Ingenieros del alma (24 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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—¿Qué ha sucedido con la dacha de Babel? —exclamé a través de la rejilla.

La figura invisible de la caseta con forma de cubo respondió que no conocía a los antiguos habitantes, que sólo llevaba trabajando un año en ese lugar.

—Isaak Babel —insistí—. El escritor. Su dacha debió de estar ahí enfrente.

La garita reaccionó con manifiesto nerviosismo:

—¡Pero si ahí donde usted dice hay una dacha!

Y, ¡sí señor!, cincuenta metros más adelante, escondida detrás de una valla, se entreveía una casita de madera con galería; pero aquélla no podía ser la dacha de Babel. La vivienda del escritor era más alta y más puntiaguda, con un palomar en el caballete. No había nadie en «casa», pero delante de la puerta esperaba una fila de babuchas elaboradas a partir de neumáticos desechados; por lo visto, era ahí donde acampaban los obreros uzbekos. Mi plano daba muestras de una gran precisión: Babel vivió en medio de la parcela apisonada. Sin embargo, de su dacha no quedaba nada, ni una astilla, ni un clavo. La conciencia de que el vigilante y los uzbekos no sentían ningún respeto hacia la historia de aquel lugar, por la sencilla razón de que nada les decía el nombre de Babel, me llenó de tristeza.

El creador de los inmortales relatos de Odessa fue uno de los últimos en ser arrestado. Fueron a por él en 1939, cuando lo peor de la ola de terror ya había pasado. En el amanecer del 16 de mayo de ese año salió de la prisión de Lubianka una
«marusha
negra» con dos oficiales del NKVD a bordo. Para las detenciones de alto nivel, el servicio secreto no empleaba furgonetas enrejadas, sino un automóvil de la marca Chaika con asientos revestidos de tela o cuero. Antes de abandonar Moscú, los dos hombres sacaron de la cama a la novia de Babel, Antonina Pirozhkova, ingeniera experta en túneles, y se la llevaron. Salieron de la ciudad por la carretera de Minsk y giraron a la izquierda a la altura de Peredelkino. Babel estaba aún dormido cuando los tres enfilaron el camino de tierra situado justo detrás de la antigua dacha de Lev Kamenev, bajo un profundo silencio.

Antonina entró por la cocina, seguida de los dos agentes. «Me detuve, indecisa, ante la puerta del dormitorio de Babel», escribiría más tarde en sus
Recuerdos de Babel.
«Uno de los hombres me indicó con un gesto que llamara a la puerta. Lo hice y escuché la voz de Babel:

—¿Quién es?

Yo.

Babel se puso cualquier cosa y abrió. Los dos agentes me echaron a un lado y se acercaron de inmediato a él. "¡Manos arriba!", le ordenaron, antes de cachearlo. (…) Nos obligaron a pasar a la otra habitación, la mía. Allí nos sentamos el uno al lado del otro, cogidos de la mano».

Apenas tres semanas después de que Babel fuera encarcelado en la prisión de Lubianka, cuando faltaba aún más de medio año para su ejecución, LitFond presentó una solicitud ante el NKVD en la que pedía permiso para asignar «la dacha precintada que había sido puesta temporalmente a disposición del escritor Babel» al candidato siguiente.

Al igual que Babel (un judío con contactos en Francia y Bélgica), Pilniak (un alemán del Volga) sabe que tarde o temprano será detenido. Al glamuroso Pilniak ni siquiera le extraña que de todos los vecinos de Peredelkino él sea el primero en caer, en octubre de 1937.

Si hay alguien que levante sospechas es él: Boris Vogau «Pilniak» emprende prolongados viajes al extranjero, visita dos veces Japón y, durante un viaje a California (a expensas del grupo editorial Hearst), firma un contrato como guionista con los estudios cinematográficos de la Metro Goldwyn Mayer en Hollywood. Es el único habitante de Peredelkino que posee un Ford importado de Estados Unidos. Los miembros de GlavLit y el servicio secreto lo llevan vigilando desde los años veinte, y es que, pese a haber reparado los errores cometidos con anterioridad en su novela
El Volga desemboca en el mar Caspio,
dedicada a la ingeniería hidráulica, Pilniak no logra sacudirse su fama de conformista poco fiable. Tiene amigos en el mismísimo Kremlin, pero esa circunstancia ya no le dispensa ninguna protección. Todo lo contrario, quienes se han aproximado en demasía al candente centro de poder están cayendo presa de las depuraciones masivas, arrastrando consigo a otras personas.

Aun antes de que finalice el bochornoso verano de 1936, Stalin ordena por telegrama (desde el balneario de Sochi, en la Riviera soviética) el cese del jefe de los servicios secretos, Genrij Yagoda, el director de los juicios farsa contra Kamenev y los suyos, aduciendo que Yagoda «se retrasó cuatro años» en detectar y desactivar las células terroristas antisoviéticas. La caída de este hombre anuncia una profunda reorganización del servicio secreto, desde el escalafón más bajo hasta el más alto. A pesar de las condecoraciones que lucen sobre el pecho, los agentes secretos desaparecen uno tras otro en la máquina antropófaga que ellos mismos han construido. Ahora se interroga, se tortura y se incrimina al propio Yagoda, así como a Piotr, el secretario de Gorki, con motivo del
asesinato
del escritor, al estar acusados de haber anticipado la muerte de Máximo Gorki con la ayuda de los médicos de bata impoluta.

