Infancia (escenas de una visa en provincia) (9 page)

Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online

Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
7.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

En los cuentos que han dejado una huella más profunda en él, es el tercer hermano, el más humilde y el más ridiculizado, quien, después de que el primero y el segundo hermano hubieran pasado de largo con desdén, ayuda a la mujer vieja a acarrear su pesada carga o quita las espinas de las zarpas del león. El tercer hermano es amable, honesto y valiente mientras que el primero y el segundo son jactanciosos, arrogantes y egoístas. Al final del cuento coronan príncipe al tercer hermano, mientras que el primero y el segundo son deshonrados y despedidos con cajas destempladas.

Hay gente blanca y gente de color y nativos; estos últimos son los más bajos y los más ridiculizados. El paralelismo con el cuento salta a la vista: los nativos son el tercer hermano.

En el colegio enseñan la historia de Jan Van Riebeeck, de Simon Van der Stel, de lord Charles Somerset y de Piet Retief una vez y otra, año tras año. Después de Piet Retief vienen las guerras de los cafres, cuando los cafres desbordaron las fronteras de la colonia y tuvieron que ser conducidos de vuelta; pero las guerras de los cafres son tantas y tan confusas y tan difíciles de diferenciar que no les exigen aprendérselas para los exámenes.

Aunque en los exámenes responde correctamente las preguntas de historia, no sabe por qué Jan Van Riebeeck y Simon Van der Stel fueron tan buenos, y lord Charles Somerset tan malo. No logra encontrar una respuesta que le satisfaga. Tampoco le gustan los jefes del
Gran Trek
, la gran migración de los
bóers
, como se supone que deberían gustarle, con la excepción quizá de Piet Retief, al que asesinaron después de que Dingaan le engañara para que no llevara la pistola en el cinturón. Andries Pretorius y Gerrit Maritz y los otros le recuerdan a los profesores del instituto o a los
afrikaners
de la radio: coléricos, tercos, cargados de amenazas y de palabrería acerca de Dios.

No llegan a la guerra de los
bóers
en el colegio, al menos no en las clases inglesas de educación básica. Hay rumores de que la guerra de los
bóers
se enseña en las clases de los
afrikaners
con el nombre de
Tweede Vryheidsoorlog
, la segunda guerra de liberación, pero sin que entre en examen. Como es un tema delicado, la guerra de los
bóers
no está oficialmente en el programa. Ni siquiera sus padres hablan de la guerra de los
bóers
, de quién tenía razón y de quién no. Sin embargo, su madre repite una historia sobre la guerra de los
bóers
que le contó su propia madre. Cuando los
bóers
llegaron a su granja, contaba su abuela, pidieron comida y dinero y esperaban ser servidos. Cuando llegaron los soldados británicos, durmieron en el establo, no robaron nada, y antes de irse agradecieron cortésmente su hospitalidad.

Los británicos, con sus generales arrogantes y altaneros, son los villanos de la guerra de los
bóers
. Y encima son estúpidos, por llevar uniforme rojo que los convertía en un blanco fácil de los tiradores
bóers
. En los cuentos de la guerra se supone que hay que estar de parte de los
bóers
, que lucharon por su libertad contra el poderío del imperio británico. Sin embargo, él prefiere que no le gusten los
bóers
, no sólo por sus largas barbas y sus ropas feas, sino por agazaparse entre las rocas y disparar emboscados, y que le gusten los británicos, por marchar hacia la muerte al son de las gaitas.

En Worcester los ingleses son una minoría, en Reunion Park una minoría insignificante. Excepto él y su hermano, que son ingleses sólo en parte, hay únicamente dos chicos ingleses: Rob Hart y un chico pequeño y extraño llamado Billy Smith cuyo padre trabaja en los ferrocarriles y que tiene una enfermedad que hace que su piel se desprenda en escamas (su madre le prohíbe tocar a todos los niños Smith).

Cuando deja caer que a Rob Hart lo azota la señorita Oosthuizen, sus padres parecen saber de antemano por qué. La señorita Oosthuizen es del clan de los Oosthuizen, que son nacionalistas; el padre de Rob Hart, que tiene una ferretería, fue concejal de la ciudad por el Partido Unido hasta las elecciones de 1948.

Sus padres sacuden la cabeza cuando se habla de la señorita Oosthuizen. La ven nerviosa, inestable; no les hace gracia su pelo teñido con alheña. Con Smuts, dice su padre, se habrían tomado medidas con una profesora que mezcla la política con la enseñanza. Su padre también es del Partido Unido. De hecho, su padre perdió su trabajo en Ciudad del Cabo, el trabajo que tenía un nombre del que su madre estaba tan orgullosa —«interventor de alquileres»—, cuando Malan venció a Smuts en 1948. Por culpa de Malan tuvieron que dejar la casa de Rosebank, que aún añora, la casa con el gran jardín exuberante y el mirador con el tejado en forma de cúpula y los dos sótanos. Por su culpa tuvo que dejar el colegio de Rosebank y a sus amigos de Rosebank, y venirse aquí, a Worcester. En Ciudad del Cabo su padre solía irse a trabajar por la mañana con un elegante traje cruzado y una cartera de piel. Cuando los otros niños le preguntaban qué hacía su padre, él podía responder: «Es interventor de alquileres», y todos guardaban un silencio respetuoso. En Worcester, el trabajo de su padre carece de nombre. «Mi padre trabaja para Standard Canners», tiene que decir. «Pero ¿qué hace?» «Está en las oficinas, lleva los libros», contesta sin convicción. No tiene ni idea de lo que significa «llevar los libros».

