El Hospital Universitario estaba atestado de gente, como siempre. La entrada de la cafetería era un maremágnum de personal sanitario y visitantes, que entraban y salían continuamente de un cacofónico espacio cerrado. Dentro, las batas blancas y los monos verdes proporcionaban notas de color salteadas entre las mesas canela. Olía fuertemente a café, aroma que se superponía a una base de dulce aroma de pan tostado con mantequilla, lo que hacía que la atmósfera fuese densa. La insonorización del local era tan mala que los clientes tenían que hablarse casi a gritos. Sobre el zumbido del aire acondicionado, mil conversaciones se entremezclaban en el aire, rotas por el choque continuo de tazas y platos contra los fregaderos metálicos.
Sandra Clavijo, tras unos minutos atenta de pie en la barra, acudió con rapidez a capturar una mesa del fondo que quedaba libre. Dos médicos se levantaban. Hizo malabarismos con la taza de café con leche para pasar entre las mesas y llegar a su destino sin derramar una gota. Se adelantó por segundos a una pareja de jóvenes que llegaban desde el otro lado con la misma intención. Una sonrisa de triunfo los rechazó. Se sentó de frente a la puerta, y una vez acomodada, miró su reloj mientras daba su primer sorbo relajado al café. Era la hora. Sacó de su amplio bolso un ejemplar del periódico y volvió a leer con delectación su artículo. El jefe la había felicitado delante de toda la redacción, y Sandra, ruborizada de la cabeza a los pies, estuvo a punto de desmayarse de felicidad. Aunque había asignado dos redactores al asunto, ella podía seguir la investigación en la calle, con ocupación exclusiva. Tenía dos días con carta blanca para ello. Todo un privilegio impensable hace una semana, cuando tenía que ir de acá para allá en función de las agendas de los políticos. La aparición de la escuálida figura de María Cabo interrumpió su lectura.
—¡Hola Sandra! —se sentó a su lado rápidamente—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—No, acababa de sentarme —Sandra miró a María, vestida con camisola, pantalones y zuecos verdes, era la viva estampa del personal hospitalario—, gracias por venir. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias, ya llevo tres cafés esta mañana —la mirada tensa delataba la veracidad del dato—. Me esperan para una reunión dentro de cinco minutos, así que no puedo quedarme mucho tiempo.
—¿Has podido conseguir lo que te pedí?
—Sí, claro —María extrajo un sobre de un bolsillo del pantalón y lo colocó encima de la mesa—, aquí lo tienes. Nada de nombrar la fuente de la información, ¿de acuerdo? Favor por favor, ¿seguirás con lo mío?
—Por supuesto, sabes que me encanta colaborar contigo — Sandra guardó el sobre en su bolso, junto con el periódico—. Deja que haga memoria, la reunión que tienes ahora es la de los sindicatos con la dirección y un representante de la Consejería. Van a negociar la subida de salarios para el año que viene, así como el aumento de presupuesto para la dotación de material hospitalario y para cubrir las bajas por enfermedad.
—Buena memoria. Ya sabes, en la prensa debemos aparecer como lo que somos, unos trabajadores explotados por una Consejería que se resiste a poner los medios necesarios para que el Hospital funcione como es debido. Nuestra lucha es importante, y la sociedad debe saberlo. A fin de cuentas, la mejora de las condiciones de trabajo redundará en beneficios para los usuarios.
—Puedes contar con que te apuntarás otro tanto al frente de tu sindicato —Marta se había inclinado hacia delante, bajando un poco la voz, lo suficiente para que la escuchara sólo su compañera de mesa—, esta semana publicaremos dos artículos y tres columnas de opinión sobre el tema desde ese punto de vista. Tengo la colaboración de varios compañeros que firmarán cada trabajo. Así no seré yo la única que escriba sobre el asunto. Seguro que los políticos intentarán evitar seguir saliendo en los periódicos con esa visión negativa.
—Perfecto, muchas gracias —María se levantó y le dio la mano a Sandra—. Debo irme. Cuídate.
Sandra dejó que la sindicalista saliera de la cafetería y se levantó a su vez. Estaba deseosa de huir de aquel ambiente opresivo. En dos minutos estuvo fuera del edificio, al aire fresco de la mañana. Caminó rumbo al aparcamiento mientras sacaba el sobre del bolso y miraba su contenido. Tuvo que detenerse para leer varias veces las fotocopias que sostenía en cada mano. Eran las conclusiones de los informes forenses de los asesinados. Tenía en sus manos la confirmación de sus sospechas. No había duda, el mismo
modus operandi
. Un asesino en serie andaba suelto por la Isla.
El subinspector Ramos se había estrellado con la burocracia imperante en la empresa de abastecimiento de agua donde trabajaba la mujer asesinada la noche anterior. Tuvo que esperar demasiado, como todos los visitantes que acudían resignados a sus oficinas. La persona que tenía los datos que necesitaba estaba fuera desayunando, situación recurrente que se producía cuando se buscaba a alguien en concreto.
Esperó de pie en el pasillo de Dirección mirando a través de un ventanal que daba a un antiguo patio canario totalmente remozado. Olía excesivamente al barniz que recubría la madera del suelo y techo.
Veinte minutos después fue atendido por una amable empleada, que disimuló bajo la mesa la bolsa de las compras realizadas durante su salida a la calle. En cinco minutos salió del edificio con el listado de las visitas practicadas por la víctima en los días anteriores y el registro de las personas que fueron atendidas por ella en la sede de la empresa. Al menos, la Comisaría quedaba cerca y podía ir caminando.
