Infancia (escenas de una visa en provincia) (5 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Su madre le cuenta que la granja no estaba destinada únicamente al tío Son: la heredaron los doce hijos e hijas a partes iguales. Para salvarla de la subasta pública, los hijos y las hijas accedieron a vender sus partes a Son; de esa venta se llevaron pagarés por unas pocas libras cada uno. Ahora, gracias a los japoneses, la granja vale miles de libras. Son debería compartir su dinero.

A él le avergüenza la crudeza con que su madre habla del dinero.

«Debes hacerte doctor o abogado —le dice—. Esos son los que ganan dinero.» Sin embargo, en otros momentos afirma que los picapleitos son todos unos ladrones. Él no pregunta dónde encaja su padre en todo esto; su padre, el abogado que no ganó dinero.

Los doctores no se interesan por sus pacientes, le asegura ella. Tan solo te dan pastillas. Los doctores
afrikaners
son los peores, porque encima son unos incompetentes.

Dice tantas cosas distintas en distintos momentos que él no tiene ni idea de lo que piensa realmente. Él y su hermano discuten con ella, echándole en cara sus contradicciones. Si cree que los granjeros son mejores que los abogados, ¿por qué se casó con un abogado? Si cree que aprender de los libros carece de sentido, ¿por qué se hizo profesora? Cuanto más discuten, más sonríe ella. Disfruta tanto de la pericia de sus niños con las palabras que cede en todos los asaltos, sin defenderse apenas, deseando que ellos le ganen.

Él no comparte su placer. No le encuentra la gracia a esas discusiones. Desea que ella crea en algo. Lo exasperan sus juicios infundados, fruto de estados de ánimo pasajeros.

En cuanto a él, seguramente se hará profesor. Esa será su vida cuando se haga mayor. Parece una vida aburrida, pero ¿hay alguna otra posibilidad? Durante mucho tiempo pensó en hacerse maquinista. «¿Qué vas a ser de mayor?», solían preguntarle sus tías y tíos. «¡Maquinista!», gritaba él con voz aguda, y todo el mundo asentía con la cabeza y sonreía. Ahora entiende que
maquinista
es lo que se espera que digan todos los niños pequeños, igual que de las niñas pequeñas se espera que digan
enfermera
. Él ya no es pequeño, pertenece al mundo adulto; tendrá que aparcar la fantasía de conducir un tren enorme y cumplir con lo que se espera de él. Se le da bien el colegio, y no ha descubierto ninguna otra cosa que sepa que se le da bien, por lo tanto se quedará en el colegio, ascendiendo de categoría. Algún día, puede que incluso llegue a inspector. En cualquier caso, no se someterá a un trabajo de oficina: no podría afrontar un trabajo que lo mantuviera ocupado de la mañana a la noche, con apenas dos semanas de vacaciones al año.

¿Qué clase de profesor será? Puede formarse una imagen muy vaga de sí mismo. Ve a alguien con chaqueta de sport y pantalones de franela (es lo que parece que visten los profesores), que camina por un pasillo llevando unos libros debajo del brazo. Apenas lo entrevé, un instante después la imagen se ha borrado. No ha podido verle la cara.

Espera que, cuando llegue el día, no lo envíen a enseñar a un sitio como Worcester. Aunque quizá Worcester sea un purgatorio por el que hay que pasar. Quizá Worcester sea el sitio al que envían a la gente para probarla.

Un día les encargan a los alumnos que escriban una redacción en clase: «Lo que hago por las mañanas». Se supone que tienen que escribir sobre las cosas que hacen antes de partir hacia el colegio. El sabe lo que se espera de él: que hace la cama, que friega los platos del desayuno, que prepara los bocadillos para el recreo. Aunque en realidad no hace ninguna de estas cosas —se las hace su madre—, miente lo bastante bien como para no ser descubierto. Pero se pasa de listo cuando describe cómo se limpia los zapatos. En su vida se ha limpiado los zapatos. En la redacción dice que el cepillo se usa para quitar la suciedad, y que después se da betún al zapato. La señorita Oosthuizen coloca un gran signo de exclamación en color azul junto a la descripción del cepillado de los zapatos. Él se siente mortificado, reza para que no lo saque a leer su redacción delante de toda la clase.

Esa tarde se fija atentamente en cómo su madre le limpia los zapatos, para no volver a equivocarse jamás. Deja que su madre le limpie los zapatos al igual que la deja hacer por él todo lo que ella quiera. La única cosa que no la dejará hacer más es entrar en el cuarto de baño cuando está desnudo.

Sabe que es un mentiroso, sabe que es malvado, pero no cambia. No cambia porque no quiere cambiar. Lo que lo diferencia de los otros chicos quizá guarde relación con su madre y su familia anormal, pero también está ligado a sus mentiras. Si dejara de mentir tendría que dar betún a sus zapatos y hablar con educación y hacer todo lo que los chicos normales hacen. En ese caso, dejaría de ser él mismo. Y si ya no fuera él mismo, ¿merecería la pena vivir?

