—Instruir en el sentido de compartir experiencias. Eso es todo. Nada más y nada menos.
En medio de una salva de aplausos (según consta en el acta), Gorki comunica que el Politburó ha ingresado un millón de rublos en la caja del recién fundado Fondo Literario (LitFond). El dinero se empleará en la edificación de un «laboratorio de escritores»: un poblado de dachas en un terreno ondulado y boscoso al oeste de la capital, no muy lejos del serpenteante río Moscova. Allí acabarán erigiéndose veinticuatro casas de madera de dos pisos a lo largo de unos caminos de tierra dispuestos en espiguilla. El asentamiento de Peredelkino (que debe su nombre a un cercano convento del siglo
XV
) se presenta como la primera colonia de escritores mantenida por un Estado.
Los escritores la llaman «el jardín de los cerezos», haciendo un guiño a Chejov.
Entre los primeros privilegiados están Pasternak, Babel, Pilniak y el escritor polaco Bruno Yasienski. Las dachas huelen aún a resina y madera fresca cuando sus inquilinos se instalan en ellas. Babel escribe a su madre en Bruselas acerca de los placeres de la vida en el campo: atizar la chimenea con suficiente antelación para no quedarse congelado por la noche, sacar agua del pozo, la ausencia del teléfono. Durante las noches de verano, los escritores, acompañados de sus mujeres e hijos, se reúnen en los jardines silvestres, juegan un partido de voleibol o preparan brochetas de carne de cerdo a la brasa. El que desee pasar una tarde sin escribir se puede dedicar a plantar pequeños árboles frutales o a leer en la galería de su casa. O a empujar una carretilla cargada de abono con toda la tranquilidad del mundo, deteniéndose ante cada cancela para intercambiar noticias. La dacha encarna el concepto ruso de libertad. Ya era así en tiempos de Pushkin y continúa siéndolo en la era poscomunista.
Aunque la mayoría de las dachas ocupadas por los gobernantes y los generales se sitúan desde siempre en el valle del Moscova, unos kilómetros más allá de Peredelkino, el astuto político Lev Kamenev consigue una casa de campo en la nueva colonia de escritores. Y, a la inversa, la dacha de Gorki está ubicada entre las viviendas de los mandamases del Partido. Gracias a este sistema de agrupación y entrelazamiento, los miembros de elite del Kremlin pueden vigilar tanto a los suyos como a los
liriki.
Kamenev mantiene una relación de amistad con gran número de escritores, en tanto que Gorki, a su vez, trata a los jerarcas de la cúpula del Partido incluso desde antes de la Revolución.
La aparente libertad que se vive en las dachas de Peredelkino es engañosa. Ya en el primer verano, en 1935, está claro que algo se cuece en el horizonte político. Los escritores no llegan a ver jamás a Lev Kamenev ni a su esposa Olga (hermana de Trotski); su casa de troncos apilados permanece vacía. Resulta que Kamenev ha sido arrestado durante las detenciones masivas relacionadas con el asesinato del jefe del Partido en Leningrado, Sergei Kirov, ocurrido en diciembre de 1934. Los periódicos no tardan en calificarlo como el cerebro del atentado. Dicen que Kamenev tramaba un «golpe de Estado trotskista», junto con otro bolchevique de la vieja guardia, para el que el disparo mortal contra Kirov era la señal de partida.
Gorki exige en el diario
Pravda
que los autores del crimen sean ejecutados («sin reparar en las protestas y críticas de los humanistas profesionales»), aunque está convencido de la inocencia de Lev Kamenev. Ambos se conocen muy bien; Kamenev es el suplente de Gorki en la presidencia de Academia, la editorial que publica libros científicos de cuño socialista.
Isaak Babel, que ocupa junto con su amante Antonina la dacha contigua a la de los Kamenev, acude a Gorki para interesarse por la suerte de sus vecinos ausentes. Gorki sospecha que ha habido un malentendido, que la proverbial «desconfianza caucásica» de Stalin le juega malas pasadas al máximo dirigente. Decide comentar el asunto directamente con el líder del Kremlin. Le pregunta a qué viene la oleada de detenciones entre veteranos. Gorki admite que en las esferas más altas del poder pueda existir cierta disconformidad con la industrialización forzosa, así como descontento por la hambruna, pero de ahí a afirmar —como reza la denuncia— que Kamenev sea un agente de Trotski o incluso de Hitler hay, a su juicio, un trecho.
Gorki incita a Stalin a actuar con moderación:
—¡Piensa en lo que más tarde escribirán tus biógrafos!