Mientras la Sala de las Columnas se transforma de nuevo en una arena jurídica, Stalin manda prensar un disco en la fábrica de Melodiya, no lejos de Moscú, con su discurso acerca de la nueva Constitución de la URSS. Pese a todo, no le faltan discípulos dentro y fuera del país que se obstinan en afirmar que la Unión Soviética constituye el máximo Estado de derecho. El poeta francés Louis Aragon se pregunta si «a la nueva Constitución de Stalin no le corresponde encabezar la lista de los tesoros más valiosos de la cultura humana, incluso por delante de las obras regias de Shakespeare, Rimbaud, Goethe y Pushkin». Habla de unas «páginas magníficas dedicadas al trabajo y la alegría de 160 millones de personas». Al tiempo de presentar la nueva Constitución, Stalin declara que la URSS ha atravesado todas las etapas prescritas por Marx, convirtiéndose así, en el memorable año de 1936, en el primer país del mundo en alcanzar la fase del socialismo. Tal acontecimiento bien merece una celebración. Por orden del líder del Kremlin se fijan unos enormes carteles, con una letra cada uno, en la fachada de los grandes almacenes GUM, frente a la tumba de Lenin. Los proletarios encargados de llevar a término esta tarea sudan sangre, y cuando acaban se puede leer: LA VIDA SE HA TORNADO MAS ALEGRE.

GlavLit está más ocupado que nunca, no porque haya aumentado el número de manuscritos sometidos a aprobación, sino porque el aparato de censura afronta un nuevo cometido: retirar de la circulación toda obra laudatoria sobre los dirigentes y generales que, desde su desenmascaramiento como «canallas», «reptiles malditos» o «estafadores desvergonzados», se sientan en el banquillo de los acusados. Entre ellos está Yagoda. En un cuadro que representa la inauguración del canal Belomor, el hombre aparece —con su bigotito cuadrado y su cráneo liso— en el castillo de proa del barco de vapor
Anioshin,
nada menos que al lado de Stalin. Para no tener que encargar un nuevo lienzo de esta misma escena, GlavLit acude a un restaurador que cubre hábilmente al ex camarada con una delgada capa de pintura al óleo. Pero por mucho que sea condenado y ejecutado, Yagoda no se deja tachar de la historia con facilidad. Como verdugo de Lubianka, imprimió un sello casi indeleble sobre la vida soviética. Su intervención resultó decisiva para que, en 1928, Gorki aceptara regresar de su exilio. A su vez, el escritor representó a Yagoda como un héroe en
Belomor.
Tanto en la edición de lujo para el
VII
Congreso del Partido como en la versión barata destinada al gran público se cita el nombre completo del jefe del servicio secreto. A fin de cuentas, había recibido la Orden de Lenin por su supervisión de las obras de excavación y su destacado papel en los trabajos de reeducación. GlavLit se enfrenta a un dilema: borrar a Yagoda y a sus «guardianes de la Revolución» o prohibir
Belomor
en su integridad.

El aparato de censura opta por la prohibición. El resultado es que en la primavera de 1937 desaparece de las bibliotecas y librerías la primera piedra colectiva de la nueva literatura soviética, el cimiento del realismo socialista. El grueso volumen que, desde su publicación tres años antes, encabezaba una serie consagrada a la literatura hidráulica es suprimido sigilosamente.

Boris Pilniak comprende que su participación en la excursión a Belomor ya no aboga en su favor. Su único consuelo es que en Peredelkino viven otros doce artistas que presenciaron la inauguración del canal. ¿Hacen bien en conservar un ejemplar del libro en su casa? La respuesta es negativa. El mismo día en que GlavLit incluye un título en la lista negra queda prohibida su tenencia. Es una norma que más vale acatar porque si en un registro domiciliario aparece un ejemplar de
Belomores
fácil concluir que su dueño ha trabajado en secreto para Yagoda y su quinta columna.

Pilniak vive angustiado.

—Cualquiera puede ser acusado de trotskismo en cualquier momento —comenta a un poeta amigo suyo—. El que no esté de acuerdo con el comentario editorial de
Pravda
es trotskista. Tú y yo también somos trotskistas.

Pilniak escribe su última novela. No para el gran público, sino «para ser guardada en un cajón». O mejor dicho: en una cajita enterrada en el jardín de su dacha. La obra, que versa sobre los turbulentos años de 1905 a 1917, se titula:
La granja de sal.
Cada vez que termina unas páginas las oculta en su cajita. La única persona que conoce el escondite es Kira, su esposa georgiana. Ni siquiera sus vecinos, Boris y Zinaida Pasternaka, están al tanto de este secreto.

