Infancia (escenas de una visa en provincia) (12 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Habitualmente es Ros quien se encarga de bajar de un salto del coche y abrir las puertas de las cercas, esperar a que el coche pase y después cerrar las vallas, una tras otra. Por eso en estas cacerías es un privilegio que te dejen abrir las cercas, mientras que Ros observa y asiente.

Van a cazar el legendario
paanw
. Sin embargo, como los
paauw
sólo se ven una o dos veces al año —son tan raros, de hecho, que si te descubren disparándoles te obligan a pagar una multa de cincuenta libras—, deciden cazar
korhaan
. Llevan a Ros de caza porque como es un bosquimano, o casi un bosquimano, tiene que poseer una mirada muy aguda por naturaleza.

Y de hecho Ros es el primero en dar una palmada en el techo del coche para avisar de que ha divisado a los
korhaan
: aves pardogrisáceas del tamaño de los pollos que van saltando entre los matorrales en grupos de dos o tres. La Studebaker hace un alto: su padre apoya la .303 en la ventanilla y toma aire. El ruido seco del disparo resuena a todo lo largo y ancho del campo. A veces los pájaros, asustados, alzan el vuelo; por lo general, sin embargo, tan solo empiezan a corretear más rápido, emitiendo su característico gorjeo. En realidad, su padre nunca le ha dado a un korhaan, así que él nunca ha visto de cerca a uno de estos pájaros («
avutardas de matorral
», dice el diccionario
afrikaans-inglés
).

Su padre fue tirador en la guerra: manejaba una ametralladora Bofor antiaérea con la que disparaba a los aviones alemanes e italianos. Él se pregunta si alguna vez derribó un avión: nunca alardea de ello. ¿Cómo pudo llegar a ser tirador? Carece de dotes para serlo. ¿Es que se les asignaban a los soldados las tareas al azar?

La única variedad de caza que sí les resulta exitosa es la caza nocturna, que, pronto lo descubre, es algo vergonzoso de lo que no hay que jactarse. El método es sencillo. Después de la cena se montan en la Studebaker y el tío Son conduce en la oscuridad a través de los campos de alfalfa. En un punto determinado se para y enciende los faros. A no más de tres metros hay un antílope quieto, con las orejas tiesas apuntando hacia ellos y los ojos deslumbrados reflejando luces. «
¡Skiet!
», le susurra su tío. ¡Dispara! Su padre dispara y el antílope cae.

Se dicen a sí mismos que es aceptable cazar de ese modo porque los antílopes son una plaga, se comen la alfalfa que debería ser para las ovejas. Pero cuando el chico ve lo pequeño que es el antílope, no más grande que un perro de lanas, sabe que es un argumento falso. Cazan de noche porque no son lo bastante buenos para cazar de día.

Por otra parte, la carne de antílope, macerada en vinagre y después asada (observa a su tía hacer hendeduras en la carne y rellenarlas con clavo y ajo), está todavía más rica que la de cordero, de sabor fuerte y tierna, tan tierna que se deshace en la boca.

Todo lo que hay en el
Karoo
está delicioso: los melocotones, las sandías, las calabazas, el carnero, como si todo lo que encuentra sustento en esta tierra árida fuera bendecido.

Nunca serán cazadores famosos. Aun así, le gusta sentir el peso del arma en la mano, el sonido de sus pies recorriendo la arena gris del río, el silencio que desciende pesado como una nube cuando se paran, y siempre el paisaje cercándolos, el querido paisaje de ocres y grises y castaños y verde oliváceos.

El último día de la visita, siguiendo el ritual, puede acabar con el resto de su caja de cartuchos .22 disparándolos contra una lata o contra el poste de la valla. Es un momento difícil. La pistola prestada no es buena, él no es un buen tirador. Con la familia mirándolo en el porche, dispara precipitadamente. Falla más veces de las que acierta.

Una mañana, mientras está solo en el lecho del río disparando a
muisváels
, la .22 se encasquilla. No encuentra forma de sacar el cartucho alojado en la recámara. Se lleva la pistola a casa, pero el tío Son y su padre están lejos, en el
veld
. «Pregunta a Ros o a Freek», le sugiere su madre. Busca a Freek en el establo. Freek, sin embargo, se niega a tocar el arma. Le ocurre lo mismo con Ros, cuando lo encuentra. Aunque no se explican, parece que le tienen un terror sagrado a las armas. Así que tiene que esperar a que regrese su tío y saque el cartucho con la navaja. «Se lo pedí a Ros y a Freek —se queja—, pero no quisieron ayudarme.» Su tío mueve la cabeza. «No debes pedirles que toquen armas —dice—. Saben que no deben hacerlo.»