Es un mentiroso y también es frío de corazón: un mentiroso para el mundo en general, frío de corazón con su madre. A su madre le duele que se vaya apartando de ella cada vez más, y él se da cuenta. Sin embargo, endurece su corazón dispuesto a no ceder. Su única excusa es que tampoco tiene piedad consigo mismo. Miente, pero no se miente a sí mismo.

—¿Cuándo vas a morirte? —le pregunta un día, retándola, sorprendido de su propio atrevimiento.

—Yo no voy a morirme —le contesta. Habla alegremente, pero hay una nota falsa en su alegría.

—¿Y si contraes cáncer?

—Sólo contraes cáncer si te golpean en el pecho. No tendré cáncer. Viviré siempre. No me moriré.

Él sabe por qué le dice eso. Lo dice por él y su hermano, para que no se preocupen. Es una tontería decir eso, pero se lo agradece.

No puede imaginársela muriendo. Ella es la cosa más firme de su vida. Es la roca en la que él se sostiene. Sin ella no sería nada.

Ella protege sus pechos cuidadosamente por si se los golpean. Su primer recuerdo de todos, anterior al del perro, anterior al del trozo de papel, es el de sus pechos blancos. Sospecha que debió herirlos cuando era un bebé, golpearlos con los puñitos, porque de otro modo ella no se los negaría tan inequívocamente, ella que no le niega nada.

El cáncer es el temor más grande de la vida de la madre. En cuanto a él, le han enseñado a ser precavido con los dolores en el costado, a tratar cada punzada como un síntoma de apendicitis. ¿Conseguirá la ambulancia llevarle al hospital antes de que su apéndice estalle? ¿Conseguirá despertarse de la anestesia? No le gusta pensar que un médico desconocido le abra por la mitad. Por otro lado, sería estupendo tener una cicatriz para enseñársela a la gente. Cuando se reparten cacahuetes y pasas durante el recreo en el colegio, él deja que el viento se lleve las pieles rojizas, finas como el papel, que recubren los cacahuetes, pues dicen que van a parar al apéndice, donde se pudren.

A él lo absorben sus colecciones. Colecciona sellos. Colecciona soldaditos de plomo. Colecciona cromos: cromos de jugadores australianos de críquet, cromos de futbolistas ingleses, cromos de coches del mundo. Para conseguir los cromos tiene que comprar paquetes de cigarrillos hechos de pasta de almendra y azúcar glaseado, con las boquillas pintadas de rosa. Tiene los bolsillos siempre llenos de cigarrillos deshechos y pegajosos que olvidó comerse.

Pasa horas interminables con su juego de Meccano, demostrándole a su madre que también él puede ser habilidoso. Construye un molino emparejando piezas de poleas. Las aspas giran tan rápido que levantan brisa en la habitación.

El corre por el patio lanzando una bola de críquet al aire y recogiéndola sin romper el paso. ¿Cuál es la verdadera trayectoria de la bola: va derecha hacia arriba y derecha hacia abajo, que es como él la ve, o sube y cae trazando una parábola en el aire, que es como la vería alguien parado? Cuando le habla a su madre de cosas como esta, percibe la desesperación en su mirada: ella sabe que esas cosas son importantes, y quiere comprender por qué, pero no puede. En cuanto a él, desearía que ella se interesara en las cosas por las cosas mismas, no porque le interesen a él.

Cuando hay que realizar un trabajo práctico y ninguno de los dos sabe cómo hacerlo —por ejemplo, arreglar un grifo que gotea—, ella llama a un hombre de color de la calle, cualquiera, el que pase en ese momento por allí. ¿Por qué, le pregunta él enojado, tiene tal fe en la gente de color? Porque están acostumbrados a trabajar con las manos, le responde. Porque no han ido al colegio, porque no han aprendido de los libros, parece estar diciendo, saben cómo funcionan las cosas en el mundo real.

Es una tontería creer eso, especialmente cuando se pone de manifiesto que los extraños no tienen ni idea de cómo arreglar un grifo o reparar un hornillo. Aun así, es tan distinto de lo que cree todo el mundo, tan excéntrico, que a pesar de sí mismo lo encuentra atractivo. Prefiere que su madre espere maravillas de la gente de color a que no espere absolutamente nada de ellos.

Siempre está intentando darle sentido a lo que dice su madre. Los judíos son explotadores, dice; pero prefiere a los doctores judíos porque saben lo que se hacen. La gente de color son la sal de la tierra, dice, pero ella y sus hermanas están siempre chismorreando sobre supuestas blancas con antecedentes secretos de color. El no puede entender que su madre sostenga tantas creencias contradictorias a la vez. Bueno, al menos tiene creencias. Sus hermanos también. Su hermano Norman cree en Nostradamus y en sus profecías sobre el fin del mundo; él cree en los platillos volantes que aterrizan durante la noche y se llevan a la gente. No puede imaginarse a su padre o a la familia de su padre hablando del fin del mundo. El único objetivo que tienen en la vida es evitar las polémicas, no ofender a nadie, ser agradables todo el tiempo; en comparación con la familia de su madre, resultan blandengues y aburridos.