Standard Canners produce melocotones Alberta en conserva, peras Barlett en conserva y albaricoques en conserva. Standard Canners envasa más melocotones que ningún otro envasador del país: eso es lo único por lo que se la conoce.

A pesar de la derrota de 1948 y de la muerte del general Smuts, su padre sigue siendo fiel al Partido Unido: fiel, aunque sea pesimista. El abogado Strauss, el nuevo líder del Partido Unido, sólo es una pálida sombra de Smuts; con Strauss, el Partido Unido no tiene esperanzas de ganar las próximas elecciones. Además, los nacionalistas se están asegurando la victoria trazando de nuevo las fronteras de los distritos electorales para favorecer a sus partidarios en el platteland, en el campo.

—¿Por qué no hacen nada contra eso? —le pregunta a su padre.

—¿Quién? —dice su padre—. ¿Quién puede pararlos? Pueden hacer lo que les venga en gana, ahora están en el poder.

Él no ve qué sentido tienen las elecciones si el partido que gana puede cambiar las reglas. Es como si el bateador decidiera quién lanza y quién no.

Su padre conecta la radio a la hora de las noticias, pero en realidad sólo escucha los resultados: los resultados del críquet en verano y los del rugby en invierno.

Antes de que los nacionalistas se hicieran con el poder, el boletín de noticias era emitido desde Inglaterra. Primero venía el
Dios salve al Rey
, después los seis pitidos de Greenwich, después el locutor decía: «Desde Londres, las noticias», y leía noticias del mundo entero. Ahora todo eso ha terminado. «Desde la Corporación Sudafricana de Radiodifusión», dice el locutor, y pone un largo recital de lo que el doctor Malan ha dicho en el parlamento.

Lo que más detesta de Worcester, lo que le hace tener más ganas de huir de allí, es la rabia y el resentimiento que él siente que está naciendo entre los chicos
afrikaners
. Teme y aborrece a los grandes chicos
afrikaners
de pies descalzos, con sus pantalones cortos y estrechos, y sobre todo a los mayores que, si tienen la menor ocasión, te llevan a un lugar apartado del
veld
y te atacan; ¿de qué manera?, ha oído alusiones por lo bajo: borsel, por ejemplo, que te cepillen. Por lo que él ha podido averiguar hasta ahora, que te cepillen quiere decir que te bajan los calzones y te untan betún en los huevos (pero ¿por qué en los huevos?, ¿por qué betún?), y te dejan en la calle medio desnudo y lloriqueando.

Los chicos
afrikaners
comparten un saber, extendido por los estudiantes de magisterio que visitan las escuelas, y que está relacionado con la iniciación y con lo que ocurre durante ella. Los
afrikaners
cuchichean al respecto con tanta excitación como lo hacen acerca de los castigos con la vara. Lo que llega a sus oídos le repugna: pulular en pañales, por ejemplo, o beber orina. Si eso es lo que hay que hacer para convertirse en profesor, prefiere renunciar a serlo.

Se rumorea que el gobierno va a ordenar que se traslade a las clases de
afrikaners
a los escolares que tengan apellido afrikaner. Sus padres lo comentan en voz baja; es obvio que están preocupados. En cuanto a él, siente pánico sólo de pensar que tiene que irse a una clase de
afrikaners
. Le dice a su padre que no obedecerá. Se negará a ir al colegio. Ellos tratan de calmarlo. «No pasará nada —le dicen—. Sólo son rumores. Pasarán años antes de que hagan algo así.» No logran tranquilizarlo.

Se entera de que serán los inspectores del colegio los que se ocupen de sacar a los falsos ingleses de las clases inglesas. Vive temiendo el día en que el inspector llegue, deslice el dedo por la lista, diga su nombre en voz alta y le pida que recoja sus libros. Ha trazado cuidadosamente un plan para ese día. Recogerá sus libros y saldrá de clase sin protestar. Pero no irá a la clase de los
afrikaners
. Caminará tranquilamente, para no llamar la atención, hasta el cobertizo de las bicicletas, sacará la suya y pedaleará a casa tan rápido que nadie lo podrá atrapar. Cuando llegue cerrará la puerta de la casa con llave y le dirá a su madre que no piensa volver al colegio y que si ella lo traiciona, se suicidará.

Tiene una imagen del doctor Malan grabada en la mente. La cara redonda y lampiña del doctor Malan, sin rasgos de comprensión o de piedad. Le late la garganta como si fuera la de una rana. Tiene los labios fruncidos.