No deben. ¿Por qué no? Nadie se lo dice. Pero él no deja de darle vueltas a la expresión
no debes
. La escucha más a menudo en la granja que en ningún otro sitio, más a menudo incluso que en Worcester. Una expresión extraña, con solo que no se oiga el
no
significa todo lo contrario.
No debes tocar eso
.
No debes comer eso
. ¿Este sería el precio que pagar si dejara el colegio y rogase vivir aquí, en la granja? ¿Tendría que olvidarse de hacer preguntas y obedecer todos los
no debes
y hacer tan solo lo que le digan que haga? ¿Está preparado para darse por vencido y pagar ese precio? ¿No hay forma de vivir en el
Karoo
, el único lugar del mundo donde quiere estar, como quiere vivir: sin pertenecer a ninguna familia?

La granja es enorme, tan enorme que cuando en una de sus cacerías él y su padre llegan a una cerca a la orilla del río, y su padre anuncia que han alcanzado el límite entre Vóelfontein y la siguiente granja, se queda perplejo. En su imaginación, Vóelfontein es un reino por derecho propio. No hay tiempo suficiente en una sola vida para conocer todo Vóelfontein, conocer cada una de sus piedras y de sus matorrales. Ningún tiempo es suficiente cuando se ama un lugar de manera tan devoradora.

Conoce mejor Vóelfontein en verano, cuando yace aplastada bajo la luz uniforme y cegadora que se derrama del cielo. Aun así, Vóelfontein también tiene sus misterios, misterios que no pertenecen a la noche y a la penumbra sino a las tardes calurosas, cuando los espejismos bailan en el horizonte y el aire canta en sus oídos. Entonces, cuando todos los demás están echando la siesta, aturdidos por el calor, puede salir de puntillas de la casa y trepar la colina hasta llegar al laberinto de muros de piedra de los rediles que pertenecen a los viejos tiempos, cuando se llevaban hasta allí los miles de ovejas que pastaban en el
veld
para contarlas o esquilarlas o bañarlas.

Los muros del redil tienen medio metro de grosor y sobrepasan su cabeza; están hechos de lisas piedras de color azul grisáceo, cada una de las cuales fue transportada hasta aquí en un carro tirado por burros. Trata de imaginarse los rebaños de ovejas, ahora todas muertas y desaparecidas, que se debieron guarecer del sol al socaire de estos muros. Trata de imaginarse cómo debía de ser Vóelfontein, cuando la casa grande y los cobertizos y los rediles estaban todavía levantándose: un lugar de trabajo, paciente, como el de las hormigas, año tras año. Ahora los chacales que atacaban a las ovejas han sido exterminados, abatidos o envenenados, y el redil, al no ser utilizado, se está desmoronando.

Los muros del redil serpentean varios kilómetros a lo largo de la colina. Aquí no se cultiva nada: pisotearon la tierra y la esquilmaron para siempre, él no sabe cómo: tiene un aspecto sucio, amarillento, enfermizo. Una vez dentro de los muros, está aislado de todo menos del cielo. Se le ha advertido que no venga aquí por el peligro que suponen las serpientes, porque nadie lo oiría si pidiese ayuda. Las serpientes, le advierten, se deleitan en las tardes calurosas como esta: la cobra, la víbora bufadora, la culebra… todas salen de sus guaridas para remolonear al sol y calentar su sangre fría.

Todavía no ha visto una serpiente en los rediles; sin embargo, vigila cada una de sus pisadas.

Freek se encuentra a una culebra detrás de la cocina, donde tienden la ropa las mujeres. La golpea con un palo hasta matarla y arroja el cuerpo largo y amarillo a un matorral. Las mujeres no se acercan por allí en semanas. Las serpientes se casan de por vida, dice Tryn; cuando matas al macho, la hembra viene en busca de venganza.

La primavera, en septiembre, es la mejor época para visitar el
Karoo
, aunque las vacaciones del colegio sólo duran una semana. Un septiembre están en la granja cuando llegan los esquiladores. Surgen de ninguna parte, hombres salvajes que vienen en bicicletas cargadas de mantas y cacerolas.

Descubre que los esquiladores son gente especial. Cuando bajan a la granja, traen buena suerte. Para tenerlos contentos, escogen un harnel, un carnero castrado, bien cebado, y lo sacrifican. Se acomodan en el viejo establo, que se convierte en su barracón. Un fuego arde hasta bien entrada la noche mientras se dan el banquete.

Escucha una larga discusión entre el tío Son y el jefe de los esquiladores, un hombre tan fiero y de piel tan oscura que casi podría ser un nativo, con la barba puntiaguda y los pantalones sujetos con una cuerda. Hablan del tiempo, del estado de los pastos en el distrito de Prince Albert, en el distrito de Beaufort, en el distrito de Fraserburg, del pago. El
afrikaans
que hablan los esquiladores es tan denso, está tan repleto de giros extraños, que el chico apenas si los entiende. ¿De dónde vienen? ¿Acaso hay un país aún más profundo que el país de Vóelfontein, un lugar aún más apartado del mundo?

