Ingenieros del alma (36 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Le asignaron Cabo Bekdash. Cuando llegó, en 1943, no había más que barracones y naves. Olga se vio rodeada de reservistas de segunda, cincuentones decrépitos declarados inútiles para prestar servicio en el frente. Durante los años de la guerra, el complejo químico se reconvirtió a la explotación de wolframio y litio para la industria armamentística.

—Nadie quería comprender que trabajar aquí, bajo el tórrido calor, era mucho más duro que cavar trincheras.

La pérdida de vidas humanas entre los reservistas enviados al desierto adquiría unas proporciones «no menos estremecedoras» que en el campo de batalla.

—Al ser maestra llegaron a mis oídos muchas historias de terror, pero nadie se atrevió a comentarlas en voz alta.

Pregunté si sabía lo que le había pasado a Yakov Rubinshtein. Olga movió la cabeza en sentido afirmativo: ¡y tanto que lo sabía! De paso, recitó los nombres de otras personas deportadas por haber realizado supuestos actos de sabotaje: Guzman, el ingeniero jefe, y Salnikov, el barquero del pontón que cruzaba el estrecho.

—Ese hombre era muy hábil; debería haber sido inventor. Recuerdo perfectamente cómo construyó con todo tipo de desechos un molino de viento capaz de generar electricidad. Pero en su barca de pasaje se iba de la lengua. Seguro que alguien sospechó de él y lo denunció.

Después de la guerra la producción de sulfato se reanudó. El Lago número 6 fue el primero en ser explotado de nuevo. De Astrakán llegaron buques con miles de proscritos internos, condenados a seis años de trabajos forzados en el gulag de Bekdash por haber caído prisioneros en manos de los alemanes. Ajuicio de Stalin, habían cometido una forma de traición que rayaba en la deserción.

Olga contrajo matrimonio con uno de los convictos, llamado Zorin y originario de un pueblo ucraniano próximo a Odessa. Durante todos esos años, su esposo se había dedicado a extraer sulfato sin rechistar, dando muestras de una gran disciplina. Estaba previsto que recuperaría sus derechos civiles en 1952.

—Teníamos la intención de mudarnos al pueblo natal de mi marido tan pronto como recibiéramos sus documentos de viaje. Lejos de aquí. Zorin sentía mucha curiosidad por ver lo que quedaba de aquello, por saber quién había sobrevivido…

Olga interrumpió su relato bruscamente. Nerviosa, comenzó a retorcerse las manos, desviando la mirada.

Al poco se sobrepuso y dijo:

—Pero tras cumplir los seis años de castigo a mi marido le comunicaron que su pena sería prorrogada otros seis años más.

La dirección había decidido compensar la falta de obreros duplicando las condenas.

—Adujeron que mi marido se había hecho imprescindible.

Zorin falleció en 1972. Al final, no fueron a ningún lado. Y cuando Olga enviudó tampoco se marchó.

Siguió un silencio embarazoso. Cambié de tema para distender un poco el ambiente. Quise saber si Olga había leído
La bahía de Kara Bogaz.

A pesar de todo, la mujer logró esbozar una sonrisa: como directora de escuela poseía tres ejemplares que había dejado en préstamo casi de forma continua. Lo consideraba un libro magnífico, un «cuento de hadas».

—Ideal para perderse en ensoñaciones. ¿No le parece? —me preguntó y, sin esperar respuesta, prosiguió—: No lo digo con ironía. Paustovski simplemente les siguió el juego, como todos. Creo que era igual de ingenuo que nosotros, los miembros del Komsomol. Íbamos a cambiar el mundo. Para mejor. Lo justificábamos todo y cuando había algo que no se pudiera justificar nos callábamos. Dios mío, ¡cómo pudimos ser tan crédulos!

—¿Y ahora? —pregunté.

—¿Ahora? —repitió Olga. Tras reflexionar unos segundos, continuó—: Para nosotros, el «ahora» comenzó en 1980, el año en el que se cerró la entrada al mar. A partir de ese momento supimos que nuestro trabajo acabaría desapareciendo y, peor aún, que perderíamos la bahía. Bueno, la verdad es que hemos aguantado veinte años más, pero ahora que están desmantelando la distribución del agua, Bekdash está condenado a muerte.

Olga nos contó que en su casa se lavaba con agua de mar, fregaba los suelos con agua de mar e incluso hacía sopa con agua de mar.

—Como hay que echarle sal de todos modos, sería un despilfarro utilizar agua dulce.

Artemia pagaba los sueldos de sus empleados en dinero y agua potable: cincuenta litros a la semana por familia.

—Me imagino que si suprimiéramos estas raciones de agua se armaría un gran revuelo —declaró Eddy, dispuesto a enseñarnos su «estación de base» junto a la bahía de Kara Bogaz.

Sin el todoterreno con tracción a las cuatro ruedas de la empresa de Eddy jamás hubiéramos llegado al Lago número 6. Nos lo habrían impedido el fuerte desnivel del terreno y la arena suelta de las pistas. Abandonamos la costa del mar Caspio y condujimos diez o veinte kilómetros tierra adentro.

