Infancia (escenas de una visa en provincia) (21 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Su madre está de pie junto al fregadero, en la parte más lóbrega de la cocina. Está de espaldas a él, con los brazos salpicados de espuma, fregando una olla, sin apurarse. En cuanto a él, está dando vueltas por ahí, hablando de algo, no sabe de qué, hablando con su habitual vehemencia, quejándose.

Ella deja su tarea; su mirada fluctúa sobre él. Es una mirada considerada, y sin ningún cariño. No lo está viendo por primera vez. Más bien lo está viendo como ha sido siempre y como ella siempre ha sabido que era cuando no ha estado cegada por las ilusiones. Lo ve, lo resume, y no le gusta. Está incluso aburrida de él.

Esto es lo que él se teme de ella, de la persona que lo conoce mejor en el mundo, que tiene la gigantesca ventaja sobre él de conocerlo todo de sus primeros años, los más indefensos, los más íntimos, años de los que, a pesar de todos los esfuerzos, no puede recordar nada; que seguramente, puesto que es preguntona y tiene sus propias fuentes, sabe también los mezquinos secretos de su vida en el colegio. Teme su sentencia. Teme los fríos pensamientos que deben estar pasándole por la cabeza en momentos como este, cuando se ha desvanecido cualquier pasión con la que colorearlos y no hay ninguna razón para que su opinión sea otra cosa que clara; teme sobre todo el momento, un momento que no ha llegado todavía, en el que pronuncie su sentencia. Será como el golpe de un rayo; no será capaz de soportarlo. No quiere saber. Se niega a saber con tal fuerza que puede sentir cómo le sube una mano por el interior de la cabeza para taparle los oídos, para cegarle la vista. Preferiría estar ciego y sordo a saber lo que ella piensa de él. Preferiría vivir como una tortuga dentro de su caparazón.

Esta mujer no fue traída al mundo con el único propósito de amarlo y protegerlo y atender sus necesidades. Por el contrario, ella tenía una vida antes de que él existiera, una vida en la que no tenía ninguna obligación de concederle el menor pensamiento. En un momento determinado de su vida ella lo dio a luz; lo dio a luz y decidió amarlo antes de que naciera; sin embargo, decidió amarlo, y por lo tanto también podría decidir dejar de amarlo.

«Espera a que tú tengas hijos —le dice cuando está más amargada—. Entonces sabrás lo que es.» ¿Qué sabrá? Es una frase que ella suele usar, una frase que suena como si viniera de un tiempo muy lejano. Quizá es lo que cada generación le dice a la siguiente, como una advertencia, como una amenaza. Pero él no quiere escucharla.
Espera a que tú tengas hijos
. Qué tontería, ¡qué contradicción! ¿Cómo va a tener hijos un niño? De todos modos, lo que sabría si fuera padre, si él fuera su propio padre, es precisamente lo que no quiere saber. No va a adoptar el punto de vista que ella quiere forzarle a adoptar: serio, decepcionante, desilusionado.

19

La tía Annie ha muerto. Pese a las promesas de los médicos, nunca volvió a andar después de la caída, ni siquiera con muletas. La trasladaron de la cama del hospital Volks a la cama de un asilo de Stikland, en medio de ninguna parte, donde nadie tenía tiempo de ir a visitarla y donde murió sola. Ahora la van a enterrar en el cementerio de Woltemade número tres.

Al principio se niega a ir. Ya tiene bastante con los rezos del colegio, dice, no quiere escuchar más. Expresa su desprecio por las lágrimas que van a derramarse. Organizar un buen funeral para la tía Annie es sólo la forma que tienen sus familiares de sentirse mejor. Deberían enterrarla en un hoyo del jardín del asilo. Así se ahorrarían dinero.

En el fondo no siente eso. Pero necesita decirle cosas así a su madre, necesita observar cómo su cara se contrae de dolor y agravio. ¿Cuántas cosas más tiene que decirle para que por fin se dé la vuelta y le diga que se calle?

No le gusta pensar en la muerte. Preferiría que cuando la gente envejeciera y se pusiera enferma, sencillamente dejara de existir y desapareciera. No le gustan los cuerpos asquerosos de los ancianos; pensar en los ancianos desvistiéndose le hace estremecerse. Espera que en la bañera de su casa de Plumstead nunca haya estado un viejo.

Su propia muerte es otro asunto. De algún modo siempre está presente después de su muerte, suspendido sobre el espectáculo, disfrutando de la aflicción de quienes la provocaron y que, ahora que es demasiado tarde, desearían que estuviera vivo todavía.

Al final, sin embargo, va con su madre al entierro de la tía Annie. Va porque ella se lo ruega, y a él le gusta que le rueguen, le gusta la sensación de poder que eso le infunde; también porque nunca ha ido a un entierro y quiere ver la profundidad a la que se cava la tumba, cómo bajan el ataúd a su interior.