A la mañana siguiente, una hora antes del amanecer, le despierta el rumor de pezuñas cuando los primeros tropeles de ovejas pasan por delante de la casa, camino de los rediles junto al cobertizo donde las esquilan. La familia empieza a despertarse. Se oye el bullicio de la cocina, el olor a café. Con las primeras luces está fuera, vestido, demasiado nervioso para tomar un bocado.

Le encomiendan una tarea. Cuidará de la taza de hojalata llena de judías secas. Cada vez que un esquilador acaba con una oveja, la suelta con una palmada en el trasero y arroja el pellejo trasquilado sobre una mesa acomodada para ello, y la oveja, rosada y desnuda y sangrando por donde los esquiladores han cortado, trota con nerviosismo hasta el segundo corral, cada vez el esquilador coge una judía de la taza. Lo hace inclinando la cabeza y con un cortés «
¡My basie!
».

Cuando se cansa de sostener la taza (los esquiladores pueden coger las judías por sí solos, son gente de campo y ni siquiera han oído hablar de la falta de honradez), él y su hermano ayudan a apilar las pacas, saltando entre la masa de lana espesa, caliente y aceitosa. Su prima Agnes también está allí; ha venido de visita desde Skipperskloof. Ella y su hermana se les unen; los cuatro se tiran unos sobre otros, riendo y haciendo cabriolas como si estuvieran sobre un enorme edredón de plumas.

Agnes ocupa un lugar en su vida que él todavía no entiende. Se fijó en ella por primera vez cuando tenía siete años. Los invitaron a Skipperskloof, adonde llegaron ya avanzada la tarde después de un largo viaje en tren. Las nubes corrían por el cielo, el sol no daba calor. Bajo la luz fría del invierno, el
veld
se extendía azul rojizo sin rastro de verde. Ni siquiera la granja parecía acogedora: un austero rectángulo blanco con un tejado de zinc inclinado. No se parecía nada a Vbelfontein; él no quería estar allí.

A Agnes, que era unos meses mayor que él, se le permitió acompañarle. Ella se lo llevó a dar un paseo por el
veld
. Iba descalza; ni siquiera tenía zapatos. Pronto perdieron la casa de vista, estaban en medio de ninguna parte. Empezaron a hablar. Ella llevaba coletas y ceceaba, lo que a él le gustó. Desaparecieron sus reservas. A medida que hablaba se fue olvidando del idioma en que lo hacía: simplemente los pensamientos se transformaban en palabras en su interior, en palabras transparentes.

Ya no se acuerda de lo que le dijo aquella tarde a Agnes. Pero se lo contó todo, todo lo que él había hecho, todo lo que sabía, todo lo que esperaba. Ella lo acogió todo en silencio. Incluso mientras estaba hablando, supo que el día era especial gracias a ella.

El sol empezó a hundirse, de un rojo encendido, pero aún helado. Las nubes se ennegrecieron, el viento se hizo más cortante, le traspasaba las ropas. Agnes no llevaba más que un fino vestido de algodón; tenía los pies morados de frío.

«¿Dónde habéis estado? ¿Qué habéis estado haciendo?», les preguntaron los mayores cuando llegaron a casa. «
Niks nie
», respondió Agnes. Nada.

Aquí en Vbelfontein no se le permite a Agnes ir de caza, pero es libre para vagar con él por el
veld
o coger ranas con él en el gran embalse de tierra. Estar con ella es distinto a estar con los amigos del colegio. Tiene algo que ver con su dulzura, con su disposición para escuchar, pero también con sus delgadas piernas bronceadas, sus pies desnudos, su manera de saltar de piedra en piedra. Él es muy listo, el primero de su clase; ella también tiene fama de lista; vagan por los alrededores hablando de cosas por las que los mayores menearían la cabeza: sobre si el universo tiene un principio; qué hay más allá de Plutón, el planeta oscuro; dónde está Dios, si es que existe.

¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir?

Durante todo el día y también al día siguiente los esquiladores trabajan, parando apenas para comer, retándose unos a otros para comprobar quién es el más rápido. Cuando llega la noche del segundo día todo el trabajo está terminado, todas las ovejas de la granja han sido esquiladas. El tío Son saca una bolsa de lona llena de billetes y monedas, y paga a cada esquilador según el recuento de judías. Después hay otro fuego, otro banquete. A la mañana siguiente ya se han ido y la granja puede recobrar su ritmo lento de siempre.

Las pacas de lana son tantas que el cobertizo está a rebosar. El tío Son va de una a otra con una plantilla y una almohadilla de tinta, pintando en cada una su nombre, el nombre de la granja, la clase de lana. Días después llega un camión enorme (¿cómo se las arregló para cruzar por la arena del Boesinansrivier, donde se atascan incluso los coches?), cargan las pacas y se las llevan lejos.

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