Ibrahim-Aka se congratulaba de no tener que aventurarse por ese circuito con su Daewoo.

—Se llenaría de arena el motor —manifestó.

Eddy le comentó que los europeos, o al menos algunos de ellos, recorrían esos terrenos accidentados por deporte. Nos contó que en 1997 había pasado por allí a toda velocidad una caravana de motoristas. Aquel año, el MasterRallye EuropaAsia, una alternativa al París-Dakar, incluía excepcionalmente la vuelta a la bahía de Kara Bogaz. El Lago número 6 fue el único asentamiento que los corredores encontraron durante toda la etapa.

—En caso de avería, los participantes eran evacuados del Karakum en helicóptero.

Ibrahim-Aka no alcanzaba a figurárselo, aunque en realidad tampoco tenía tiempo de asimilar lo dicho, puesto que nuestro guía flamenco ya nos estaba señalando otra cosa: los esqueletos de unos extraños robots diseñados para arrancar el sulfato del suelo. Los autómatas yacían petrificados (¿o salinizados?) sobre el fondo blanquecino de la zona de producción Lago número 6, en torno al cual se extendían las chabolas del caserío del mismo nombre. Prácticamente todo aquello que hubiera podido tener alguna utilidad había sido desmantelado; los pocos vestigios que permanecían en pie se agitaban al viento, dando golpes.

—¿Me paro? —preguntó Eddy con mirada inquisitiva.

—No hace falta —contesté—. Seguimos.

El todoterreno se encaramó a la enésima cuesta y, en ese momento, se desplegó ante nosotros la bahía de Kara Bogaz.

El agua era de un azul intenso; sólo en los extremos menos profundos se reflejaban unas sombras verdes. La cadena de colinas desde la que contemplábamos el panorama envolvía la bahía como una gorguera; el mar interior era tan grande que resultaba imposible divisar el otro lado, aunque hacía un día claro.

Nos disponíamos a salir, pero Eddy se cerró antes la cremallera del anorak. A él ya no lo cogían desprevenido las fuertes rachas del
moriana.

Abajo, en la línea de la marea, se distinguían unos contenedores blancos enarbolando las banderas de Artemia y Turkmenistán: la estación de base de Eddy. Mientras descendíamos la colina nos sobrecogieron los estridentes y amenazadores graznidos de dos inmensas aves negras que planeaban sobre nuestras cabezas. Pudimos apreciar sus pesadas remeras, e incluso la inclinación de sus cuellos: no nos quitaban los ojos de encima.

—Águilas reales —informó Eddy—. Es el primer año que las vemos por aquí. Anidan en una cantera un poco más adelante.

Ibrahim-Aka trató de imitar el grito de las aves rapaces, pero desistió de su empeño en cuanto uno de los animales hizo ademán de lanzarse en picado hacia él. Pese a ser un falso ataque, logró su fin.

Eddy nos contó que, unos años antes, el equipo de buceadores de Jacques Cousteau, el célebre oceanógrafo fallecido en 1999, había hecho un alto en la zona con objeto de estudiar la vida submarina. Debido a la elevadísima concentración de sal, superior incluso a la del mar Muerto, la fauna y flora de la laguna se caracterizaba por una hermosa sencillez. En la bahía crecían algas rojas, que presentaban ese color debido a la absorción de ingentes cantidades de caroteno. Los pequeños crustáceos llamados artemias, que ni siquiera medían centímetro y medio, se nutrían de esas algas, produciendo, a su vez, huevas rojas.

—Cada primavera alquilamos un helicóptero para averiguar dónde se acumulan las huevas —prosiguió Eddy—. Van formando largas ristras rojizas, de varias decenas de kilómetros, que se mueven bajo el empuje del viento.

Los flamencos, por su parte, se alimentaban con esas huevas y con las larvas de artemia, también rojas. A través de la cadena alimentaria, el caroteno se desplazaba de las algas a las artemias y de las artemias a las plumas de los flamencos, confiriéndoles ese leve tono rosado tan peculiar.

Seguí hasta la línea de la marea. Allí pude comprobar que las rayas blancas que, desde lejos, había confundido con el rompiente de las olas eran en realidad franjas de mirabilita, punzantes y rugosas al tacto.

Liriki
contra
Fiziki

Los escritores fueron quienes levantaron y sostuvieron la sociedad soviética; y también fueron los escritores los que la dejaron caer. ¡Cuál no habría sido el dolor de Máximo Gorki si hubiera sabido que los
liriki
terminarían por rebelarse contra los
fiziki
!

Cuando en 1954 se inaugura el segundo macrocongreso de la Unión de Escritores Soviéticos, en apariencia nada ha cambiado. En marzo de 1953, el pueblo llora, muy apenado, la muerte de Stalin. El «Maestro Bien Amado» descansa en el mausoleo de Lenin, junto a su antecesor. Aún no hay nada que indique la inminente desacralización de Stalin, si bien su más directo colaborador, el jefe del NKVD, Lavrenti Beria, ha sido ejecutado ese mismo año. Acto seguido, su nombre es borrado de la
Gran Enciclopedia de la Unión Soviética
(los suscriptores reciben por correo un encarte sobre el estrecho de Bering para que sea pegado encima de la entrada «Beria»).