Por primera vez, la injerencia de Gorki surte el efecto contrario. Como si hubiera rebasado un límite invisible. Por puro resentimiento, el georgiano del Kremlin se niega durante meses a atender las llamadas telefónicas de Gorki. En un comentario despectivo de
Pravda,
el escritor recibe de pronto la etiqueta de «liberal blando», en lugar del tradicional «padre de las letras soviéticas». ¿Debe ello interpretarse como un simple acto de provocación o como la primera jugada de una campaña difamatoria a gran escala? El escritor del pueblo, en la cúspide de la fama, se cree lo suficientemente poderoso como para no tener que tolerar ese trato. Decide regresar a Italia para reflexionar acerca de su reconciliación con el poder soviético. Pero Stalin ya no suelta su presa: le deniega a Gorki el visado de salida.
En un instante, el poderoso presidente de la Unión de Escritores Soviéticos pasa a ser prisionero en su propio país y en su propia casa, aunque es difícil saber hasta qué punto es consciente de ello: Piotr, su secretario privado, es contactado por el servicio secreto y se encarga de que determinadas cartas dejen de llegar a manos de su jefe. De este modo, lo protege de los «contactos perjudiciales» con los intelectuales extranjeros, cuyas críticas se van endureciendo a medida que el procedimiento judicial contra Kamenev y sus «células trotskistas y terroristas» adquiere proporciones cada vez más grotescas.
Los juicios tienen lugar en Moscú, en la Sala de las Columnas, transformada en tribunal de justicia con motivo de este espectáculo. Un diplomático británico que asiste como observador se extraña de las «sanguinarias peroratas de la parte acusadora» y las «confesiones fantásticas de los acusados». Señala que «el proletario acomodado, el nuevo aristócrata, al igual que su antecesor de sangre azul, ha acudido a esta sala de baile para divertirse». En su opinión, los procuradores confunden la fantasía con la realidad: «Se dejan guiar por un orgullo creativo, por una entusiasta búsqueda de la precisión que los lleva a corregirse unos a otros, haciendo hincapié en detalles que sólo existen en su imaginación».
En sus conversaciones con el escritor francés André Malraux, Babel comenta que las farsas judiciales causan una profunda impresión en el pueblo llano. Las brutales denuncias, presentadas en tono burlesco, y la consiguiente autohumillación de los acusados (que, aparentemente drogados, pronuncian las confesiones «más absurdas»), proporcionan al obrero un enemigo manifiesto, un chivo expiatorio al que puede responsabilizar de la acuciante escasez de leche, embutido y demás artículos de primera necesidad. Se rumorea que «Stalin no puede dar pan al pueblo y que, por eso, le da circo».
A comienzos de 1936, Babel visita a Gorki en su chalet de Crimea, donde éste pasa el invierno como alternativa a la mediterránea ciudad de Sorrento. Ambos escritores se muestran pesimistas ante el preocupante vuelco en la política cultural, que parece haberse cobrado su primera víctima.
Pravda
ha lanzado una ofensiva contra el compositor Dmitri Shostakovich, acusándolo de producir «notas discordantes llenas de nerviosismo, crispación e histeria», «música convertida en caos». En una de las oraciones subordinadas del artículo incluso se profiere una velada amenaza contra la persona de Shostakovich («puede que este juego acabe mal»).
Gorki desconoce quién ha mandado atacar al músico ni con qué fin. Pese a ser el asesor y hombre de confianza de Stalin en el ámbito cultural, no ha sido informado, y no digamos ya consultado. El veterano escritor comprende que han dejado de contar con él.
De vuelta en Moscú le explican que no han querido implicarlo debido a su delicado estado de salud. Es cierto que la condición física de Gorki se ha deteriorado como consecuencia de la tuberculosis, hasta tal punto que en junio de 1936, bañado en sudor y con la respiración entrecortada, ya no puede salir de la cama. Stalin acude a verlo en calidad de amigo, como si nada hubiese ocurrido entre ellos. Médicos enfundados en batas blancas van y vienen sin cesar, extrayendo preparados medicinales de sus maletines y administrando polvos y jarabes, pero el paciente sigue jadeando.
Dado que ya no es capaz de escribirlas él mismo, Gorki dicta sus últimas palabras: «Fin de la historia, fin del héroe, fin del autor».
Cuando tampoco pueda ya hablar, se empeñará en seguir leyendo el periódico, aunque sólo sea durante media hora al día. Para evitar que el escritor de sesenta y ocho años se lleve algún disgusto en su lecho de muerte, se encomienda a GlavLit la elaboración de ediciones especiales de
Pravda,
unos ejemplares destinados únicamente a Gorki en los que se han eliminado todas las noticias susceptibles de turbar al escritor. No es tarea fácil, ya que las destrezas y técnicas de GlavLit están pensadas para engañar a la masa, no a un solo individuo. Es como si se pusiera a prueba el aparato de censura: ¿estará capacitado también para realizar un trabajo tan específico?