En el año 2001, ambas dachas, la de los Pilniak y la de los Pasternak, se hallaban en estado ruinoso. Desde la calle, por entonces asfaltada, se veía que necesitaban no ya una mano de pintura sino una rehabilitación a fondo. Los dos jardines se habían convertido en sendos bosques silvestres separados entre sí por un camino de polvo de turba que desembocaba en un boquete abierto en la cerca.

Justo detrás de mí, en el asfalto, se detuvo un autobús rugiente del que se apeó una señora, tocada con una boina. Dio unos pasos en mi dirección y, cuando se disponía a abrir la cancela, la abordé. Había acertado: Svetlana Semionova vivía con su esposo y sus hijos en la planta baja de la casa de madera del escritor Boris Pilniak. La mujer era la hospitalidad en persona, insistió en que pasara… aunque la casa estaba patas arriba… me dijo que no me fijara en el desorden…

Y, en efecto, ¡menudo caos!, la casa de Svetlana Semionova estaba hecha un desastre. Le pregunté si acaso era escritora y ella asintió con entusiasmo.

—Mi esposo y yo alquilamos esta vivienda a LitFond.

—¿Así que LitFond sigue existiendo?

—¡Ya lo creo! Actúan como una inmobiliaria de lujo que ofrece las mejores casas de la zona.

Me costó trabajo seguir la verborrea de Svetlana y examinar a la vez el interior de la casa. Descubrí algunos elementos (el techo de caoba, la espaciosa galería en forma de U) que apuntaban a que la vivienda había sido una dacha de elite. Aunque, ajuicio de Svetlana, la mejor prueba de que los escritores de la Unión Soviética gozaron de un gran prestigio era la caldera de gas en el cuarto de la calefacción.

—Data de 1935. ¡Imagínese!, calefacción central en 1935, mientras que el resto de Rusia vivía aún en la Edad Media.

Pregunté si en la casa quedaba algún objeto personal de Boris Pilniak. Tras pensarlo un instante, mi anfitriona alzó un dedo y me indicó con un gesto que la acompañara afuera. Entramos en el jardín por una pasarela y nos dirigimos a una zona pantanosa invadida por la sombrerera; o al menos eso era lo que yo pensaba, pero Svetlana negó con la cabeza. Dijo que era otra cosa. Aquellas hojas fantásticas se veían aún más grandes que las de la sombrerera; tenían un diámetro de al menos un metro.

—Mi marido y yo la llamamos simplemente «oreja de elefante», porque tampoco sabemos cuál es el nombre exacto —confesó Svetlana—. Pilniak la trajo de uno de sus viajes. Es una planta exótica de Japón.

De pronto me acordé de la cajita con
La granja de sal
. Quizá había estado escondida debajo de las «orejas de elefante». Kira había desenterrado el manuscrito mecanografiado, prácticamente listo para su publicación, en los años cincuenta, al salir del campo para mujeres de Kazajstán donde estuvo encerrada cumpliendo una condena de diez años de trabajos forzados como «esposa de un enemigo del pueblo».

La vecina de Kira, Zinaida Pasternak, fue testigo de su detención. En sus memorias narra que las dos familias de escritores se visitaban con frecuencia. El 27 de octubre de 1937, mientras Boris y Kira Pilniak están celebrando el tercer cumpleaños de su hijo, los Pasternak pasan a felicitar al niño al final de la tarde. Acaban de sentarse a la mesa cuando un gran coche negro se detiene delante de la puerta de la casa. «Se bajó un militar», escribe Zinaida. «Según parecía, era un conocido de Pilniak porque se llamaban por el nombre de pila. El militar, de nombre Sergei, se disculpó ante Kira y los invitados por tener que llevar al señor de la casa a la ciudad para "algunas gestiones", pero les aseguró que, en dos horas como mucho, estaría de vuelta».

La mañana siguiente a la fiesta de cumpleaños bruscamente interrumpida, Kira se apresura por el sendero del jardín. Pálida de miedo. «Balbuceaba que Boris había sido arrestado y que durante toda la noche habían estado registrando la casa. Kira, indignada, no entendía que el tal Sergei, que encima tuteaba a su esposo, no hubiera enseñado ninguna orden de detención. Aquel cobarde había engañado a su marido para conseguir que lo acompañara».

Desde la ventana de su dormitorio, los Pasternak pueden ver el cobertizo donde el NKVD va almacenando los objetos confiscados, entre ellos la máquina de escribir de Pilniak, una Corona, que más tarde, durante el juicio, será aportada como «material incriminatorio».

Nada más oír la acusación (espionaje al servicio de Japón, preparación de acciones terroristas), el prisionero pide una hoja de papel, que le es entregada. En ella escribe: «Me he preguntado si el NKVD tenía razón en detenerme y mi respuesta es positiva: sí, tenía razón».

Pilniak se niega a creer en un desenlace fatal. «Mi vida y mis actos demuestran que he sido un contrarrevolucionario, un enemigo del orden establecido y del gobierno actual». Al inculparse a sí mismo, el escritor facilita enormemente el trabajo de los interrogadores del NKVD. «Desde mi primera estancia en Japón ejerzo de agente japonés y, durante todo este tiempo, he venido desplegando actividades de espionaje».

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