Subió las escaleras y entró en el despacho que compartía con Morales. Se quitó la chaqueta, aflojó el nudo de la corbata y se peinó con los dedos sus canosos cabellos. Comenzó la lenta labor de revisión de los domicilios en que estuvo la mujer asesinada en los días anteriores. Colocó a un lado la lista de reparaciones de la anterior víctima. La primera había empezado la jornada del lunes por el barrio de El Coromoto. Comenzó por la calle Teneguía, pasó por la de Tamargo y Tajinaste, acabó por la de Tamarán. Se preguntaba si la elección del nombre de las calles había sido fruto de un bromista calenturiento encandilado por la letra «t». Cuarenta y dos viviendas en total.
Luego pasó al barrio de la Verdellada, al otro lado de la ciudad. Le tocó comprobar las lecturas de los contadores de los interminables bloques de la calle Timoteo Alberto Delgado y las paralelas. Doscientas quince lecturas.
El martes estuvo en el casco histórico. Inició la toma de los datos de los contadores en la calle Núñez de la Peña, giró a la derecha por San Agustín, de nuevo a la izquierda por Juan de Vera, pasó por la calle Anchieta y acabó en Rodríguez Moure. En total treinta y siete domicilios. Una luz de alarma se encendió en el cerebro de Ramos al llegar al registro treinta y dos. Comprobó el listado del primer asesinado. Una coincidencia. El hombre había pasado el lunes de la semana anterior también por las calles Anchieta y Juan de Vera. Había montado una instalación
Wifi
en el tejado del Instituto Cabrera Pinto. Posteriormente, sobre el mediodía, había instalado dos líneas telefónicas para una empresa constructora de edificios en la calle Rodríguez Moure. Ramos se detuvo en este punto y comprobó las lecturas de contadores. El contador de esa última empresa había sido leído por la segunda víctima el martes a las once. Una coincidencia. Ramos silbó suavemente, se echó atrás en su silla y tecleó en su móvil.
—Jefe —Ramos comenzó a hablar sin esperar contestación—, creo que he encontrado algo. Pero tenemos un problema. Ya sabes quién es el dueño de la constructora de la calle Rodríguez Moure, ¿verdad?
Marta estaba dando la vuelta a la manzana. Le parecía mentira que las casas del marqués estuvieran tan cerca del
Micaela
, donde había desayunado tantas veces en los años de instituto. Comenzó su marcha por la calle Anchieta, la
«antigua calle El jardín»
—según rezaba en la placa identificadora—, partiendo de la esquina donde se ubicaba la cafetería. La primera casa, de un color tirando a marrón canela, era el exponente típico de las viviendas antiguas laguneras: dos alturas y cinco vanos, distribuidos en tres ventanas arriba, y una puerta y una ventana a cada lado en la planta baja. En ella se mantenía un restaurante que tenía su entrada por la otra calle, Juan de Vera. Las ventanas que daban a Anchieta estaban cerradas, como siempre. Marta no se acordaba de haberlas visto alguna vez abiertas.
A continuación seguía otra casa gris claro. Los grandes ventanales aparecían enmarcados por una decoración en madera preciosista, algo fuera de lo normal en la ciudad.
La siguiente poseía una simetría extraña. Cuatro ventanales de guillotina perfectamente espaciados, pero con una puerta de garaje muy baja, claramente posterior a su construcción, y una puerta de entrada peatonal demasiado alta, diseñada para gigantes.
Seguía la casa de la familia Verdugo, levantada entre los siglos XVI y XVII. Destacaban en ella unas puertas y ventanas simétricas a la izquierda, pero con un trozo de muro ciego a la derecha que arruinaba el efecto visual. Marta miró sus notas. Estas casas no pertenecieron al marqués. Pero a partir de la siguiente era posible que sí lo fueran. Sacó una copia del plano del archivo para comprobarlo. La siguiente casa, de una sola altura, era bastante posterior a las anteriores y ocupaba una de las antiguas entradas a la manzana interior. Estaba justo enfrente de otra casa señorial, la casa de los Van Damme, del siglo XVII. Por la acera de la izquierda, aparecían otras tres enormes casas antiguas, con las fachadas perfectamente restauradas. Como la de la esquina, tres ventanales en el piso superior y dos ventanas y una gran puerta a nivel de calle constituía el arquetipo repetido en todas ellas. La de la izquierda parecía remozada con más esmero, las ventanas y la puerta daban fe de un cuidadoso mantenimiento. En la del centro las contraventanas interiores de madera estaban completamente cerradas, lo que impedía ver el interior. La tercera era la menos lustrosa, aunque se mantenía bien conservada. Se notaba que el enmaderado de la fachada era de menos calidad que el de las otras.
Desde allí hasta la esquina, dos enormes edificios modernos de tres alturas rompían la uniformidad de la calle. El primero, sin el menor gusto, era un producto típico de los desmanes urbanísticos de los años setenta, y el segundo intentaba, sin conseguirlo, imitar el estilo canario antiguo en las ventanas. Con éste se llegaba a la esquina de la calle Tabares de Cala. Desde allí hasta la siguiente esquina se sucedían edificios modernos sin interés, salvo las casas adosadas al solar de la cripta, posiblemente levantadas en el siglo XIX.