Él está demasiado apegado a su madre, su madre demasiado apegada a él. Esa es la razón por la que, dejando de lado la caza y todas las otras cosas de hombre que hace durante sus visitas a la granja, la familia de su padre nunca lo haya acogido en su seno. Tal vez su abuela fuera excesivamente severa al negarles un hogar a ellos tres cuando, en 1944, estaban viviendo con media paga de un cabo interino, cuando eran tan pobres que ni siquiera podían comprar mantequilla o té, pero a la madre de su padre no le falló la intuición. La familia, con la abuela a la cabeza, no está tan ciega como para no ver el secreto de Poplar Avenue número doce: que el niño mayor es el primero de la casa; el segundo niño es el segundo, y el hombre, el marido, el padre, el último. Puede que su madre no se haya molestado lo suficiente en ocultárselo o que su padre se haya quejado en privado. En esta perversión del orden natural descubren algo profundamente insultante para su hijo y su hermano y, por lo tanto, para ellos mismos. No les parece bien y, sin ser rudos, no esconden su desaprobación.

Algunas veces, cuando está discutiendo con su padre y quiere apuntarse un tanto, su madre se queja amargamente del trato distante que recibe por parte de la familia de su marido. Sin embargo, por el bien de su hijo, porque sabe el lugar tan especial que ocupa la granja en la vida de él, porque ella no puede ofrecerle nada a cambio, la mayoría de las veces intenta congraciarse con ellos de una forma que él considera falta de tacto. Estos esfuerzos de ella corren parejos con las bromas sobre el dinero que no son bromas. Ella carece de orgullo. O por decirlo de otra forma: hará lo que haga falta por él.

Él desearía que su madre fuera normal. Si ella fuera normal, él sería normal.

Ocurre lo mismo con las dos hermanas de su madre. Tienen un niño cada una, un hijo, y están encima de ellos con una solicitud sofocante. Su primo Juan, en Johannesburgo, es el mejor amigo que tiene en el mundo: se escriben cartas, están deseando ir juntos de vacaciones al mar. Sin embargo, no le gusta ver a Juan avergonzado obedeciendo todas las instrucciones de su madre, incluso cuando ella no está allí para vigilarlo. De los cuatro primos, él es el único que no está enteramente bajo el control de su madre. Se ha distanciado, o se ha distanciado a medias: tiene sus propios amigos, que él mismo ha elegido, sale con la bicicleta sin decir adónde va ni cuándo volverá. Sus primos y su hermano no tienen amigos. Los ve pálidos, tímidos, siempre metidos en casa bajo la mirada vigilante de las fieras de sus madres. El padre llama a las tres hermanas de la madre las tres brujas. «Dobla y redobla el afán de la olla», dice, citando a
Macbeth
. Él asiente con gran regocijo, maliciosamente.

Cuando la madre se siente especialmente amargada de la vida en Reunion Park, dice que ojala se hubiera casado con Bob Breech. Él no se la toma en serio. Pero al mismo tiempo no da crédito a sus oídos. Si ella se hubiera casado con Bob Breech, ¿dónde estaría él? ¿Quién sería? ¿Hubiera sido hijo de Bob Breech? ¿Hubiera sido el hijo de Bob Breech la misma persona que él?

Sólo queda un testimonio tangible del Bob Breech auténtico. Se topa con él por casualidad en uno de los álbumes de su madre: una fotografía borrosa de dos jóvenes con pantalones blancos y chaquetas oscuras, de pie en una playa rodeando con los brazos el hombro del otro, con los ojos entornados por el sol. A uno de ellos lo conoce: es el padre de Juan. ¿Quién es el otro hombre?, le pregunta distraído a su madre. Bob Breech, le responde. ¿Dónde está ahora? Se murió, dice ella.

Estudia con atención los rasgos del fallecido Bob Breech. No descubre nada de sí mismo en ellos.

No pregunta nada más. Pero escucha a las hermanas, suma dos y dos, y así se entera de que Bob Breech vino a Sudáfrica por motivos de salud; que al cabo de un año o dos se volvió a Inglaterra; que allí murió. Murió tísico, pero se insinúa que regresó con el corazón partido y que eso precipitó su final: le partió el corazón una joven profesora de escuela de pelo oscuro, ojos oscuros y mirada cautelosa que conoció en Plettenberg Bay y no quiso casarse con él.

Le encanta ojear los álbumes. No importa lo desdibujada que sea la fotografía, siempre distingue a su madre entre el grupo: la de la mirada huidiza, a la defensiva, en la cual reconoce la versión femenina de sí mismo. Gracias a los álbumes él sigue la vida de su madre en los años veinte y treinta: primero, las fotografías de equipo (hockey, tenis); luego, las de su viaje a Europa: Escocia, Noruega, Suiza y Alemania; Edimburgo, los fiordos, los Alpes y Bingen, a la orilla del Rin. Entre sus recuerdos guarda un lapicero de Bingen, con una mirilla diminuta a un lado por la cual se ve una vista del castillo encaramado en lo alto de un acantilado.

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