No ha olvidado lo que hizo el doctor Malan en 1948: prohibir todos los cómics del Capitán América y de Supermán, permitiendo pasar por la aduana únicamente los cómics protagonizados por animales, cómics destinados a impedir que dejes de ser un bebé.

Piensa en las canciones
afrikaners
que les obligan a cantar en el colegio. Ha llegado a odiarlas tanto que le entran ganas de gritar y de chillar y de tirarse pedos durante el canto, especialmente con la canción
Kom ons gaan blomme pluk
, (Vamos a coger flores), con sus niños retozando por el campo entre pájaros cantores e insectos joviales.

Una mañana de sábado, él y dos amigos se dirigen en bicicleta a las afueras de Worcester y siguen, por la carretera de
De Doorns
. En media hora no ven ni rastro de presencia humana. Dejan la bicicleta en el arcén y se lanzan a las colinas. Encuentran una cueva, encienden un fuego y se comen los bocadillos que han traído. De repente aparece un chico
afrikaner
con pantalones cortos caquis, enorme y agresivo.

—¿
Wie het julle toestenunin gegge
? (¿Quién os ha dado permiso?)

Se quedan mudos. Una cueva: ¿necesitan permiso para estar en una cueva? Tratan de inventar alguna mentira, pero no sirve de nada. «
Julle sal hier moet bly totdat my pa kom
, anuncia el chico. Tendréis que esperar aquí hasta que venga mi padre». Menciona una
lat
, una
strop
: una caña, una correa; les van a dar una lección.

El temor lo aturde. Aquí fuera, en el
veld
, sin nadie a quien pedir ayuda, les van a dar una paliza. No encuentra ninguna razón para rebelarse. Porque la verdad es que son culpables, él más que ningún otro. Él fue quien aseguró a los otros, cuando saltaron la cerca, que no podía ser ninguna granja, que sólo era el
veld
, el campo abierto. Él es el cabecilla, la idea fue suya desde el principio, no se le puede echar la culpa a nadie más.

El granjero llega con su perro, un alsaciano de ojos amarillos y mirada astuta. De nuevo las preguntas, esta vez en inglés, preguntas sin respuesta. ¿Con qué derecho están aquí? ¿Por qué no pidieron permiso? De nuevo han de pasar por la defensa estúpida, patética: no sabían, pensaban que sólo era el
veld
. Se jura a sí mismo que nunca volverá a cometer un error así, nunca volverá a ser tan estúpido como para saltar una cerca y pensar que se saldrá con la suya. «¡Estúpido! —se dice—. ¡Estúpido, estúpido, estúpido!»

El granjero no lleva ni lap ni correa ni látigo. «Es vuestro día de suerte», dice. Permanecen clavados, sin comprender. «Idos.»

Bajan la colina con torpeza hasta el arcén donde les esperan las bicicletas, cuidándose de echar a correr por miedo a que el perro los persiga ladrando y babeando. No pueden decir nada para compensar lo ocurrido. Los
afrikaners
ni siquiera se han portado mal. Son ellos los que han perdido.

10

Temprano, a primera hora de la mañana, hay niños de color que corren por la carretera nacional con estuches y libros de ejercicios, algunos incluso con carteras a la espalda, de camino al colegio. Pero son niños pequeños, muy pequeños: cuando tengan su edad, diez u once años, tendrán que dejar el colegio y salir al mundo para ganarse el pan de cada día.

En su cumpleaños, en lugar de hacerle una fiesta, le dan diez chelines para que convide a sus amigos. Invita a sus tres mejores amigos al café Globe; se sientan a una mesa alta de mármol y piden banana split y helado de crema bañado de chocolate. Se siente como un príncipe, dispensando placer; la ocasión sería memorable del todo si no la estropearan los niños de color andrajosos que se pegan a la ventana para observarlos.

En las caras de estos niños él no percibe el odio que, lo admite, él y sus amigos merecen por tener tanto dinero mientras que ellos no tienen ni un penique. Por el contrario, son como los niños que van al circo y se tragan el espectáculo completamente absortos, sin perderse nada.

Si fuera otra persona, le pediría al propietario del Globe, un portugués con el pelo engominado, que los echara. Es muy común expulsar a los niños mendigos. Sólo hay que arrugar la cara, fruncir el ceño y agitar los brazos gritando «
¡Voetsek, hotnot! ¡Loop! ¡Loop!
» (¡Fuera, negros! ¡Idos! ¡Marchaos!), y después volverse a cualquiera que esté mirando, amigo o extraño, y explicar: «
Halle sock net iets om te steel. Holle is alrnnl skelrns
» (Sólo quieren robar. Son todos unos ladrones). Pero si se levantara para hablar con el portugués, ¿qué le diría: «Están estropeando mi cumpleaños, no es justo, me hiere verlos»? Pase lo que pase, tanto si los echa como si no, es demasiado tarde, su corazón ya está herido.

Other books

Ruth by Elizabeth Gaskell
Eyes Wide Open by Andrew Gross
El viaje al amor by Eduardo Punset
An Ace Up My Sleeve by James Hadley Chase
The Knight by Monica McCarty
The Way We Die Now by Seamus O'Mahony
Puzzled to Death by Parnell Hall