El congreso se inicia con dos minutos de silencio en memoria del camarada Stalin. De repente, la masa de novelistas y poetas se pone en pie como impulsada por un único resorte, aunque luego cada uno de ellos se entregue a sus propios pensamientos, con la cabeza inclinada.

—Cada uno de nosotros escribe lo que le dicta el corazón —afirma Mijail Sholojov—. Pero nuestros corazones pertenecen al Partido.

Paustovski, embutido en un terno, está sentado en una de las primeras filas.

—¡Hablemos claro! —comienza su discurso dirigido a los «envidiosos críticos extranjeros»—. Según se sostiene en Occidente, nosotros, los escritores soviéticos, sufrimos el yugo de numerosas interdicciones y obstáculos y no gozamos de libertad para elegir nuestros temas y desarrollar nuestras ideas. Yo soy un escritor soviético común y corriente. Jamás me he sentido presionado en la elección de mis temas ni en la forma de tratarlos.

Después de su estancia en el canal Volga-Don, Paustovski se ha dedicado a producir más prosa hidráulica. En la estela de
El nacimiento del mar
ha escrito una docena de relatos con títulos tan elocuentes como «La poderosa fuerza de los ríos», «Tiernas bendiciones» y «El curso de los nuevos ríos».

En la
Gran Enciclopedia de la Unión Soviética
, el escritor merece el calificativo de «romántico de la construcción socialista».

A Paustovski le va de maravilla desde que él y su familia han cambiado el apartamento de una pieza de la calle Gorki por el piso en la torre Stalin. En 1955 renuncia a su cargo de docente en el Instituto Literario, aunque no sin antes conseguirle un puesto a su hijastra Galia —que acaba de cumplir dieciocho años— en la sección de «crítica literaria».

Ese año incluso sobra dinero para una dacha. Tatiana sale en busca de una segunda residencia por los pueblecitos que se alinean a lo largo del Oka, uno de los ríos del centro de Rusia más apreciados por su esposo. Encuentra una casita de madera en Tarusa, propiedad del director del sanatorio local, que está dispuesto a vendérsela. Resulta ser una elección acertada: un lugar ideal para escribir, donde Paustovski halla por fin sosiego y comodidad.

Me acerqué al lugar un plácido día de octubre. Galia, quien además del apartamento había heredado la dacha, me explicó cómo llegar. La dirección era calle Proletarios número 3, pero me dijo que, una vez en Tarusa, preguntase por la «casa Paustovski». Junto con Volodia, su marido, llevaba ya varios días preparando la casa y el jardín para el invierno.

Pronto descubrí que la calle Proletarios era un camino de tierra lleno de baches. Un campesino envuelto en harapos estaba durmiendo la mona en el arcén, hecho un ovillo. La luz del sol inundaba el parabrisas, por lo que no vi al hombre hasta el último momento; logré evitar por poco sus piernas medio encogidas y cuando me detuve ante el número 3, al final de la pista, aún no me había recobrado del susto.

—Tarusa es famoso por sus borrachos —aclaró Volodia mientras quemaba montoncitos de hojas otoñales rastrilladas.

—Y por sus ladrones —completó Galia—. Sólo en el pequeño barrio por detrás del sanatorio viven ya ocho atracadores.

—¿Ocho atracadores?

Me costaba creerlo. En todo caso, no cuadraba con la sensación de paz que inspiraba Tarusa: un lugar de reposo con edificios de apartamentos de ladrillo, ubicados en una ribera boscosa, y rodeados de casitas de labranza. Sin olvidar el agradable olor a hojas húmedas y setas.

Pero Galia fue tajante:

—Tarusa es un vertedero de criminales.

Según me explicó su esposo, ello se debía a la denominada «cláusula de los cien kilómetros» del antiguo Código penal soviético, que prohibía a los delincuentes condenados asentarse durante el resto de su vida en un radio de menos de cien kilómetros alrededor de Moscú.

—Como Tarusa se halla justamente al otro lado de ese límite solían afincarse aquí.

Mientras señalaba con el dedo la dacha pintada de azul y blanco, una casa de ensueño, Galia me comentó que aún les quedaban por instalar unas contraventanas para disuadir a los numerosos malhechores de Tarusa de cara al invierno. Luego se quitó los guantes de trabajo y me enseñó el jardín, donde estaba cubriendo los arriates y macizos de flores con paja y cañizos.

—Si no lo hago se hielan los bulbos —me explicó.

Un sendero de piedra conducía a una letrina y un cobertizo con pilas de leña. Un poco más adelante, entre los manzanos, se escondía el cenador en el que Paustovski había trabajado los últimos doce años de su vida. La casita hexagonal estaba cerrada con llave. Nada más asomarme a la ventana, en un intento por examinar el interior, mi rostro se vio invadido por las telarañas.

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