No es ni mucho menos un funeral imponente. Sólo hay cinco dolientes, y un joven pastor protestante con granos. Los cinco son el tío Albert, su mujer y su hijo, su madre y él mismo. Hacía años que no veía al tío Albert. Está el doble de encorvado sobre su bastón; las lágrimas fluyen de sus ojos azul claro; las arrugas le sobresalen del cuello pese a que la corbata ha sido anudada por otras manos.

Llega el coche fúnebre. El director de la funeraria y su ayudante van de negro, de etiqueta, mucho más elegantes que cualquiera de ellos (él lleva puesto el uniforme del colegio Saint Joseph's: no tiene ningún traje). El pastor pronuncia una oración en
afrikaans
por la hermana fallecida; luego el coche fúnebre da marcha atrás hasta la tumba y deslizan el ataúd, apoyado en largas varas, en la fosa. Para su sorpresa, no lo bajan al interior de la tumba —hay que esperar, según parece, a los sepultureros—, pero el director de la funeraria indica discretamente que ellos pueden echar un puñado de tierra encima.

Empieza a lloviznar. Todo ha concluido; pueden irse si quieren, pueden volver a sus propias vidas.

En el camino de regreso hacia la verja, entre hectáreas de tumbas nuevas y viejas, va detrás de su madre y del primo de ésta, el hijo del tío Albert, que hablan en voz baja. Se da cuenta de que tienen los mismos andares costosos. El mismo modo de levantar las piernas y dejarlas caer pesadamente, la izquierda y luego la derecha, como campesinos con zuecos. Los Du Bici de Pomerania: labriegos del campo, demasiado lentos y pesados para la ciudad; fuera de lugar.

Piensa en la tía Annie, a la que han abandonado aquí en la lluvia, en un Woltemade dejado de la mano de Dios; piensa en las largas garras negras que le cortó la enfermera en el hospital, que nadie cortará más.

«Sabes tanto», le dijo la tía Annie una vez. No era un simple halago: aunque tenía los labios fruncidos en una sonrisa, estaba sacudiendo la cabeza al mismo tiempo. «Tan joven y sin embargo sabes tanto. ¿Cómo vas a poder guardarlo todo en la cabeza?», y se inclinó y le dio unos golpecitos en el cráneo con un dedo huesudo.

El chico es especial, le dijo la tía Annie a su madre, y su madre se lo dijo a él. Pero ¿especial en qué sentido? Nadie lo dice nunca.

Alcanzan la verja. Ahora llueve más fuerte. Antes de que puedan coger sus dos trenes, el tren para Salt River y luego el tren para Plumstead, tendrán que caminar bajo la lluvia hasta la estación de Woltemade.

El coche fúnebre los pasa. Su madre levanta la mano para pararlo, habla con el director de la funeraria. «Nos acercarán al pueblo», dice.

De modo que tiene que subirse al coche fúnebre y sentarse apretujado entre su madre y el director de la funeraria, viajando por la Voortrekker Road, odiándola por ello, rezando por que nadie de su colegio lo vea.

—La señorita era profesora de escuela, creo —dice el director de la funeraria. Habla con acento escocés. Un inmigrante: ¿qué puede saber un inmigrante de Sudáfrica, de gente como la tía Annie?

Nunca ha visto un hombre más velludo. Le brota pelo de la nariz y de los oídos, le sale a manojos de los puños almidonados.

—Sí —dice su madre—: enseñó durante unos cuarenta años.

—Entonces dejó algo bueno —dice el director de la funeraria—. Una noble profesión, la enseñanza.

—¿Qué pasó con los libros de la tía Annie? —le pregunta a su madre más tarde, cuando están completamente solos de nuevo. Dice los libros, pero sólo está pensando en los numerosos ejemplares de
Ewige Genesing
.

Su madre no lo sabe o no quiere decírselo. Durante todo el trayecto, del piso en el que se rompió la cadera al hospital, de allí al asilo de Stikland y de allí a Woltemade número tres, a nadie se le han pasado por la cabeza los libros excepto quizá a la misma tía Annie, los libros que nadie leerá nunca; y ahora la tía Annie yace bajo la lluvia esperando a que alguien encuentre tiempo para enterrarla. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?

JOHN MAXWELL COETZEE nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica. En 1974 publicó su primera novela,
Dusklands
. Le siguieron
In the Heart of the Country
(1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas;
Esperando a los bárbaros
(1980), también premiada con el CNA;
Vida y época de Michael K
. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina;
Foe
(1986);
Age of Iron
(1990);
El maestro de Petersburgo
(1994);
Infancia
(1997) y
Desgracia
(1999). También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y
The Irish Times
International Fiction Prize.

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