El redactor de GlavLit en
Pravda
vive unas noches intensas. Comienza por examinar todos los manuscritos. ¿Incluyen alguna información estremecedora? ¿Formulaciones encubiertas que ya no pueda soportar el debilitado corazón de Gorki? En caso afirmativo, averigua si existe material alternativo. A continuación llama a uno de los cajistas para que componga la página especial y, una vez impresa la tirada ordinaria, a altas horas de la madrugada, nadie puede regresar a casa hasta que dicha página haya salido de la imprenta y se disponga de un ejemplar presentable y debidamente plegado para Gorki. Uno de esos ejemplares adaptados ha llegado a nuestros días: ahí donde la portada de la edición nacional recoge un artículo sobre la muerte inminente de Gorki, el
Pravda
personalizado del escritor presenta un texto de la misma extensión en el que se augura una cosecha abundante.
Así muere Alexei Peshkov el Amargo el 18 de junio de 1936, con una mentira disfrazada de «Verdad» en la mano.
El verano de 1936 es excepcionalmente caluroso. Tras la incineración oficial, la urna con las cenizas de Gorki se deposita en el muro del Kremlin, en presencia de 800.000 moscovitas. El acto coincide con el inicio de la temporada veraniega y el traslado a las dachas. Los funcionarios del Partido que no descansan en la costa del mar Negro buscan el frescor en la ribera del río Moscova. Es el primer año que está prohibido pescar y navegar, pero todo el mundo disfruta de la natación. El 19 de agosto, a tan sólo unas decenas de kilómetros en línea recta de las meriendas campestres y otras actividades de esparcimiento, Lev Kamenev es conducido ante el juez y condenado a muerte en la Sala de las Columnas. Su esposa Olga y sus dos hijos son enviados a sendos campos de trabajo.
Después de estudiar el posible destino de la dacha vacía de Peredelkino, LitFond decide convertirla en una residencia para escritores y poetas visitantes.
Cuando yo fui a verla en la primavera de 2001 se extendía delante de la recia cabaña de troncos de los Kamenev un solar en construcción. El camino de tierra que bordeaba la valla pintada de verde estaba reforzado con losas de hormigón y desembocaba en una barrera rojiblanca. Me encontré con un panorama desolador: en el corazón de Peredelkino —que, al fin y al cabo, no deja de ser un monumento histórico cultural— se erguían cinco chalets en una parcela completamente deforestada. Aun siendo domingo, aquello era un auténtico hervidero de cargadores, uzbekos y otros, que acarreaban sobre sus espaldas sacos de cincuenta kilos de cemento desde la caja de un camión.
«Aquí construye OrgKomStroi», pude leer en un panel de la constructora. En el interior de una garita de cristal reflectante con forma de cubo se presumía la presencia de un vigilante.
—¿Qué es lo que construye OrgKomStroi aquí? —pregunté a través de una rejilla de ventilación en un tono que debió de revelar indignación o incluso enojo.
Una voz masculina traspasó el cristal azul en el que sólo me veía a mí mismo:
—Pues ya lo ve usted:
kottidzhi.
Alcé la mirada para contemplar los chalets en construcción. ¡Claro, eran
cottages!
Las casas de campo de los llamados nuevos rusos. No tenían nada que ver con las dachas. No por ser de piedra (y no de crujientes estructuras de madera), o porque las cancelas desvencijadas hubieran sido sustituidas por puertas de garaje metálicas con mando electrónico. Tampoco por la diferencia de tamaño (en un
cottage
caben cinco dachas). No, lo que distinguía al
cottage
de la dacha era la mentalidad del propietario. Los hijos de los nuevos ricos jugaban en el césped cortado al ras bajo cámaras de seguridad, por temor a los secuestros y los consiguientes intentos de extorsión. Los desconocidos que se arriesgaban a entrar en la finca no se veían sorprendidos por los ladridos de un perro, sino por unos tipos forzudos cuyas pistolas abultaban de forma ofensiva bajo el pantalón. Los
cottages
se construían según el modelo de
Dallas y Dinastía,
siendo todos ellos fruto de la apropiación ilegal de fondos (públicos). Además, en un entorno como ése no podían faltar automóviles caros y mujeres más caras aún. Eran unos minicastillos monstruosos, siniestramente amurallados, en alguna ocasión rematados por almenas medievales. En los años noventa, su presencia se multiplicó como por arte de magia a lo largo de las vías de salida de Moscú, en los parajes más bellos. A poco que uno se fijara, saltaba a la vista que muchos de ellos estaban a medio terminar. Eso significaba que el aspirante a propietario se había arruinado en pleno proceso de construcción o —lo que era más habitual— había sido víctima de un ajuste de cuentas entre propietarios de
cottages.
Estudié mi plano de Peredelkino, una hoja tamaño folio en la que se indicaba el lugar de residencia de cada escritor. ¿Acaso no era ésa la alameda Vishnev? ¿Y no se situaba la parcela número 3 justo enfrente de la garita? Lo único que alcancé a percibir en ese punto era una hormigonera sobre un terreno allanado y en obras.