisa en los ojos—. No será un cuento ocultista, ¿verdad?
—Ya sabes que a mí no me van esas cosas —respondió Marta—, pero es la única explicación que se nos ocurre.
El patólogo, un cincuentón canoso que se conservaba en forma a pesar de los años, se reclinó hacia atrás en su espléndido sillón giratorio de cuero negro, que contrastaba espectacularmente con el resto del mobiliario minimalista de tono blanco de su consulta. A Marta le recordaba el decorado de una película de ciencia-ficción.
—Vamos a ver —dijo el médico—, si existiera algo así en la naturaleza, ya lo utilizaríamos en beneficio propio. Sabes que se ha montado un gran negocio en torno al magnetismo, cada década aparece una pulsera magnética nueva con no se qué ventajas para la salud y, al cabo de un par de años, pasa de moda y se olvida. No te digo que la magnetoterapia no dé resultados beneficiosos en algunos casos, sino que no suele producir unos efectos tan negativos como el del ejemplo que me has referido.
—Bueno —Marta no se daba por vencida—, supongamos que no sea una piedra de las que se encontramos comúnmente en la naturaleza. Imagina que fuera un mineral con características especiales.
—La verdad es que no me he tropezado con nada similar en mi carrera —Morera caviló unos instantes—. Sólo se me ocurre una posibilidad, y es la de envenenamiento radiactivo.
—¿Radiactivo?
—Sí, es poco conocido en nuestro país, pero se han registrado casos con un cierto parecido en personas expuestas a accidentes nucleares. La radiactividad en dosis controladas puede ser beneficiosa. Se utiliza tanto en diagnóstico como en terapias de distintas enfermedades que afectan a muchas partes del cuerpo, sobre todo en casos de cáncer. El problema se produce cuando existe una exposición amplia e incontrolada a una fuente radiactiva. Los efectos de la radiación nociva son muy variados, y dependen de la fuente de radiación y del órgano afectado. Hay más tipos de afecciones por radiación que efectos secundarios en un prospecto farmacéutico cualquiera. Desde las náuseas y dolores de cabeza, pasando por afecciones gastrointestinales, hemorragias, esterilidad, y terminando con el cáncer. En el caso que me refieres, están documentadas afecciones mentales como delirios, pero no conozco ejemplos de locura por esta causa —el doctor se pellizcó la nariz, pensando—. No obstante, si la radiación es de baja intensidad, pero muy constante en el tiempo, es posible que provocara esos síntomas.